“I Samborombon, en liten by förutan gata

Den ligger inte långt från Rio de la Plata,

Nästan I kanten av den blåa Atlanten
Och med Pampas bakom sig många hundra gröna mil,
Dit kom jag ridande en afton I april
För jag ville dansa tango.”

Por las dudas alguien no leyera sueco (cosa poco probable, pero que pudiera suceder) voy a poner la traducción aquí:

“A Samborombón, un pequeño pueblo sin calles

que está cerca del Río de la Plata

casi al borde del Atlántico azul

y con las Pampas detrás de muchos cientos de millas verdes

llegué a caballo una tarde de abril

porque quería bailar tango.”

Pero ¿por qué querríamos meternos con Ever Taube, autor de esta canción? Finalmente es un hombre ícono de la canción sueca, que nació en marzo del año 1890 y murió en enero de 1976, cuyas músicas son aún conocidas y tarareadas desde los abuelos hasta los nietos. Sus temas sirvieron y sirven desde canciones de cuna, hasta para animar la parte más efusiva de las más diversas fiestas. Y cómo si todo esto no alcanzara, su cara ilustra el billete de 50 Coronas suecas.

Pues bien, resulta que don Ever era argentino.

En su juventud, andaba el hombre por Latinoamérica mandolina en ristre, hasta que llegó a Argentina. Allí se enamoró de una tal Carmencita, que le revolvió la sangre pero se negó a santificarle los insomnios. Él fue “arrastrándole el ala” y festejándola, porque había entendido el valor de la palabra “festejante”. Tanto era su amor, que se nacionalizó argentino y vivió más de cinco años por estos pagos escuchando y aprendiendo música del Rio de la Plata, mientras además aprendió a bailar tango para que este fuera su gran tributo de amor con bombos y platillos y luces de colores y fuegos de artificio que reflejarían en el agua a orillas del Samborombón, todo elegante tomado de la cintura de Carmencita.

En esta parte del mundo y enamorado como estaba, nunca se le cruzó por la cabeza ni por el corazón extrañar su natal Gotemburgo, ni sus paseos por las calles nocturnas de Estocolmo. En Argentina había mucha música, se bailaba tango y descubrió en una breve estancia en Navarro, que con la mandolina se podían componer vidalitas. Y finalmente la Carmencita de su corazón estaba aquí. No se le podía pedir nada más a la vida. O quizá sí: un buen caballo para llegar con las prendas de su amor hasta donde ella vivía para invitarla a bailar ese tango.

Aparentemente llegó a Argentina después de pasar por Chile, donde una tal “chilenita, Rosita” le inspiró una canción fascinada de pulsiones donde, cuando ella aparece, los delfines se sumergían entre los corales de Valparaíso, en pleno Océano Pacifico (?) los tiburones huían, los cóndores quedaban mas grises y las serpientes cascabeleaban en Tarapacá. Todo al mismo tiempo y en el mismo lugar ante la subyugante presencia de “¡ay, Rosita, ¡chilenita!”. O sea que el hombre ya venía con el corazón roto, o por lo menos fisurado. Y lo dejó claro con la canción “Vals i Valparaíso” que le escribió a su ya perdida para siempre Rosita entre tantas olas y corales y animales acuáticos y aéreos de todo tipo.

El asunto es que parece que lo mejor que le dejó cada amor fue una copiosa producción poética y musical. Tanto que hay esculturas de Ever Taube por más de media Suecia, pero sin duda la más famosa es “Fritiof och Carmencita” que les dio a los suecos la idea que años después cantara Raffaella Carrá: para enamorarse bien hay que venir al sur. Además de enterarse de que en la Argentina hay un lugar llamado Samborombón.

Los que saben de música sueca, dicen que sus temas más famosos son los que escribió aquí, entre las pampas de la provincia de Buenos Aires, el Rio de la Plata y su amor de fantasía real sonriente y fascinado.

Finalmente volvería a Suecia llevando en su vocación de juglar -con mandolina y todo- a cantar allá lo que sucede en este lado del mundo, siempre mostrando su pasaporte argentino para poner constancia de que uno es de donde dejó el corazón, de donde escribió sus más felices y desesperadas líneas de pasión arrasadora.

Se sabe y consta, que guardó ese pasaporte cuando se casó con la escultora sueca Astri Bergman con quien tuvo cuatro hijos, ya sin cóndores grises ni delfines ni corales ni serpientes de Tarapacá. Pero siempre dijo que era argentino además de sueco. Cosas de la vida.

El final de la historia con su Carmencita bien podría ser el libro de un culebrón clásico: finalmente Ever Axel Taube (si, se llamaba Axel) consiguió un buen caballo con el que una tarde de primavera atravesó campos y sembradíos y llegó a donde ella estaba. La invitó a bailar un tango y ella aceptó la invitación. Entre cortes y quebradas, mirándola a los ojos, él le propuso matrimonio y sobre el chan chan final, ella le dijo que no. El se desenganchó la mandolina de la espalda y rodilla en tierra le cantó mil romanzas de amor, con el corazón en las manos, y ella que no. Entonces él se quedó sentado sobre un madero húmedo mirando el río, esperando el amanecer sin fuegos de artificio ni bombos ni platillos ni cintura de Carmencita.

Al día siguiente y antes de ensillar para la vuelta de pena, mientras raspaba los estribos, un conocido le dijo que la tal Carmencita estaba comprometida en matrimonio hacía tiempo, con un estanciero de allá, de Samborombón.