Los ojos volteados en blanco casi total, la sombra celeste brillando sobre un delineado muy grueso, el pelo castaño sobre un rostro infantil y altivo, la boca pintada de rosa. Lucy Patané tenía apenas doce años en la notable foto de niña con ínfulas punk que ilustra la tapa de Hija de ruta, su segundo disco solista, un trabajo que está de estreno por estos días y que continúa con su reciente incursión como autora en solitario, pero que de alguna manera también honra un inusualmente extenso y extravagante camino en la música.

Suena increíble y lo es: para el momento en que fue tomada esa foto, donde ni siquiera alcanzaba la adolescencia, Lucy Patané ya llevaba unos siete años tocando instrumentos. Este 2024, de hecho, cuando acaba de celebrar su cumpleaños 39, también cumplió 30 años –¡30 años!– tocando música en vivo. Ha sido productora, música, arregladora, co-autora, sesionista o guía espiritual y estética de decenas de proyectos de la escena más bien under –pero también algunas del mainstream– local. Y como su lugar de comodidad siempre fue el trabajo colectivo, su incipiente carrera solista se hizo bastante esperar: 25 años, para ser más exactos. Cuando finalmente el momento llegó fue a lo grande, en 2019, con un disco que lleva su nombre y que ganó el Premio Gardel a Mejor Álbum de Rock Alternativo. Aunque justo pisándole los talones venía una catástrofe de proporciones globales. La pandemia cambió la vida y los planes de todo el mundo, pero en el área de los artistas, afectó especialmente a quienes simplemente no están cómodos con crear dentro de habitaciones cerradas y en soledad, y necesitan, como ella, del afuera y de los otros para hacer cualquier cosa que necesite hacerse.

“Además, nadie me avisó que la segunda obra era una pesadilla”, se ríe Lucy Patané, ahora más tranquila y optimista, acerca de este nuevo disco que le dio más de un dolor de cabeza, pero que finalmente ya está entre nosotros. Se trata de un trabajo veloz y al knock-out que recupera sus raíces de adolescente punk, en el que abandonó los pianos que habían caracterizado su sonido más reciente, desarmó su banda de ocho integrantes y armó un inusual quinteto con tres guitarras eléctricas con el que ya está lista para salir a tocar –como es su estilo– en solemnes teatros del centro de la ciudad o en sótanos brutales del conurbano bonaerense con la misma vehemencia. “Van pasando los años y quizás ya queremos que el cable del sótano funcione bien”, calcula Lucy. “Pero realmente el espíritu del proyecto sigue por ahí. Hay una cosa de recuperar el espíritu más hardcore punk, de salir a mostrar lo que hiciste con muchas ganas, intentando un nivel copado pero también, como decimos nosotros, en modo guerrilla, yendo a cualquier lugar y que lo podamos disfrutar. Me gusta mucho tocar en el conurbano, recuperar la idea de ir a tocar a todos lados es algo que tengo muy acumulado de los años pandémicos”.

Lucy Patané (Foto: Nora Lezano)

IDAS Y VUELTAS

De no haberse dedicado a la música, Lucy Patané no sabe exactamente qué hubiese sido de su vida. Le hubiese gustado ser algo así como guardaparques, pero también dice que realmente no tuvo mucha opción. Hija menor de una familia de músicos, a los cinco años se sentó en la batería que había en la sala de ensayo de su casa en Bernal, en el conurbano bonaerense, y simplemente empezó a tocar. Ahora, a sus 39, pareciera que nunca se hubiese levantado de esa sala rodeada de instrumentos: los toca casi todos y en sus discos los graba todos también. A los nueve años, Lucy Patané ya estaba tocando en vivo. Su hermana Ana, dos años mayor que ella y gran referencia en su vida temprana –ella es, de hecho, guardaparques y no hace mucho lanzó un celebrado disco homenaje a Hermética que Lucy le ayudó a producir– tenía una banda con amigos. O amiguitos, para ser más exactos. Ana fue la que introdujo el rock pesado y al hueso a esa familia donde todo se escuchaba y se fagocitaba, pero que era mucho más cercana al rock volado, progresivo e instrumental. Y así fue como, en un estacionamiento, sentada sobre una caja de Coca-Cola porque era demasiado pequeña para sostener un bajo, una jovencísima Lucy debutó en una banda de niños prodigio llamada Sangre Azul.

Con ese proyecto estuvo unos años, por supuesto fue una rareza que gozó de una breve popularidad; llegaron a tocar en el programa de Juan Alberto Badia y en Top Kids, el programa que festejaba los videojuegos justo en el pico de su fiebre en los ’90. Y entonces, para cuando cumplió quince, la muy precoz Lucy ya había tenido su crisis creativa, su éxodo y su respectivo retorno a la música como si fuese una vieja lumbrera del rock. A eso de los doce se había aburrido de estar en una banda como si fuese un trabajo de oficina, y había empezado a sacar fotos de los conciertos del bajofondo del under a los que asistía con su hermana –que seguía tocando en bandas y eventualmente fue la batería de Sugar Tampaxxx–, y preguntándose si ella no tendría que ser, en vez de música, fotógrafa o quizás cineasta, o algo así.

Pero la música se abrió paso de vuelta con la misma naturalidad con la que se fue. “Hubo un momento a mis veinte años en que estaba tocando en una banda hardcore, ya había empezado con Paula Maffia un proyecto más garage, estaba en otro de neo swing hawaiano y en uno de covers de Mötley Crüe”, explica Lucy, como si tal cosa. Además, por esos años, Yulie Ruth, por entonces bajista de Pappo, que había llegado a ensayar a la sala de Bernal, la había visto tocar guitarra y fascinado con ella la había convocado a su proyecto de música country. “Fue un momento clave, ahí siento que se formó un motorcito, una especie de gen que me dio las herramientas. Creo que la escuela mayor fue tocar con gente y tocar en vivo, el vértigo de tocar en vivo y de aprenderte temas ahí, salir improvisar, buscar los sonidos, ese momento empiezo a verlo ahora como una semilla de todo lo que sucedió después”.

Lucy en su debut en vivo, a los 9 años

LA SEMILLA PLANTADA

Efectivamente, Lucy Patané plantó una semilla y se convirtió en una persona de rangos muy amplios. Es multi instrumentista y en el camino aprendió todos los oficios que la música podía darle. Podría haber sido una música de conservatorio pero a ella le gustaba el rock, y en ese limbo construyó un camino que la ha llevado a aventuras tan desafiantes como hacer bandas sonoras para cine, y tan extrañas como ser parte de la banda en vivo de Cristian Castro. A irse de gira como guitarra de Natalia Oreiro o tocar con sus amigas en cualquier antro bestial. En lo personal, fue y es parte de proyectos colectivos como Panda Tweak, con los amigos de Bernal, La Cosa Mostra, Las Taradas y Lesbiandrama junto a su colega Paula Maffia, El Tronador junto a Marina Fages, o la banda de Diego Frenkel. Gran productora de pequeños proyectos under a cargo de su propio estudio, pero también directora de proyectos monstruo, como el que lideró en la Ballena del Centro Cultural Kirchner, donde estuvo a cargo de 60 músicas de diferentes estilos y generaciones en un festejo por el Día Internacional de la Mujer. Lo que le faltaba, lo que no se decidía a hacer, lo que le tomó más tiempo, era animarse a eso que a algunos sencillamente hacen de manera natural: lo propio.

Incluso cuando aún no se presentara como solista, cualquier persona que escuchara algo de música en vivo en Buenos Aires podría haber distinguido fácilmente el rostro de Lucy. Por la cantidad demencial de proyectos en los que se la podía ver tocando, claro, pero también por un desplante en el escenario que no dejaba a nadie incólume, aunque el frente de la banda lo ocupara otra persona. La anécdota de cómo se conocieron e hicieron íntimas con su colega Paula Maffia, sin duda una presencia fundacional en su vida, que ellas han contado varias veces, ya hablaba de ese desplante juvenil. Maffia la vio en uno de esos antros donde ambas, muy jóvenes, tocaban con sus respectivas bandas. A Paula, la banda de Lucy francamente no le gustó, pero Lucy era algo especial. Esa chica con la guitarra a media asta, el cuerpo desgarbado, la tocada bestial, una Joan Jett del conurbano bonaerense, la impactó demasiado. Tuvo que ir a hablarle. Las dos hacen música desde entonces y han formado una de las duplas creativas más activas e inquietas de la actualidad.

Ahora, la escena de Lucy Patané, casi 20 años después, y ya al frente de lo suyo, le hace honor a ese momento primigenio: su rostro muy desafiante –que contrasta con su franca amabilidad al hablar en persona–, su actitud corporal bien imponente, como un dique a punto de quebrarse sobre un valle que parece en paz –que contrasta con su forma innegablemente prodigiosa y controlada de tocar cualquier instrumento–, su guitarra de 12 cuerdas, su saco –rosa o verde cata–, su desplante de crooner, alguna letra del tipo: “¿Y qué tal si me das tu clavícula para usarla de escarbadientes?”.

PROVOCAR CON EL SONIDO

Por el largo recorrido de su carrera, Lucy Patané es también una persona de números generosos. Ahora está festejando sus 30 años en vivo con este nuevo disco. Pero, además, hace unos años, cuando cumplió 25 de carrera, inventó el FestiLucy, un día de conciertos que celebraban su música y su estilo de hacer, donde reunió a un puñado de las bandas –y por lo tanto, muchísimos artistas– de su vida en el Teatro Mandril, lugar ícono del under porteño. Ese 2019 fue fundacional para ella; el año en que se atrevió por primera vez a mostrar su música solista, el año de las presentaciones y los festejos en composé, el año que plantó la semilla de los premios y reconocimientos. Pero justo en el pico de esa vorágine, la pandemia que detuvo la vida de todos, a ella la golpeó también en lo creativo. “No solo detuvo el proyecto, el tocar en vivo, sino que a mi me interrumpió, quise dejar de tocar, me costó un poco volver, no me sentí muy a gusto. Por eso ahora siento que es una revancha y más con un disco nuevo que me fue tan difícil hacer y aceptar”, dice Lucy, que se sacó de adentro este disco relativamente rápido en comparación con el primero. Aunque hubo singles y proyectos de por medio –de hecho, obtuvo otra nominación a los Premios Gardel por una sesión en vivo en Niceto– desde que recuperó el ánimo, se decidió a escribir un disco nuevo entero, de tomo y lomo, y lo dio por terminado, pasó exactamente un año.

“Me di cuenta, encarando este segundo disco, que el primero de alguna forma lo venía haciendo de toda la vida. Que en el primero había puesto todo lo que aprendí y recolecté tocando con otras personas. Este segundo fue arrancar, no desde cero, pero si sintiéndome muy vacía y con mucho miedo a la comparación con el primer disco. Todo ese barullo y neurosis fue bastante parte de este disco. Los temas fueron abordados de un lugar más urgente”, cuenta Patané, que igualmente, después de escupidas ya las nuevas canciones, no se privó de cierto perfeccionismo nerd que la caracteriza y que tanto colisiona con su actitud punk; la colisión donde se forma exactamente su sonido personal.

Es más, antes de este nuevo disco, en 2021, lanzó un EP de dos caras en vinilo con las canciones “Nevada” y “La del avión”, que regrabó en cuatro estudios diferentes buscando y buscando un sonido que no llegaba a encontrar. “Para este disco hubo un proceso muy largo posterior también, se re grabó mucho, me puse puntillosa en el audio a comparación del anterior. Tener un estudio propio es medio un vicio, había tomas que estaban bien pero yo quería buscarle una cosa que no encontraba y que no quería hacer en post, la quería tocar. Lo que busco es ponerle play y que provoque algo el audio, puede ser molestia, placer, ganas de romper, pero desde el audio”, explica.

LA CANCIÓN DE LOS DÍAS

Para este disco entonces, se armó una banda en composé: en la batería están de forma intermitente Carola Zelaschi, colaboradora de largo aliento, también en el primer disco, y Roki Fernández, la batería de Amor Elefante, una maquinita que nunca ha pasado desapercibida en la escena. Al bajo, Santiago Mazzanti, de Los Rusos Hijos de Puta, para intensificar la actitud punk, y las dos guitarras, aparte de la suya propia, Tomi Campione y Juanito El Cantor, que produjeron el disco con ella.

Las letras, cuenta, tuvieron cierta complejidad: “Cuando empecé a ir al estudio a grabar dije: bueno de qué voy a hablar. No había un corazón roto, ya había pasado la pandemia. Dije: no tengo nada que decir, no tengo ni dolor, no tengo nada, sentía una cosa muy vacía desde la poética”, cuenta Lucy, que terminó usando como materia prima asuntos de la cotidianeidad que en la vorágine de la vida usualmente nadie observa. Es una cotidianidad que en la repetición se va enrareciendo, como oscureciendo, hasta perder su sentido original.

Algunas letras parecen una ocurrencia del momento, una canción que uno se inventa en la ducha a propósito de un problema doméstico o alguna cosa que se le canta a una mascota cuando uno vive solo. Dos de ellas salieron, de hecho, de historias subidas a Instagram sobre asuntos mundanos que le sucedieron en el día. “Trámites burocráticos ¡no podrán conmigo!”, por ejemplo, una tonadita que inventó, bueno, mientras hacía trámites, y que se convirtió en uno de los temas más pegadizos del disco. Mismo destino de “En domingo”, una cortísima declamación de un minuto de duración en tono blusero: “Es la hora del corchazo me dijeron por ahí Lucita, un domingo sin perillas es muy triste para ti”.

“Esa forma de componer más cotidiana, o sea de tirar una melodía y decir una cosa que esté pasando en el momento es una forma bastante importante para mi. Creo que a veces ahí está lo que tenes para decir, si me siento a hacer una letra se pone una cosa medio solemne con la que yo no me identifico”, cuenta. El disco cierra con una canción en guitarra acústica que grabó con su hermana cuando las dos eran niñas en aquel estudio de Bernal –está acreditada toda la familia– y acaso es el gen de esta forma de composición en tiempo presente: “¡Estoy aburrida, papá! ¡Comprame caramelos y llevame a la plaza, papá!”. Quizás no parece, pero hay algo en esa inmediatez y simpleza que se graba muy dentro del cerebro, realmente uno podría tararearla el resto del día. También ahí, en ese cierre tierno, que contrasta con el puñetazo de “Glitter negro”, la primera canción del disco, parece colarse un homenaje a los vínculos familiares en los que se basa su historia musical.“Mi papá sacó un disco el año pasado, lo ayudé a producirlo y me pasó que me fui a un café, le puse play y sentí que esa música la tengo medio tatuada en las neuronas, música que él viene tocando desde que nacimos. Son medio raras, canciones instrumentales, yo las conozco mucho y de repente entendí mi forma de hacer música escuchando su disco. Dije: claro yo hago esto por eso. Me identifiqué muy fuerte con su forma de componer”.

LOS PROYECTOS COLECTIVOS

La única colaboración del disco, Lucy la hizo con una tribu por fuera de la que se podría considerar como propia. Una generación más joven, vinculada al sonido urbano pero con sensibilidad en el rock y la música experimental: Marttein, Proyecto Gomez Casa y Punga. La canción la compusieron en base a una escena de su infancia que ella quería cristalizar, aunque no fuese de manera literal. La anécdota es tan cotidiana como etérea, acaso el ethos de sus canciones: una pequeña Lucy vio a su nona negociando una propiedad con un grupo de hombres y le impactó su actitud.

“La vi negociar, peleó el precio y fue como ver una serie, su actitud corporal, sus gestos, los tipos del otro lado se iban achicando y ella agrandando. Esto visto desde mis ojos de niña, claro, pero me pareció muy poderoso, me quedó para siempre la imagen de esa experiencia”, cuenta Lucy. Entonces, para honrar a la nona, tiró el título “Vinieron a buscar la paga” y la pandilla hizo el resto a la velocidad de la luz, uno de los puntos altos del disco. “La experiencia me gustó un montón porque me pareció que eran no solo desprejuiciados sino que menos íntimos y menos celosos con la música. Y quizás yo vengo un poco de eso: mi canción, mi lírica, lo que yo quise decir, una cosa más del cantautor, más privada desde la composición. Siento que la experiencia con ellos fue mucho más de hacer, muy de tirar ideas, esta cosa más del freestyle que le dio una cosa menos solemne, menos celosa, y mucho más violenta que al tema le vino increíble”.

Después de presentar el disco, el mes que viene, a Lucy Patané le espera una gira solitaria por Europa. Pero, además viene música nueva en su faceta primal: los proyectos colectivos. Con Carola Zelaschi estuvo grabando unas improvisaciones, igual que con Nico Sorin y Proyecto Gomez Casa, material que verá la luz este año. Con La Cosa Mostra acaba de terminar un nuevo EP y con Lesbiandrama espera sacar uno nuevo el próximo. Además, para hacerle contrapie a este disco bien eléctrico y brutal, ya está pensando en el siguiente solista: espera que sea más enfocado en explorar las guitarras acústicas. “Sigo necesitando el espacio de solista, la anarquía, tocar y grabar todo sin necesitar un acuerdo con otras personas, me costó un montón entender que necesitaba este espacio y que tenía que probarme como solista, pero también reafirmo que no quiero que sea el único espacio, me gusta llevar un proyecto adelante como una banda, necesito funcionar en otras matrices para entregarle música al mundo”.

Portada del segundo disco solista de Lucy Patané

Lucy Patané presentará Hija de ruta el sábado 7 de septiembre en Niceto Club, Niceto Vega 5510. A las 20.