Hoy vamos a dejar por un momento de lado los homenajes de la toponimia y su relación con los hachazos, los cortes en seis y la pulsión por la cabeza trofeo para hablar de un hijo de La Plata. Don Carlos A. Disandro, representante de la derecha peronista, nacido en 1919 y fallecido en 1994. No vamos a hacer una biografía ni a comentar su quehacer político bastante controvertido. Para los curiosos un artículo de Eduardo Anguita y Daniel Cecchini de hace cuatro años en el portal de Infobae da cuenta de su carácter de numen inspirador del Grupo Tacuara y de la fundación de la Concentración Nacional Universitaria de fuerte activismo, violencia y muerte en los años setenta. En esta ocasión nos vamos a dedicar analizar un pequeño libro llamado El perfil histórico de Juan Perón publicado en 1990 que llegó a nuestras manos y nos dejó ponderando.
Si no supiésemos nada de Carlos A. Disandro y solo pudiésemos opinar a partir de la lectura de este solo título podríamos decir que el autor es un peronista antimenemista. También señalar que su postura es un complejo conjunto de misticismo grecolatino mechado con nacionalismo preconciliar católico. La pequeña edición de 18 x 11 centímetros, mecanografiada en sus 64 páginas, está publicada por La hostería volante, un sello personal a juzgar por el carácter de la edición. El texto es una transcripción de una conferencia que no sabemos dónde tuvo lugar.
Para empezar, Disandro sostiene que el poder es un resto sacro que se presenta como ejercicio —¿como Deus ex machina? — en la Historia Universal. En este sentido el gobierno de Menem, que estaba teniendo lugar en el momento de su conferencia, se ocupaba de desmontar y descalabrar pieza por pieza la magna obra, herencia del ilustre conductor Perón. La magna obra era, es, una catedral —y no una mezquita, nos dice Disandro— que se debería profundizar, engrandecer y completar.
Los ancestros y las raíces hacen según este autor a los orígenes del pensar y la acción del genio político. La familia de Perón configura al origen fáctico y espiritual del líder. Disandro resume estos orígenes en la herencia latino-románico-gala, itálico-americana. Separa esta compleja herencia de la galo-hispánica de San Martín y de la vascuence de Bolívar porque en Perón emerge la fecundidad hespérica (¿?).
Es imposible, nos dice Disandro —mientras anula todo intento de reflexión positivista— perfilar de modo absoluto este misterio genésico que a su vez revela como cruz y punto el carácter de Perón. Pero la intención es acercarse como todo místico y penetrar una verdad que vive dentro de la cueva. Insistente, ve en el prosopon (el rostro), los rasgos que señalan los “signos cósmicos, epocales e intransferibles” del fundador del Justicialismo.
Perón reanuda, siempre según Disandro, la entraña helenística-romana a la cual el líder pertenece, esa que provoca odios y disputas en el racionalismo analítico demoliberal de los iluministas.
Disandro se ataja y nos advierte que no le importa la repulsa del ideólogo racionalista y analítico. Imagina una serie de prohombres: Julio César, Carlomagno, Bolívar, San Martín, Napoleón, Mussolini, Petain… tal vez De Gaulle. (Nótese el casting de romanos, francos, franceses e italianos dejando fuera del elenco a Atila, Genghis Kahn, Adolfo II de Suecia, Wallenstein, Washington y Wellington).
La sola mención de esos grandes hombres convierte en payasos, al decir de Disandro, a figuras como Felipe González, Mitterand y Alfonsín. Se cuida de medir con la misma vara a Menem porque las raíces de nuestro expresidente son el desierto, los beduinos trashumantes, la tienda, el poder de los déspotas orientales, la ausencia de polis y civitas que entronca con la armonía cósmica. A los ojos de Disandro entonces: un pinche musulmán.
Y seguimos: Perón es consciente de la fuerza generadora de Italia, de Benito Mussolini, pero no tanto de la España de Franco pues el “dato” americano aleja al líder argentino del caudillo español. En Perón emerge el substratum galo-itálico que lo aleja como una frontera sanguínea del germano y del inglés, del nacionalsocialismo y del espíritu aventurero del pirata. Y una tercera inserción denominada por Disandro latino-hispánica-americano-indígena es la que tiene en el líder justicialista un efecto fundamental para ser libre como el criollo y el indio pampeano, como el viento, el río, la tormenta, todas realidades cósmicas que el poeta Disandro destaca en el análisis político del personaje histórico.
El pensador platense practica según su propia impresión una prosopografía espiritual alejada del positivismo, de la filosofía aqueróntica e itifálica (¿?).
Indaga en el rostro humano, en la fisonomía lírica del rostro en el que encuentra similitudes y resplandores de Julio César en el líder oriundo de Lobos. Es notable constatar en este proceso disandriano un parecido con el sistema creado en el siglo XIX por Cesare Lombroso, fundador de la Escuela de Criminología Positivista. Lombroso señalaba a la fisonomía como relevante para juzgar la culpabilidad de un supuesto criminal. Disandro desde un ángulo opuesto encuentra en la forma del semblante el vinculo para divinizar al líder. Dicho esto, hay que poner buena voluntad para encontrar fisonomías parecidas entre el dictador romano y el mandatario argentino.
Disandro llega unas líneas más adelante a vislumbrar signos decisivos en su vida y obra por parentesco latino-italico-galo con Napoleón del que comparte el imperio de la conducción, aunque supera al corso en la concepción del Estado y la Justicia. Es un humanismo empírico consustanciado con la antigüedad de los griegos y romanos paradigmas de los cuales hereda “la poesía del mando” es decir, el acto estético de la conducción.
Quizá la perla del librillo se encuentre en el capitulo llamado Significado cosmogónico y vulcánico. Ya a esta altura, y por si teníamos alguna duda, el autor nos advierte que detesta el reduccionismo analítico marxista, escolástico, pseudo filosófico que se pretende confundir según él con sabiduría. Y otra cosa: la intención de interponer reduccionismos indigenistas que nada tienen que ver con la cultura grecorromana de América. Nada de tales reduccionismos se insertan en Juan Perón (creador, hay que decir, de una Toponimia patagónica de etimología araucana y descendiente de quechuas por parte de madre).
Pero bueno, en un libro dedicado a Lugones, publicado en 1977, Disandro insiste sobre este tema del indigenismo como una regresión, un retrotraerse a potencias oscuras. Augura que tal camino lleva a la muerte de la lengua española y por tal a la muerte de Dios. Los exóticos propugnadores de lo indígena se vuelven hacia un adentro ahistórico, anticristiano, proponiendo una ruta que concluye en la degradación del espíritu. Para Disandro nuestra tierra espera todavía la conciliación con la belleza, la acción de instituir la Magna Grecia en América.
En este sentido la prosa de Disandro es rigurosamente cuidada y selectiva, abundan los latinismos (operatio, regeneratio, substratum, ad usum indigenarum), la taxonomía de tono griego (oikisticos, pólemos, phronein), y las i griegas para lyrica. A su vez evita cualquier vocablo de raíz indoamericana como choclo, cóndor, cancha. Ni siquiera hemos encontrado la palabra gaucho la cual troca por criollo.
Continuando: lo que intenta sugerir Disandro es el trasfondo universal para entender el perfil histórico de Perón. No es un conocimiento empírico, racional, congruente con la ciencia, no, no, no, ni siquiera “histórico causativo” sino la intuición de otra dimensión. Los giros son ineluctables, nos asegura el filósofo platense, y en ellos transcurre la emersión del hombre dentro del espacio humano y es a partir de aquí que hay que encuadrar lo que viene: el significado cosmogónico de la figura del líder justicialista.
A ver si puedo explicar esto: cuando Disandro habla del significado cosmogónico de Perón no se refiere a la mitología racionalizada (eso está claro), lo que intenta es reestablecer el postulado cosmogónico como totum (totalidad), culminante en el reino de Zeus (¡!), en el ritmo planetario que acontece o hace luz en el genio y en el gran conductor.
Perón provoca odio —nos asegura Disandro— porque se odia a Philotes, la personificación griega de la ternura y la amistad. De esta disyunción nacen “los gorilas” enfrentados biológicamente a Juan Perón. Perón solo es heféstico, pero en su connubio con Eva es también fuego vestálico. Ambos son indisolubles, pero eso no lo entienden los gorilas. La pareja es la vibración del fuego que forja y alimenta. Ambas categorías, heféstica y vestálica, surgen de la tierra, tal como la intuyeron los griegos. Entonces tenemos que interpretar que no se trata de la tierra de los amerindios, de la clase de humanidad que habitó durante once mil años en el sustrato de América, no: sino de la tierra traída por la sangre de los llegados hace quinientos años a esta parte. Y no de cualquier sangre, ya que la inmigración china, coreana, japonesa, eslava, sirio libanesa, palestina y judía, más la forzosa importación de esclavos africanos (a juzgar por las confirmaciones de Disandro) no cuentan en Argentina y en su voluntad de transferir Grecia desde la Ensenada de Barragán a los Andes.
Disandro sostiene que esta es una ciencia intraducible para los cartesianos, los jacobinos, los gorilas, los marxistas, y podría agregar para los estupefactos. Estas son todas desviaciones biológicas. Así, en este anatema cosmogónico Perón, Eva, prosiguen su ineluctable diakosmesis (a ver… vendría a ser el arreglo ordenado del Universo). Un arreglo que para ordenarse necesita de la lucha entre los hyperaustros contra los antikhristos que inauguran su marcha en el pontificado de Juan Pablo II. Y el gran combate tendrá lugar en la América austral en el caso de que se rearme biológicamente la estirpe de Juan Perón.
En otro pequeño libro, de otra conferencia dictada por Disandro en la oscuridad de la dictadura militar, en el año 1981, el colofón nos reza un lema dinámico y perplejizante: “Año en que debemos reiniciar la reconstrucción del Estado destruido por la Sinarquía güelfa vaticano-neoyorquina-moscovita, contra la que se eleva el pensamiento óntico americano para reconquistar el espacio gibelino del Imperio, repeler a los nuevos cipayos y libertar a los pueblos oprimidos por los crueles poderes judeo-cristianos. Los hiperbóreos son ahora los hiperaustros”.