Ocioso, aburrido, Hudson se pegó un tiro. Pero fue de puro chambón nomás: mientras limpiaba una pistola gatilló sin querer y la bala le atravesó la pierna. Tuvo que comparecer en el rancho adonde había ido a parar en medio de la nada, unos cuantos kilómetros río arriba, cerca de Carmen de Patagones, mientras esperaba que su compañero de aventuras, un inglesito perdido en el sur, fuera por ayuda. Aquel viaje tenía algo de turístico -usa esa palabra. Su objetivo era observar los pájaros patagónicos y matar el tiempo cazando. Pero por la herida, que tardó en sanar, hubo de resignar la continuación del derrotero hacia la cordillera y quedó varado unos meses en la región, donde tuvo algunas epifanías que acentuaron su panteísmo sorprendido. Sus visiones de la naturaleza desplegada en toda su magnificencia encarnan en narraciones diáfanas como el paisaje que las inspira. Con mirada ingenua Hudson entra en éxtasis cuando un anochecer ve “el río convertirse en sangre” del mismo modo que se extraña que solo los incas adoraran el arco iris, lo que lo lleva a formular bizarras teorías sobre el sentido de la vista y la memoria del hombre primitivo. Mientras observa y caza avutardas, copetonas y algún zorro o guanaco, recoge relatos que circulan en los fogones. Entre las historias que oyó y consigna en Días de ocio en la Patagonia está el de la batalla de Cerro de la Caballada, sucedida medio siglo antes exactamente enfrente del rancho donde paraba, que le dio la victoria a unos cuantos criollos en inferioridad de condiciones frente a la poderosa escuadra imperial brasilera.

Como la memoria oral se encarga de seleccionar y pulir los recuerdos, Hudson refiere en un par de párrafos la compleja operación militar resaltando un hecho curioso, anecdótico: el eficaz engaño que los criollos hicieron al disfrazar a mujeres y niños de soldados con gorros frigios, armados con palos de escoba que parecían fusiles. Lo cual, desde las almenas que protegían el pueblo hicieron creer a la tropa invasora que enfrentaba a un ejército numeroso bien parapetado y pertrechado.

Durante la disputa naval en ambas orillas del río de La Plata, el puerto del Carmen, en la desembocadura del río Negro, se había transformado en la única vía de acceso marítimo disponible en la que las naves con patente de corso, es decir, habilitadas a interceptar a los portugueses en nombre de las Provincias Unidas, se refugiaban para abastecerse y realizar reparaciones. Eso hizo que el pequeño rancherío surero de medio millar de almas se poblara de personajes extraordinarios a los que le tocaría en suerte transformarse en héroes inauditos.

El 27 de febrero de 1827, una semana después de la batalla de Ituzaingó en la que el Brasil fuera derrotado, dos goletas, un bergantín y una corbeta al mando del capitán de fragata James Shepherd marcharon hacia el río Negro para apoderarse del puerto del Carmen. El comandante Martín Lacarra, veterano de las guerras que dieron origen a la nación (se había batido en las invasiones inglesas, en el sitio de Montevideo y en la victoria sobre Francisco Ramírez en Entre Ríos), organizó la resistencia pese a ser desoídos sus pedidos de tropas y pertrechos al gobernador Martín Rodríguez.

Habiendo avistado un bergantín sospechoso en la boca del río que enarbolaba una bandera argentina, los defensores de la barra de acceso al mando de Felipe Pereyra, que disponían de una precaria batería de cuatro cañones, abrieron fuego. Pero el navío y la corbeta Itaparica, que lo escoltaba, respondieron con toda su artillería y anularon la resistencia, no sin recibir las descargas de fusilería de un batallón de africanos libertos a los que tuvieron que retirar a palazos porque no se rendían -tal era su odio al imperio esclavista. El coronel Pereyra era un veterano que había tomado parte de las campañas del Regimiento de Patricios desde su bautismo de fuego en la segunda invasión inglesa y marchado con los ejércitos sanmartinianos a Chile y Perú, interviniendo en Chacabuco y Maipú y en la toma del Callao. A su regreso, destinado a Patagones, tuvo a su cargo la infantería, que contaba con un centenar de africanos que al año siguiente se integrarían a las tropas de Estomba para fundar Bahía Blanca.

Al avance de la primera nave siguió el intento frustrado de traspasar la barra del río -un montículo de arena que dificulta la navegación- por parte de la Itaparica y la goleta Duquesa de Goyaz, que quedaron varadas el 3 de marzo, pereciendo ahogados 38 tripulantes. Debido a la inutilidad de sus barcos, el comandante brasilero decidió un ataque terrestre. Error. No contaba con el fervor de aquellos para los que la Patria era apenas una reciente abstracción, pero que sin embargo se estaba forjando en aquella batalla. El día 6 de marzo los brasileros desembarcaron y en vano solicitaron bajo amenaza carne y agua a un grupo de criollos, quienes por precaución arriaron las caballadas para impedirles abastecerse.

Entretanto, los barcos argentinos comenzaron a salir de los fondeaderos aprestándose al combate bajo el mando del Capitán Santiago Bynon. Se trataba de un intrépido galés que desde los 17 años había navegado los mares de la China cuando se enganchó para pelear con Lord Cochrane por la libertad de Chile. Concluidas las operaciones su nave fue comprada por el gobierno argentino para combatir a la armada imperial, a la que le capturó varios buques. Pero, averiada la goleta Chacabuco que comandaba se refugió en Patagones, donde lo sorprendió la invasión. Ante la noticia del desembarco Bynon acoderó las naves frente al cerro que protegía el fuerte del Carmen y esperó.

De pura casualidad el subteniente Olivera, un veterano del ejército de Belgrano al frente de una partida que había salido a carnear animales, vio las pisadas de medio millar de hombres y dio el alerta en el fuerte. Los brasileros habían marchado toda la noche a campo traviesa entre montes de espinillos, sin agua, bajo un calor agobiante y habiendo comido charque. Al llegar con los primeros rayos de sol ven en el fuerte lo que creían era un ejército bien pertrechado. Arremeten, pero no bien repechan el cerro reciben el fuego graneado de los buques argentinos. El comandante Shepherd ordena la retirada pero es flanqueado por los gauchos de Olivera y del baqueano Medina, que los rodean con fuego. Una bala atraviesa el cuello de Shepherd y se produce la desbandada de la tropa acéfala, sedienta y acobardada. Según un historiador, “era tan desesperante la sed que lamían el sudor de sus caballos”.

En el verano de 1871 Guillermo Enrique Hudson escuchó la versión no comprobada de que un puñado de gauchos arrearon un millar de caballos desbocados con los que atropellaron a los brasileros. Esa leyenda explica el nombre Cerro de la Caballada con que a partir de entonces se conoce el acceso a la ciudad desde el río. “Quinientos soldados disciplinados del Imperio claudicaban ante setenta pobres patagones, en su mayoría granjeros, comerciantes y artesanos. El honor del Imperio era poca cosa para esos desgraciados que pedían agua para sus bocas resecas. Dejaron las armas esparcidas y descendieron hacia el río, que estaba a unas cuatro millas, conducidos por sus vencedores”. Algunos de los vencidos fueron llevados en la grupa de los caballos criollos porque no podían tenerse en pie. 

Junto a Olivera, otro héroe inaudito fue el Capitán José Luis Molina, según José Juan Biedma, “el alma de la resistencia”. Había sido capataz de la estancia Miraflores donde Francisco Ramos Mejía intentara una especie de utopía religiosa, protestante, con los indios que Molina capitaneaba. Al desgraciarse aquel con el gobernador Martín Rodríguez, que asesinó a ochenta peones indígenas y lo encarceló, Molina se puso al frente de un ejército de ranqueles y asoló Dolores y Pergamino. Pero acabó derrotado y se unió ejército al mando del coronel prusiano Rauch, que lo destinó al Carmen con sus “tragas” -apócope de “tragaleguas”, nombre dado a sus gauchos bravos. “Era un grupo de 22 hombres mal armados, mal entrazados, peor amunicionados; y sin embargo, aquel pequeño obstáculo impedía que quinientos brasileros en perfecto orden de batalla se posesionaran de la plaza que ya tocaban. El baqueano Molina preparábase con su partida medio oculta a desbaratar con una astucia bien conocida el plan de los invasores”, escribe Biedma. “Era un paisano de alta talla, de siniestro aspecto y fisonomía sombría, con gran barba negra, un poco de la crin de león en su melena y una mirada terrible pero encapotada. Era el tipo de gaucho de nuestra pampa, aprisionado bajo el uniforme militar”.

Por otra parte, sin perder tiempo, la flotilla de Bynon atacó a las naves lusitanas. El capitán del Escudeiro descargó una poderosa artillería sobre las tres naves argentinas, pero no se arredraron y la rindieron. Sin embargo su comandante, el corsario francés Luis Pouthier, atravesó con la espada al marino que quería arriar la bandera y sus propios hombres tuvieron que amarrarlo para obligarlo a la rendición. En ese momento 66 hombres, de la escuadra imperial, en su mayoría ingleses y norteamericanos, al ser sometidos el Itaparica -cuyo comandante vio como sus marineros desobedecían la orden de dar batalla- y la goleta Constancia, se pasaron a las fuerzas criollas. Esta capitulación ocasionó que en el Carmen el grito de ¡Viva la Patria! acabara por ceder definitivamente a las tropas.

El primer cronista de estos eventos fue Ambrosio Mitre, un soldado oriental que, destinado a Mendoza, había fundado el fuerte de San Rafael. Producida la Revolución de Mayo se integró a la logia Lautaro y como era bueno para los números acabó como contador de la Fábrica de Armas y del Teatro Público de Buenos Aires. En el año 1822 había sido nombrado Tesorero en Patagones, hacia donde marchó con su esposa y su hijo, un bebé de un año, de nombre Bartolomé.

En la Catedral de Patagones aún se custodia una bandera capturada al Imperio que la población maragata se niega, orgullosa, a devolver al Brasil.