En Tres enigmas para la Organización, Eduardo Mendoza vuelve al escenario de sus mejores libros desde la primera línea: “Barcelona, primavera del año 2022”. Ciudad natal, ciudad literaria –realista y gótica a la vez, de Juan Marsé a Carlos Ruiz Zafón-, es la ciudad de los prodigios, la ciudad que en este año señalado, “ha estado sumergida, como todos los años, en un frenesí donde el bullicio a menudo encubre el hastío”.

Y lo hace con las herramientas de siempre, o, por lo menos, las aplicadas durante una larga trayectoria que comenzó en 1975 con la publicación de La verdad sobre el caso Savolta. En esa novela que se convertiría en emblemática de la Transición española, tanto por su foco histórico político (la burguesía ascendente y ambiciosa, los anarquistas revolucionarios de comienzos del siglo XX) como por su momento de aparición (la novela justa en el momento justo), Mendoza utilizaba los mismos recursos que Manuel Puig había puesto a funcionar en la modernísima The Buenos Aires Affair apenas dos años antes (1973), salvando las diferencias tecnológicas propias de una y otra época en las que están ambientados ambos textos.

Entre una rica gama de procedimientos literarios y un interés creciente por los matices del habla y los lenguajes populares, Eduardo Mendoza iría afinando su programa de origen, su marca más personal: la mirada extrañada del marginal que, en tren de filiaciones, se podría remontar a las diversas fuentes de la picaresca, desde las anónimas hasta la más famosa de Cervantes y, señalado por Mendoza como su máximo referente literario, Dickens.

Fue a partir de la creación de un detective anónimo, un hombre del pueblo que ha ido a parar a un manicomio de donde lo sacan de vez en cuando para arrojarlo sobre la ciudad impasible para resolver casos policiales bizarros, y después de resolverlos es devuelto al manicomio y premiado con una coca cola, cuando nace la leyenda de un Mendoza escindido entre lo serio y lo cómico, autor Mayor y menor. La ciudad de los prodigios, una recreación de Barcelona tan fabulosa como realista situada entre las dos exposiciones universales de 1888 y 1929, podría ser el máximo ejemplo de novela seria, y las de la serie del detective anónimo (El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas, La aventura del tocador de señoras los más destacados) los grandes ejemplos de su comicidad, nada ajena a una extraordinaria estilización literaria de la marginalia urbana. Cualquier manera de leerlo, cualquier forma de interpretar su lugar en la literatura de habla hispana, sería zanjada cuando en 2016 le otorgaron el Premio Cervantes a los dos Mendoza.

En una reciente entrevista pública a raíz de la salida de Tres enigmas para la Organización, Mendoza confesó que algo melancólico (seguramente por estar a punto de cumplir 80 años) había decidido ya no escribir más. Hasta que un día se dijo ¿por qué no?, si es lo que le gustaba hacer, “si he podido vivir de escribir disparates y he recibido un muy buen trato de la crítica”. Y reveló lo que quizás sea el quid de este libro parecido y diferente a los demás. Si hasta entonces había escrito novelas con un detective rocambolesco y anónimo, pero que, en definitiva, era un caballero andante y solitario resolviendo misterios a la manera casi clásica, “aquí me planteé un detective colectivo, porque me di cuenta viendo las series, que está de moda el grupo, la investigación entre varios, los conflictos internos de ese grupo”.

Mendoza tiene un exterior serio y algo tímido, una ternura recóndita, un pudor de bibliotecario algo culposo por estar rodeado de polvorientos libros que, sin embargo, son su razón de vivir, y seguramente le debe pesar el sayo de que todo el tiempo sus lectores, sobre todo los más jóvenes, que lo descubren, muchos de ellos, por las lecturas escolares y caen rendidos a sus pies, esperen a cada instante el gag, la risotada, el ingenio demoledor. Quizás, por eso, en la que probablemente ahora sí sea su última gran novela picaresca, ese humor a cielo abierto aparece todo el tiempo velado por una suave y brumosa pátina de derrota en todos sus personajes, sean femeninos o masculinos, sea El Jefe, El Nuevo que acaba de salir de la cárcel pálido y derrotado, El Taxista obsesivo que contra viento y marea desea incorporarse a la Organización o la Señora Grassiela, que después de ser una eficaz espía vuelve al piso con el perrito que detesta y una madre al borde del derrape neurológico.

¿Y qué es la Organización? Muy avanzada la novela, muy al pasar, pero clavando la daga donde duele, Mendoza “explica” que la Organización es un organismo para estatal que nació sobre el final de la Segunda Guerra Mundial a instancias de la obsesión de un capitán de navío convencido de que todas las instituciones del franquismo podían estar afectadas de infiltrados, homosexuales y traidores y, por lo tanto, se convierte en un emprendedor burócrata del espionaje y la vigilancia interna y paranoica. Con el paso del tiempo y el debilitamiento de las convicciones, la Organización se va perdiendo en un limbo burocrático hasta los días de la novela, cuando parece una parodia más cerca del Súper Agente 86 que de John le Carré. Sus pintorescos miembros (La Boni, Monososo, Pocorrabo y Buscabrega, además de los ya citados) se las arreglan entre tumbos y tropezones para resolver tres enigmas que o están desconectados entre sí o componen una sinuosa trama común en cuyo centro hay un cadáver en un hotel de las Ramblas, un millonario británico, dueño de un yate, que desaparece y los posibles delitos financieros de una empresa de conservas pesqueras.

Sea en forma colectiva o a través de sus extravagantes investigadores, Tres enigmas para la Organización se va a ir enfocando, una vez más, pero a lo grande, con una trama proliferada y un humor que otra vez muestra una amplia paleta de tonos, estilos y gags verbales, en exacerbar esa mirada extrañada, algo estrábica, algo miope y esfumada, del centro observado desde el margen. Eduardo Mendoza abreva en su gran tema de la modernidad desde la perspectiva de aquellos que van siendo desplazados del camino con mayor o menor grado de violencia: el loco, el vagabundo, el desposeído, el buscavidas, el anónimo. Aquí se suman más prototipos todavía y cada uno pelea contra el anonimato y el olvido cargando un nombre que es apodo y marca, estigma y orgullosa herida al mismo tiempo. Late en Tres enigmas para la Organización ese mismo énfasis y esa misma compasión que Mendoza supo cultivar desde sus comienzos, prestando oído y dando voz a las víctimas de esa prepotencia tan arraigada en las avanzadas civilizatorias que asumen la causa del triunfador.