De repente el pasado vino hacia el presente. No lo podía detener. Las peores imágenes de la vida desfilaban a borbotones por la mente de una persona de 56 años recordándole, como si hiciera falta, de donde viene.

Es gay.

Eran las imágenes intactas de la humillación. En esos momentos se recordó parecido a la persona que se tapa los oídos en la pintura “El grito” de Edvard Munch. Pero lo que más lo aturdió fue la impunidad con la que el desprecio fue hecho en público, porque el público, en su momento, no reaccionaba. Se quedaba a distancia mirando las escenas, sin intervenir (como en Munch). Minutos más tarde, sin embargo, pensó distinto: recordó que si la gente no se acercaba tenía un día de suerte porque, si lo hacía, era para sumarse al ritual de purificación social de la manada.

Te escucho y pienso que sos la voz de quienes los perseguían, dijo el periodista, palabras más, palabras menos. Aun así, ya no había mucho por hacer: las palabras furiosas del entrevistado habían girado la cerradura del portón de los recuerdos que no siempre se quieren recordar y ahora andaban rodando por ahí como veredictos venenosos que no tienen fecha de vencimiento.

Recordar cuando se quiera, recordar cuando se pueda: ni siquiera ese derecho le respetó.

Una entrevista particular

El 03 de mayo pasado, Ernesto Tenembaum hizo una entrevista radial a Nicolás Márquez (en adelante, el escritor), un abogado argentino de ultraderecha, enemigo declarado de todo lo que se relacione con los avances en materia de género y sexualidad, defensor de la última dictadura militar y objetor pleno de las políticas de memoria, verdad y justicia.

Sobre las primeras materias, se ha expresado en uno sus libros, llamado El libro negro de la nueva izquierda. Ideología de género o subversión cultural (escrito junto a Agustín Laje, 2016) que ha tenido buena repercusión. Su último libro es una biografía del presidente Javier Milei, con quien mantiene una relación personal (Milei. La revolución que no vieron venir, 2024), escrito en autoría con Marcelo Duclos.

Los conceptos expresados por el escritor son, sencillamente, inadmisibles a casi 41 años de democracia y reavivaron varios debates, entre ellos, los referidos a la libertad de expresión y a qué se debería entender por valor periodístico. Sin dudas, sería importante que los mismos sigan porque, realmente, ocurrieron cosas extrañas.

Tenembaum, entre la presentación y la entrevista misma, utilizó 01:16 h de su programa; días después, la periodista María Julia Oliván le hizo una entrevista sobre la entrevista, como para seguir profundizando en su pensamiento, que duró cerca de 40 minutos. 

Hubo puntuaciones en busca de refutación por parte de los entrevistadores, hay que reconocerlo, y algunas fueron buenas. Pero mientras que los gays (y sus padres y sus hijos y sus amigos) tenían los oídos taladrados por las ofensas, llegaba la valoración conjunta de los periodistas y del agresor (a quien agradecían su presencia) de que en esa situación comunicativa se estaban intercambiando puntos de vista sobre un problema, y que eso era para “celebrar”.

Así, el buen periodismo llevaría a la abnegación recíproca, porque entrevistadores y entrevistado se reconocían sinceramente en las antípodas ideológicas (por ejemplo, uno piensa del otro que es un “facho” y éste de aquel que es un “zurdo emputecido”) pero la magia del estudio, el vértigo del micrófono cerca de la boca y el deseo de ambos lados de hacer una buena entrevista hicieron que todo marche.

Raro: intercambiar puntos de vista sobre los gays con los gays como convidados de piedra, es decir, en ausencia de un gay (al menos declarado) en el estudio. Rarísimo: agradecer y “celebrar” la presencia de un agresor de la convivencia democrática en nombre de los debates que pueden darse en ese marco. Amenazante: ante algunas objeciones, el escritor manifestando que él se expresa con el lenguaje de las redes, “que se la banca” y que, en realidad, los ofendidos se ofenden porque pertenecen a la “generación de cristal” y que él no se va a autocensurar para complacer a la “tiranía” que ellos impulsan. El periodismo sin respuesta.

Como si hubieran sellado un pacto entre caballeros, según iban relatando en el aire los entretelones para que la entrevista se realizara, el escritor sabía que debería escuchar cuestionamientos a sus posturas y los periodistas sabían de qué manera iba a responder. Todos habían sido sinceros, nadie había caído en ninguna “emboscada”.

Pero hubo una excepción: sí cayeron en la emboscada los gays (y sus padres y sus hijos y sus amigos) que ese día escucharon desde una emisión progresista los insultos regresivos más atroces. ¿Será que la libertad de hacer buen periodismo progresista termina cuando empiezan los derechos de su audiencia a no ser agredida o, en otras palabras, cuando una emisora desconoce sus pactos de audición?

Combatiendo las ideas de la "progredumbre" 

Para el escritor, la homosexualidad es, antes que nada, una práctica privada. Una vez que la ampara con esa descripción cosmética, la desampara, dejándola a la intemperie por medio de un escarmiento lingüístico bien estudiado: es una conducta “insana”, “desordenada” y “autodestructiva” propia de “invertidos” propensos a la drogadicción, el suicidio, el alcoholismo, la depresión y las enfermedades de transmisión sexual. Una conducta que cuenta con el incentivo financiero del Estado.

Además, los invertidos son seres que no se dejan “ayudar” porque la ideología progresista (o sus personeros: la “progredumbre”) les nubla la razón dándoles la posibilidad de autopercibirse como aquello que no son: creen que pueden tener relaciones sexuales cuando su equipamiento físico no es apto a tal fin. Tampoco se dejarían ayudar porque la progredumbre les hace ver en sus potenciales benefactores (como lo sería el mismo escritor) personas “homofóbicas”, cuando en realidad la homofobia no existe, sino que es un indicador más de la “penetración lingüística” (vaya metáfora) de la ideología de género.

Pero está todo bien (el escritor retorna al amparo más falso que moneda de un peso): él no tiene ninguna objeción respecto a que los gays tengan “bares, boliches y se vayan de vacaciones”.

Cuando hacemos análisis sociológico del discurso solemos referirnos a las operaciones de descargo de responsabilidad o desmentidos (los "disclaimers" que aparecen en los manuales de metodología). Son operaciones micro-discursivas que procuran tapar el infierno con un dedo: tratan de atemperar el exceso de la declaración posterior con una aclaración anterior, siendo la posterior lo que realmente se quiere decir y lo que cabalmente representa al que habla. En la expresión compuesta "Yo no tengo nada en contra de los homosexuales, que hagan lo que quieran en privado, pero es un comportamiento autodestructivo”, es evidente que lo único que se quiere significar es lo que sigue al "pero".

Propongo analizar algunas intervenciones del agresor bajo esta clave.

El escritor afirma que la homosexualidad no es una elección y no sólo ella: la sexualidad siempre ha sido así. Quien elige, escoge y cabría suponer que lo hace por algo bueno. Quien no elige, no escoge y, por lo tanto, se estaría ante una circunstancia moralmente neutra. ¿Por qué, entonces, semejante ataque? Probablemente, porque el escritor adhiera a la distinción (sostenida por el catolicismo) entre “tendencia” y “conducta” homosexual. La primera es objetiva e inimputable, la segunda es una elección que, como tal, se puede evitar. Cuando habla de “ayudar” a los homosexuales piensa, más que probablemente, en estrategias para que esa tendencia no se convierta en una conducta, algo que puede suceder mediante la abstinencia o alguna terapia de reconversión.

Si, como dice, no debería importar aquello que los homosexuales hagan en "privado" en tanto y en cuanto no afecten a un tercero: ¿por qué se permite, en un medio de comunicación, hacer tantas afirmaciones "públicas" de disvalor, buscando herir a millones de terceros? Aquí la respuesta acaso necesite una doble negación.

El escritor no cree que la homosexualidad sea una práctica privada, al contrario, considera que es objeto de ortopedia estatal. En realidad, cualquier práctica social que no se alinee con los ideales del integrismo católico es desterrada de lo privado y puesta a disposición del Estado. En la entrevista, tras una asociación de la homosexualidad con el tabaquismo, llegó a sugerir que el Estado debe dejar de incentivar ese “mal hábito” como lo hace con las imágenes que advierten contra el cáncer en los atados de cigarrillos (ley nacional 26.687, de control del tabaco).

Pero, sobre todo, el escritor no cree que la homosexualidad sea una práctica privada porque se convirtió en una práctica pública: la ve, la escucha por todas partes, hasta podría tocarla. Hoy por hoy, aunque relativamente, es visible en las calles, en las conversaciones cotidianas y, lo que más lo atormenta, en los medios de comunicación que, según su diagnóstico, han creado una temible hegemonía cultural, cuyo combate es la primera de todas las batallas.

Otra de las ideas (estoy cansado, es la última que repaso) es que el Estado financia y, de esta forma, incentiva la homosexualidad. El problema es que antes el escritor había sostenido que ninguna sexualidad es una elección sino una determinación. Entonces: ¿por qué el financiamiento estatal favorecería una de ellas? ¿En qué quedamos: es un hecho o una elección? Si fuera lo primero, no existiría financiamiento estatal que pudiera torcer la naturaleza de la sexualidad de cada individuo, es decir, la idea del financiamiento estaría demás. Otra vez huele un disclaimer (básico): dice que la homosexualidad no se elige, pero lo que realmente quiere decir es que no debe destinarse ni un centavo del Estado en políticas de género y sexualidad.

En varios momentos de las entrevistas, Tenembaum y Oliván (visiblemente perturbados por la retahíla de ofensas) intentaron llevar al escritor a un plano reflexivo y de autocrítica. Trataron de hacerle pensar en los sentimientos de la gente que lo estaba escuchando. Y el escritor permanecía imperturbable, no se le movía un pelo, lo único que variaban eran las entonaciones de su voz, que sonaba con una mezcla (todavía más) insoportable de pedagogía y altanería. Él estaba en las entrevistas con datos científicos sobre la homosexualidad, “chequeables” por cualquiera y, por lo tanto, no sujetos a opinión.

Él no es un “benefactor”, dijo, solo se mueve con información. Recuerdo que me estremecí. Es decir, no está en el mundo para aliviarle la humillación a los homosexuales si los datos que manipula le muestran lo que él quiere ver, todo lo contrario: está en el mundo para humillar. Realmente: hay que escuchar el tono de la voz luego de las preguntas de los periodistas, los contenidos que redoblan las afirmaciones previas, el entusiasmo estadístico con el que, piensa, volverá a hundir en la ignominia a todo un pueblo que luchó para sacar la cabeza a flote de ese mar.

Escuchar los énfasis demuestran que el escritor habla desde un plano (mental) de infalsabilidad indiferente a la experiencia (real). Eso es hablar desde el mundo del desprecio, esa es un habla cobarde que representa un espíritu temeroso de salir del mundo de sus fantasías para corroborarlas en el mundo de la realidad. Pero no: para el escritor es mejor permanecer gritando estadísticas dentro de la burbuja homofóbica. Para el escritor, la realidad de la homosexualidad es su infierno tan temido.

No es cierto que se haya hecho una idea de la homosexualidad tras leer estadísticas. Fue, por el contrario, su propia idea de la homosexualidad lo que lo llevó a identificarse con ciertas estadísticas. Cognitivamente, el escritor es un calco del antisemita retratado por Jean-Paul Sartre: “Lejos de engendrar la experiencia la noción del judío, es ésta, por el contrario, la que ilumina la experiencia; si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría.”

Este artículo fue publicado por primera vez en: Sección Perspectiva. Cuadernos De Coyuntura, 9(contínuo), 1–10. Recuperado a partir de https://revistas.unc.edu.ar/index.php/CuadernosConyuntura/article/view/45956