Si hay una lección que nos ha dejado el realismo, tanto en el siglo XIX como en la primera mitad del siglo XX, es que las familias de bien llegan a su fin en aquellos nietos díscolos que malgastan la fortuna familiar y que se dedican a la más improductiva de todas las actividades humanas: el arte. De Émile Zola a Thomas Mann, hay una especie de regla que se cumple siempre: la acumulación originaria de dinero tiene su fase heroica, en donde los padres fundadores tuvieron que arriesgar su vida para hacerse de una primera fortuna (la cual, muchas veces, es fruto de la explotación capitalista más salvaje: una épica burguesa). Los hijos son los que pueden vivir administrando ese primer ingreso, acrecentándolo con un saber casi científico que se opone a la lucha brutal y descarnada que dio origen al dinero y las propiedades donde todo hace base. Y los nietos malgastan, administran mal o prefieren usar la fortuna en comprar obras de arte carísimas, son los que sostienen cosas tan terriblemente insultantes como el mercado de las artes plásticas, por caso, en donde los precios son definidos en esas vernissages absurdas de sanguchitos y champagne, entre charla y charla de excéntricos y esnobs.

Lo recién descrito es el mundo de la señora Kendell, mejor, señorita, ya que el título primero corresponde a la alcurnia y no al hecho de que haya conseguido un matrimonio fructífero. Muy por el contrario, la Kendell ha pasado de amorío en amorío, supo dedicarse a la pintura, pero eligió el camino de la representación de artistas en ascenso y de compra y venta de cuadros, porque reconoció desde muy temprano que no tenía la intuición necesaria que distingue al artista genial del buen practicante; mantiene una relación amorosa, aunque distante, con su padre, y cercana y dañina con su madre y su abuela. Pero al comienzo de la última novela de Jorge Consiglio, La Circunstancia, en el medio de un interrogatorio policial, la señora Kendell no hace más que hablar de su alcurnia, de sus antepasados, de los detalles de su vida, todo para explicar un crimen que empuja la trama hacia adelante, pero que no es otra cosa que una excusa para conocer la elegante superficialidad confundida con profundidad de un personaje que encarna, a la manera del Rosas de Sarmiento en Facundo, aquel que hace el mal sin pasión.

Kendell, interrogada, recupera la historia que llevó a que sus padres se conozcan, para luego situarse rápidamente en la estancia La Circunstancia, la que le da título a la novela. Allí pasó su vida hasta el comienzo de la adolescencia, entre gente de campo, sometida a lo que entiende que fue la brutalidad de una barbarie necesaria, al menos, para comprender el corazón de las cosas. O la falta de, para ser específicos. Y es que Kendell creció en un ambiente donde se sospecha de las cocineras, se maltrata a los peones, se sabe que la gente de bien tiene que estar siempre rodeada de personas a las que mandar, hasta que un hecho le demuestra su capacidad de hacer un daño concreto, real, por fuera de ese desgaste abusivo que es el maltrato naturalizado de quienes pagan los sueldos. Si es que pagan. Cansada del maltrato de sus dos compañeras, Orla y Lorena, la niña Kendell aprovecha una distracción y les corta el pelo a ambas de un tijeretazo en una fracción de segundos, mientras finge peinarlas. Se encierra en el baño, descompuesta porque acaba de descubrir que ella también puede dañar, que ella, como los animales, también puede responder a una fuerza bruta enfocada. En los recuerdos de la protagonista, cada hecho es una pieza más del rompecabezas de su identidad.

Jorge Consiglio logra una novela no sólo bien escrita, sino hipnótica: Kendell es un personaje alucinante, sus reflexiones todo el tiempo muestran un encuentro descarnado con quien realmente somos. Algo que podía encontrarse en otra maravillosa y temprana novela del autor, El bien, en donde también hay un conjunto de acciones incómodas en la lectura, precisamente porque describe bien los puntos límites de la moral y las escenas más sórdidas que uno se puede imaginar. Pero la sordidez de esa novela de 2003 se opone aquí a la mediocridad de las clases altas: la protagonista aprovecha la instancia del crimen para sumergirse en un largo relato de quién es ella, de sus anécdotas, de los descubrimientos que la llevaron a afirmar que la vida necesita activamente de la fantasía en tanto fantasía. Esto es, la señora Kendell es un personaje absorbente porque no tiene conflictos con quién es. Es mala porque puede serlo, es cruel porque sabe que tiene esa potencia, admira la belleza de ciertos cuadros porque entiende el procedimiento volcado allí, comprende racionalmente el por qué la deslumbra una pincelada, así como se concentra en ciertos rasgos de sus amantes ocasionales que le producen una suerte de rapto del cual no puede zafar. Al menos, por un tiempo, como los rulos aplastados de Bob, o los rasgos patéticos de quienes la rodean, como la torpeza de la pareja de su madre, Luchito, quien no le llega ni a los talones a Alfonso Kendell, su padre, experto en el mundo de los caballos, pero perdido, a diferencia de su hija, en el encuentro consigo mismo luego de haber salido del clóset hace ya varios años al liarse con uno de sus peones.

La Circunstancia avanza conquistando al lector a través de su narradora y protagonista, una bestia cautivante, una digna hija del capital agrícola, una experta en las artes pictóricas que se sabe dueña de cosas que el resto del mundo no tiene. Quizás el armazón del texto sea lo primero que cae cuando se pasan algunas páginas: sirve para persuadir al lector de que hay que leer la novela para entender el crimen que compromete al personaje, pero eso se desvanece cuando Kendell empieza a ejercer ese dudoso buen gusto de contar sin tapujos todo, sabiendo que no nació para perder nada. De ahí que, en el final, el envoltorio del crimen importe poco: la señora Kendell le gana a cualquier enigma.

Consiglio logra un equilibrio perfecto entre la prosa y el verso, logrando momentos deslumbrantes en la escritura. A la hora de recordar a su maestro de pintura, con el que luego tendrá un affaire, la señora Kendell dice: “Para Papaccio, comer era enamorarse. En particular esta vez que traigo a cuento, tragaba como quien roba una tradición”. La precisión de la última línea, la lírica ajustada a la historia que se quiere contar, el tono oral de la frase, todo eso evidencia la maestría de uno de los mejores escritores locales que, a fuerza de oficio, todavía insisten en nuestro panorama. Consiglio logra lo que mejor puede sacar de su saber hacer: una historia de alguien que mira con distancia hasta su propia vida, sin comprometerse con nada, pero no escatimando ningún detalle. Es que el mal, a diferencia del bien, como bien lo muestra la señora Kendell, no tiene nada que ocultar.