“Creo que siempre o casi siempre en la infancia la madre representa la locura. Nuestras madres siempre permanecerán como las personas más locas y extrañas que jamás hemos conocido”. Con Marguerite Duras comienza Putamadre, mi novela de autoficción. Me reflejo en este texto como quien se mira a un espejo, mientras me amigo con la certeza de ser una madre de mierda.

Veo, como único camino posible para no matar o morir, la necesidad de permitirnos poner en palabras las contradicciones de la maternidad, la exigencia de totalización bajo el único paraguas del título de madre y, en muchos casos, el NO DESEO de seguir siendo madre, en esta trampa de sobrevivir-nos. Recrear el "pido gancho” que teníamos permitido cuando jugábamos a la mancha.

Siento la responsabilidad irrenunciable de abrir una huella de honestidad respecto a las heridas, a veces, irreparables, que deja la maternidad.

Dolores Fonzi, en Blondi, su ópera prima dice: “ Lo hice todo mal, pero todos están bien” Aquí, el propósito se teje al revés: cuando el resultado congela la sangre, cuando lo que vemos de aquello que llegó para ser hermoso es el horror, ¿con qué adjetivo calificativo nos nombran? ¿En qué nos transformamos las madres cuando la cosa sale mal?

La locura está al alcance de la mano, merodea insaciablemente durante las noches de insomnio, en la mirada del otro, en los cuerpos exhaustos en medio de una guerra de abrazos agujereados. ¿Qué sucede cuando lo inabordable se impone? Cuando saltamos al abismo desde una impotencia feroz sumado a un cuerpo irreconocible, pensamientos inentendibles, hormonas jugando a la ruleta rusa dentro de nosotras?

La depresión postparto es una de las enfermedades más subdiagnosticadas, sin embargo, afecta a más de trescientos millones de personas gestantes en el mundo. ¿El motivo? Vergüenza de no sentir felicidad por el nacimiento de un hijo. Los síntomas aparecen después del parto, continúan hasta pasado el año y son: cansancio extremo, tristeza, llanto, miedo paralizante, pérdida de apetito, ira, rechazo. ¿Con qué herramientas nos preparamos para una de las etapas más delirantes y angustiantes como el puerperio? ¿Cuántas hemos sido víctimas de violencia de género en este quiebre a veces irreparable? El verdugo aparece para recordarnos lo sensibles que estamos, lo raras, lo feas, lo insoportables, lo indeseables, lo incogibles, pero, a su vez, el mismo que nos rechaza quiere continuar con el ritmo sexual, con los hábitos de cuidado hacia él, y si eso no sucede, se va. 

Recuerdo la primera noche después de parir a mi primer hijo. Me dijeron que lo deje en la cuna. Fue la única noche que durmió solo hasta los doce años. Estuve sentada con una mano muy cerca de su nariz, constatando la respiración y llorando. Su papá dormía en la cama de al lado. Al otro día, un desfile de gente ruidosa invadió la clínica y mi rol fue de trinchera para defender al bebé de manos, abrazos, besos de gente no deseada. Esa noche conocí el cansancio extremo y una angustia mucho más pesada. Nunca imaginé que ese mismo agotamiento letal me acompañaría hasta este preciso instante.

La autora, también actriz, con su libro editado por Sudestada. Foto: Jose Nico.

Aquí es importante hacer un apartado para nombrar lo innombrable hasta para nuestro código penal: el neonaticidio se refiere a la muerte de un recién nacido dentro de las 24 horas de su nacimiento. En la mayoría de los casos, este episodio es perpetrado por la madre. Argentina se encuentra en una situación particular con relación al tratamiento penal de los casos de neonaticidio en comparación con otros países de la región. En 1994 fue derogada la figura atenuante que atendía estos casos de “ infanticidio” por        “estado puerperal” transformándose así en homicidios calificados por el vínculo. De esta forma, han quedado invisibilizadas las complejidades que pueden presentarse durante la gestación, el parto y el puerperio. Desde la derogación de la figura de “infanticidio” estos casos sólo pueden ser analizados en clave binaria, inimputabilidad- imputabilidad.

Lo que no se nombra, no existe. La mirada de la justicia es un recorte tajante, violento, ineficiente y cobarde. Tan violento como la sucesión de conductas sociales a las que estamos obligadas a responder satisfactoriamente.

La condena, para las que sorteamos el impacto enloquecedor del puerperio, es la de no tener otra orilla para cruzar, un borde para borrar. Ahí, en la frontera del deber ser, nos quedamos secuestradas con aquello que creímos desear. Seremos madres hasta que la muerte nos separe.

“Nadie nos avisa que la maternidad tiene un pliegue de oscuridad impenetrable. Es un péndulo entre el premio y el castigo, la dicha y la desgracia; un ir y venir que nos va borrando del mapa que alguna vez dibujamos. Ser madre es desaparecer para pintarnos de nuevo”. Un reproche que el personaje de la madre, en Putamadre, le hace a lo no dicho, tal vez a su propia madre.

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La primera palabra que pronunció mi hijo fue “ puta”. Supongo que mi padre fue quien le enseñó, aunque a veces sospecho de su padre. Los hombres de mi familia anticiparon el derrotero, sin imaginar que de ahí nacería la magia de la mano del arte.

“Nada genera tanta violencia como la tragedia ajena”, escribió Leila Guerriero. ¿Y si esa tragedia acecha a tu hijo? Sí , he fantaseado con mi muerte y la de mi hijo. He imaginado mi velorio y el de él.

Soy, como tantas, una madre deforme, inútil, demoledora y puta, la forma que encuentra la sociedad para arrebatarnos el deseo y el goce, una estrategia de adoctrinamiento, un adormecimiento por goteo que termina con el único agarre a lo que fuimos, un castigo disfrazado de advertencia. Podemos ser putas, podemos ser madres, pero jamás putamadres.

Entonces, el producto de segunda selección (con fallas) que parimos y educamos se transforma en nuestra responsabilidad a los ojos de una cultura patriarcal donde el progenitor se acomoda en las tribunas.

En psicología suelen decir que las infancias, con dos trazos, dibujan un padre. Me atrevo a decir que las infancias son el reflejo inapelable de una sociedad benévola y cómplice cuando de ausencias paternas se trata.

Hoy, en un contexto donde los feminismos somos el blanco a derribar, donde nos prohiben utilizar el lenguaje que nos representa, donde arrasaron con toda política pública de género, resulta vital no bajar la vara conceptual de lo conquistado.

Somos las madres que de ninguna manera claudicamos frente a la tentación de esconder nuestras sombras. De las formas abusivas de adoctrinamiento, el silencio es una de las más perversas.

Somos las imperfectas, las repudiables, las que aman con todas las contradicciones imaginables, criando y cuidando, en un sesenta por ciento, solas, con cuotas alimentarias inexistentes o deficientes en un ochenta por ciento.

Seguimos juntando los pedazos de lo que fuimos, maternando en tribu, sacando fuerzas desde la alegría irrenunciable de sentir.

Somos las putamadres.