Durante los meses de encierro, había visto decenas de tutoriales. Mabel estaba decidida a crear las piezas que concebía en su cabeza, inspiradas en imágenes de Pinterest. Recortes de chapa, trozos de varillas de hierro y llaves huérfanas de cerraduras se acumulaban en un cajón.

Había comprado una soldadora usada, electrodos y lentes. Aprendió a diferenciar la hojalata, la chapa galvanizada, el latón y el bronce. Probó primero con trozos pequeños y planos. Algunas quemaduras en manos y brazos se sucedían cuando olvidaba cubrirlos con los guantes que le quedaban algo grandes. Mabel sabía del riesgo de trabajar a 800°. Cuando se casó, sin haber cocinado antes, había recibido salpicaduras de aceite hirviendo y roces con la puerta del horno.

Para fines del 2020, ya había alcanzado cierta destreza y logrado su primera pieza artística: un tutor con forma de pez. El ojo era una gran arandela y la aleta dorsal, un abanico de alambre. Clavado en el cantero central, se lucía entre gazanias multicolores y margaritas africanas.

Lentamente el pueblo fue recuperando su rutina de motociclistas sin cascos, infantes en guardapolvos y trabajadores alienados. Apenas vio el aviso en la web, Mabel se inscribió en un curso municipal de soldadura. Comunicó a sus hijos que los lunes y jueves no cuidaría nietos.

Pronto a iniciar el curso, Mabel fue a la Municipalidad. Un joven dejó el celular: ¿Qué se le ofrece señora? Buen día, vengo por el curso de soldadura. El muchacho le preguntó a la señora que estaba bañando un saquito de té en una taza con la imagen de Messi: ¿Por los cursos de trabajo, con quién tiene que hablar? García se ocupa. OK. Pase a aquella oficina. Gracias joven.

Mabel traspasó la puerta que alguna vez estuvo pintada de verde. El primer escritorio acumulaba carpetas, vasos con bolígrafos, fotos de bebé sonriente y restos de goma de borrar. Tuvo el impulso de soplar sobre la superficie. Se contuvo. ¿Señor García? Detrás del monitor, el hombre dejó de aporrear el teclado con dos dedos y levantó la vista. ¿Sí? Vengo por el taller de soldadura. Empieza el lunes y quiero saber si estoy. ¿Se inscribió? Sí, hace veinte días. Pero es un curso para trabajadores. ¿Qué quiere decir? En el aviso el único requisito era ser vecino mayor de dieciocho años. Sí, pero, es un programa para formación de trabajadores. Justamente, quiero aprender a soldar para trabajar por mi cuenta. El hombre miró al empleado del escritorio a su lado y sonrieron cómplices.¿Me dice por favor qué debo traer el lunes? Señora, los otros ocho inscriptos son hombres, tal vez no se va a sentir cómoda. No se preocupe, supongo que todos vamos para aprender. García sacó una hoja del cajón del escritorio y se la entregó. Este es el listado de cosas que debe llevar. Ahí está el horario y el lugar. Mabel tomó el papel, saludó y se fue. En sus 38 años como arquitecta se había enfrentado muchas veces a albañiles, ingenieros, gerentes de empresas, inversores. Hombres.

El lunes comió algo ligero, se puso ropa cómoda y siguió las indicaciones del GPS. En una manzana cubierta de máquinas excavadoras, tractores y palas mecánicas, se alzaban tres galpones. Buscó el número 2. Al entrar, el aire caliente la abofeteó. Techo y paredes de chapa expuestos al sol de noviembre, en un predio desprovisto de árboles, era otro resultado de construcciones hechas sin tener en cuenta el lugar ni criterios de racionalidad energética. Mabel lo veía todo el tiempo, en todas partes, pero la costumbre no sosegaba el disgusto.

Caminó hasta el fondo, donde había un grupo de hombres rodeando al instructor, enfundado en un overol azul, que hablaba sobre el curso. Buenas tardes… leí que empezaba a las tres y son menos cuart… El instructor la interrumpió: Sí, pero quedamos en empezar media hora antes, cuando salimos todos de la muni, para irnos más temprano. Sigo: el que tiene una soldadora, la trae y trabaja con ella, así van aprendiendo las mañas del equipo; sino, pueden usar una del taller. Primero van a trabajar con material que yo les voy a dar; vamos a ver las distintas técnicas de soldadura… bueno, lo que les estaba diciendo antes. Así que pónganse los delantales que están colgados allá y ubíquense en las mesas.

Durante la cena, Mabel comentó la clase con su marido, profesor de arte. Él enseñaba pintura a adolescentes inquietos. Durante la pandemia, mientras Mabel soldaba chapas, él disecaba flores y exprimía hortalizas para elaborar pastillas de acuarela de pigmentos naturales.

Los siguientes encuentros transcurrieron con la misma rutina: charla inicial explicativa, consignas de trabajo, prácticas en el banco, supervisión del profesor. En la mitad de la clase, tomaban un descanso corto. Mate individual y agua fresca. Algunos bizcochitos. Cuando le pidieron que llevara una torta, Mabel dijo que no cocinaba. Nadie llevó ninguna.

Mabel no soldaba sin guantes, aunque muchos de sus compañeros lo hacían sin protección. También debían usar el casco con lentes para UV.

Los hombres se conocen, trabajan juntos. Las charlas van subiendo de volumen y, las bromas, de tono. Aunque Mabel se mantiene distante y hace que no escucha, Mabel sabe. Las rubias son como la linterna: Iluminan, pero no calientan. ¿Qué diferencia hay entre una hechicera y una bruja? Cuatro años de casada. Las carcajadas llenan el galpón.

En el almuerzo del domingo, la nuera de Mabel le pregunta sobre el curso. Bien, aunque mis compañeritos son un poco densos. Machirulos, ¿no? Sí, no se bancan que una mujer pueda lo que hacen ellos. ¿Te hacen bullying? Denuncialos. ¿Ante quién? El profe es uno más de ellos, todo el sistema municipal es así. Yo voy, aprendo, termino y después, con suerte, no los veré más. Pero así se saldrán con la suya, argumenta su hijo. Tal cual, afirma el marido. Me lo banco; esto es como hablar de lo que tenés que hacer si te asaltan, pero cuando te amenazan con un arma, te olvidás de la teoría y reaccionas sobre la marcha. Pero basta, disfrutemos del asado.

Cuando deben trabajar en parejas, el instructor lo hace con Mabel. En la última clase, faltando uno de los participantes, Juan, el conductor del camión regador, es asignado a trabajar con Mabel. Se le acerca a disgusto mientras los compañeros lo cargan: ¡Vamos Juan! Uno debe sostener una larga planchuela de hierro mientras el otro suelda sobre ella unos pinchos ahuyenta palomas, alternándose luego, hasta completar tres pinchos cada uno. Con la ayuda de una morsa, se requiere fuerza para sostener y precisión para soldar: un trabajo en equipo.

Diciembre arde: el termómetro marca 42°. Los ventiladores no ayudan. La traspiración gotea en el piso de cemento. Los vidrios del casco se empañan. Los pensamientos también.

Mabel sostiene la planchuela. Juan está soldando su último pincho. Su vista se nubla y no puede centrar el pincho, que se une al canto de la barra. ¡Mirá lo que me hiciste hacer porque no tenés firme! Apaga el soldador, se quita el casco, lo tira al piso y comienza a insultarla. El instructor se acerca y el resto deja el trabajo. La furia se apodera del chofer, que agarra la planchuela con intención de golpear a Mabel. En su arrebato, olvida que está caliente, y las dos manos quedan pegadas mientras un olor dulzón a carne quemada invade las fosas nasales. Los gritos reemplazan los insultos. El instructor toma a Juan de la cintura y lo separa de la barra. Mabel se saca los guantes y el casco, corre a la heladera, busca las botellas con agua, agarra un balde, grita que llamen al 911. El profesor reclama ayuda para contener a Juan. Mabel le pide que le sostenga las manos en la boca del balde y vacía las botellas sobre las manos lastimadas. Los hombres obligan a Juan a hundirlas en el agua fresca. Arrodillado en el piso, se las ve en carne viva. Llora, grita, insulta. De dolor, de miedo, de bronca, de impotencia. La ambulancia se lo lleva veinte minutos después. Nadie habla. Todos miran acusatoriamente a Mabel.

El profesor hace la denuncia para la ART. El hecho se registra como accidente de trabajo.

Mabel sabe que no tendrá su diploma.

 

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