La estación de Charleville-Mézières, a una hora cuarenta de París, está casi vacía y, además, está en obra o en renovación. Algunas vías descansan sobre tierra –¿es por eso que hay poca frecuencia de trenes?– y para ingresar hay que bajar las escaleras y atravesar un pasaje subterráneo. El único baño abierto es para discapacitados y hay un solo kiosco que sirve un café horrendo, atendido por una chica aburrida. Es domingo, está nublado, Charleville es la ciudad donde nació Rimbaud, donde está su tumba, su casa, su Museo. En la plaza, frente a la estación, sólo camina una persona, un hombre mayor, borracho, que arrastra una pierna y habla consigo mismo. Es una plaza bien francesa, toda la naturaleza prolija y domesticada, los caminos de piedra blanca, cuadrados de césped, ligustrina, pequeños espejos de agua. Tiene una glorieta dedicada al poema de Rimbaud “A la musique”, que el poeta escribió ahí según consta en el epígrafe, “place de la gare, à Charleville”. “A la plaza tallada en céspedes mezquinos/ donde todo es correcto, los árboles, las flores/ los burgueses asmáticos que el calor estrangula/ los jueves por la tarde llevan sus chismes”. Hay que decir que la municipalidad de la ciudad pasó el trago amargo con entereza y se atrevió: el poema que la celebridad local escribió en la plaza es un poema de total desprecio a la plaza.

Lo esperable: Rimbaud odiaba Charleville. El 25 de agosto de 1870 escribía, en una carta a M. Izambard: “¡Tiene usted fortuna, por no habitar ya en Charleville! Mi ciudad natal es superiormente idiota entre las pequeñas ciudades de provincia. A este respecto, no tengo más ilusiones”. Tenía 16 años cuando escribió esa carta y no es solo rebeldía adolescente: si algo caracterizaba a Rimbaud era la furia, la injuria, el odio. Ese mismo año también le escribía a Izambard: “Estoy desorientado, enfermo, furioso, embrutecido, trastornado”. Charleville, la ciudad, baja la cabeza ante este enojo. ¿Qué puede hacer? Está obligada a celebrarlo. Y además, secretamente, se venga. Rimbaud no escribió su obra ni en Bélgica, ni en Londres, ni en París, los lugares donde paseó su adolescencia feroz. La escribió en esta ciudad provinciana, que detestaba.

Busto en la plaza de la estación

Hay tres bustos de Rimbaud en la plaza. El primero, de 1901, fue derribado por los alemanes. El segundo se realizó gracias a una donación de la Asociación de Escritores de las Ardenas. El tercero, dice el cartel de indicaciones de la plaza, “está firmado por Dumont”. Esa es toda la información. O no saben más o Dumont lo dejó ahí en secreto.

La primera impresión de la ciudad, en las primeras cuadras que alejan de la estación y van hacia el cementerio –todo es muy cerca– es bastante deprimente. Hay casas abandonadas, con las ventanas clausuradas, y un hotel tres estrellas, Les Cléves, también abandonado pero sucio y roto, de aspecto fantasmal. La ciudad es bonita y aburrida, y no tiene demasiados edificios nuevos, lo que delata que a pesar de que se ubica en las Ardenas, región codiciada en la geopolítica europea, y por la que pasaron los alemanas para invadir Francia en las dos guerras mundiales, no sufrió demasiado. No es la bella y extraña Le Havre, bombardeada y totalmente nueva, con su Centro Cultural diseñado por Oscar Niemeyer. Charleville es la Francia tradicional de tejados de pizarra y calles de adoquín.

Rimbaud es la única presencia un domingo –excepto cuando se llega a la plaza principal–. Pero antes, en las veredas, se pueden ver los murales dedicados al poeta. Uno de ellos cita el poema “Ofelia”, los primeros versos: “En la onda calma y negra donde duermen las estrellas/ la blanca Ofelia flota, como un gran lirio”. La imagen, sobre la pared de un edificio bajo, apenas dos pisos, es la de una chica de espaldas que se recoge el pelo, tiene un vestido sensual que le deja la espalda al aire. La imagen no tiene nada que ver con esa chica muerta sobre la que escribe Rimbaud. La ciudad oculta y des-oculta al niño diabólico, al hombre imposible. Otro mural cita “Mà Boheme” y al menos muestra a un joven durmiendo con su traje a la intemperie, algo que Rimbaud hacía seguido, sobre todo cuando huía a pie de Charleville. El dueño del hotel rimbaudiano quizá está desorientado o tiene un humor negro especial. Se llama “El durmiente del valle”, como el poema. Para hotel es apropiado, pero quien no conozca el poema se puede encontrar con una sorpresa macabra, porque el durmiente en cuestión no duerme en absoluto: “Los perfumes ya no estremecen su olfato/ duerme tranquilamente al sol, tiene una mano sobre su pecho/ Tiene dos orificios rojos en el lado derecho”. Es un soldado muerto, solo entre la hierba.

LA TUMBA BLANCA

Es imposible confundirse o perderse en el intento de encontrar la tumba de Rimbaud. A diferencia de Morrison en Père Lachaise o Truffaut en Montmartre, no hay dificultad alguna en su ubicación: está prácticamente en la entrada, señalizada y, más importante, es la única (o casi) de todo el cementerio ruinoso que tiene algún cuidado. De mármol blanco, es gemela con la de su hermana pequeña, Vitalie. En la parcela, bajo una tumba en tierra, está Isabelle, la que decidió grabar como epitafio de Rimbaud “Recen por él”: antes el nombre, la edad, 37 años, y la fecha, 10 de noviembre de 1891. La gente le deja piedras y flores. En las piedras lisas escriben sus versos. “Toda luna es atroz, y todo sol amargo” de “El barco ebrio”; “La eternidad es la mar mezclada con el sol”, del poema “Hambre” de Una temporada en el infierno; “El poeta es el ladrón del fuego” de La carta del vidente; y por supuesto “Je est un autre”, el intraducible “Yo soy un otro”. No hay muchos tributos. Charleville es cerca de París y si Rimbaud estuviese en Montparnasse habría colas. Aquí llegan los dedicados.

Es Isabelle la testigo y cronista de la muerte de Rimbaud, que llega de Abisinia (hoy Etiopía) con cáncer y debe amputarse la pierna en Marsella. Los hermanos van a Roche, cerca de Charleville, para descansar, pero es todo sufrimiento, dolores, infecciones. Isabelle dice que Rimbaud quiere casarse y que se alegraba de haber enterrado su obra poética cuando se instaló en Harar, pero también narra que sufría delirios y alucinaciones, de modo que es una narradora poco confiable. Incluso cuenta que Rimbaud manifestaba el deseo de volver a Africa. Finalmente, Rimbaud decide irse en tren a Marsella e ingresa en el hospital de la Concepción. Escribe Isabelle: “No salió con vida de su cama de hospital”. Ella cuenta, en una carta a su madre, que quiso darle los sacramentos a su hermano, converso en el último minuto: “No blasfema más; llama a Cristo en la cruz y reza. Si, ¡él reza!... Cuando el sacerdote salió, me dijo mirándome con aire preocupado, extraño: ‘Su hermano tiene fe, hija. Yo mismo no he visto jamás una fe de esa calidad’”. Muchos lectores y fans de Rimbaud, estudiosos incluso, se quejan de esta crónica, la acusan de haber obligado a su hermano, hereje y vulnerable, a aceptar a Dios. Pero la verdad es que no sabemos nada de este Rimbaud de 37 años. No sabemos qué pasó en esos años de vender armas, café y marfil, y de vagabundear. Quizá haya tomado el cristianismo copto en Abisinia. Quizá su sufrimiento lo desesperó al punto de buscar a Dios. La fe no le quita nada a su rebelión. De hecho, su poesía una búsqueda de eternidad, la angustia de alguien abandonado por su creador.

Una de las habitaciones vacías de la Maison des Ailleurs

LA LUZ EN HABITACIONES VACÍAS

El Museo Rimbaud se ubica en un viejo molino sobre el río Meuse, frente a la casa donde la familia Rimbaud vivió entre 1869 y 1875, que también puede visitarse, a diferencia de la casa natal, en pleno centro. El Museo es enorme, poco concurrido y curiosamente escueto. Los objetos centrales son algunos manuscritos, la edición original de Una temporada en el infierno, su valija, sus cartas, los dibujos que hicieron de él sus amigos. La recorrida es emocionante pero, de a poco, es fácil darse cuenta que Rimbaud no es un personaje que pueda ocupar tres pisos de un edificio enorme. Apenas tenía posesiones. El tercer piso está vacío, salvo por sillas y por las voces que, desde el techo, con bocinas, leen sus poemas. Es una experiencia sencilla pero agradable, si uno es capaz de concentrarse. En los siguientes pisos está un poco de la infancia, un poco de la vida en África y, sobre todo, las representaciones de Rimbaud por otros artistas. Los textos que narran su vida, en las paredes son muy buenos, completos y no callan nada: hasta hay un busto del poeta Paul Verlaine, amante y amor de Rimbaud. También hay una réplica del revolver con que Verlaine le disparó a Rimbaud en una pelea. Tienen un lugar especial las fotos que hizo de Charleville la gran rimbaudiana Patti Smith: las de la peregrinación hasta la tumba que realizó en 1973 y las que hizo en 2004 para el 150 aniversario de la muerte del poeta: un camino en Roche, los cubiertos de plata de la familia, el atlas, y un dibujo muy hermoso llamada “St. Rimbaud”.

Entre los objetos y fotos de su período escolar –no hay objetos propios: hay cuadernos de época, de la clase, pero ninguno suyo– hay un dibujo curioso que, dice el catálogo, es de Mariette Lydis, un retrato de Rimbaud niño copiado de una famosa foto, realizado en 1964. Mariette Lydis es una artística plástica austríaca que vivió y murió en Argentina: está enterrada en la Recoleta. El museo no dice cómo llegó este dibujo a la colección. Le mandé la foto de inmediato a la escritora y periodista María Gainza, que escribió sobre Lydis en su novela La luz negra, y que hizo visitas guiadas de su obra, donada al Museo Sívori. Contesta por Whattsapp: “Si, es de Mariette 100%. Los ojos, la boca, las hacía todas iguales. Lo habrá hecho para algún libro. Qué genial que te lo topaste”. El modelo, que está cerca, es la foto de 1871 que le hizo Ettiene Carjat; la segunda foto de Carjat, la famosa, la del adolescente hermoso, también se exhibe. Las obras de artistas ocupan la mayor parte del lugar: “Las iluminaciones” de Fernand Léger, las extraordinarias interpretaciones de Una temporada en el infierno de Louis Favre, un aguafuerte de Giacometti, la ilustración para Iluminaciones de Zao Wou-ki, el retrato de Pablo Picasso, el Homenaje a Rimbaud de Max Ernst, el retrato sin título de Sonia Delaunay. Muchas cosas faltan. De la pocas fotos que existen de Rimbaud, una de las africanas, llamada “con los bananeros”, está en la Biblioteca Nacional de Francia. La obra de David Wojnarowicz y Robert Mapplethorpe sobre Rimbaud es quizá demasiado valiosa para traerla hasta esta ciudad de provincias. Tampoco están los dibujos de Jean Cocteau.

El Museo Rimbaud, en un antiguo molino sobre el río Meuse

Es la ausencia lo que define, y al fin encanta, la casa frente al Museo, llamada Maison des Ailleurs. Es donde Rimbaud vivió y escribió durante algunos años. Está completamente vacía. El mobiliario no se conservó y los curadores decidieron no hacer simulacros: si lo que queda es el vacío, la luz del sol sobre los pisos de madera, ésa es la presencia. El espíritu del lugar. Cada habitación tiene una pequeña muestra no intrusiva con los viajes de Rimbaud durante toda su vida, pero son recorridos que no distorsionan la visión de las habitaciones vacías. Sólo queda un poco de empapelado, que si alguna vez tuvo color, se perdió. Es una marca, una firma. El ya clásico shop de museo tiene las obras de Rimbaud en varios idiomas, algunas postales, libros de artistas, algún poster, poca cosa.

Afuera hay un sol pleno: durante la tarde arreció la tormenta. Caminar por las habitaciones vacías, ver el patio, es pensar que en esta casa al lado del río un adolescente cambió la historia de la poesía, del rock, de la juventud, mientras escribía furioso su desengaño y su redención.

Sin embargo no es en esta casa donde Rimbaud escribió Una temporada en el infierno. Eso ocurrió en Roche, a cuarenta kilómetros de Charleville, en el granero de la casa maternal. En julio de 1873 Verlaine y Rimbaud estaban en Bruselas. Ahí se produjo el desastre: en julio, Verlaine le disparó a Rimbaud. En la estación de tren, antes de subir hacia París, Rimbaud llamó a la policía y denunció a su amante, que fue arrestado. Al otro día se arrepintió, porque no quiso declarar frente a la policía. De todos modos, a Verlaine le hicieron un examen físico y descubrieron “prácticas homosexuales más o menos recientes”. Verlaine fue preso (estuvo encerrado dos años) y Rimbaud pasó un tiempo recuperándose en Bruselas, donde el artista Jef Rofman pintó el cuadro “Rimbaud herido”, que se puede ver en el Museo. Después, se fue a Roche y escribió Una temporada en el infierno.

Esa casa, a cuarenta kilómetros de Charleville, tiene dueño. La compró Patti Smith. La quiere convertir en una residencia de artistas o de poetas. No es la misma: fue reconstruida después de un bombardeo alemán. Tampoco queda tanto de Rimbaud allí salvo, otra vez, el espíritu del lugar, ese conjuro de sombras del más famoso de los poemas en prosa: “Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié”.

Sin embargo hay tanta belleza en las palabras del adolescente en llamas. No se si se encuentran en Charleville, aunque el empapelado en esas habitaciones, que él habrá observado con sus malhumorados ojos azules, es un sudario, una manta que conserva algo de su mala sangre.