Las tramas de las novelas de Ross Macdonald, clásicos absolutos del policial negro estadounidense, solían reiterar una misma estructura. En una familia se sucedía un asesinato y quedaba impune. Algunos años o una generación después, ocurría en la misma familia otro asesinato de similares características. Para resolver el enigma de la segunda muerte era necesario buscar las pistas o las claves en el asesinato primigenio nunca esclarecido. Para Ross Mcdonald, las familias eran reflejo de la sociedad y con los argumentos de sus ficciones quería dar cuenta de que los pueblos que no recuerdan su Historia están condenados a repetirla.

El pasado 12 de agosto, el presidente Milei hizo un posteo en las redes sociales donde establecía una relación entre las vidas de las prisiones y lo que él llama “la sociedad ideal progre”. La analogía suponía cuestionar derechos humanos establecidos y garantizados en diversos artículos de la Constitución Nacional -texto base de legitimidad de todo poder presidencial democrático- tales como el acceso a la vivienda, la salud y la educación. También enumeraba una serie de condiciones que, según su particular punto de vista, eran condiciones estructurales tanto de los presidios como del progresismo: “no hay que trabajar”, “todos reciben el mismo trato”, “todos son económicamente iguales”, “solo aquellos pertenecientes a las fuerzas tienen armas”. A ellas les agregó otra característica común a las cárceles y a la ideología progre: “mucho sexo gay”.

Con sus declaraciones y posteos Milei devendría carne de diván para los freudianos en un intento de dilucidar qué pulsiones, corrientes libidinales o deseos reprimidos se esconden tras esa recurrente obsesión.

El presidente y gran parte de su equipo están sospechosamente preocupados por el sexo gay. Para dar los ejemplos más aberrantes, en entrevista con Luis Novaresio, la canciller Diana Mondino comparó al matrimonio igualitario con “elegir no bañarse y estar lleno de piojos”. En otra ocasión Milei había comparado la cópula sexual entre varones con el acoplamiento entre elefantes.

Por un lado, se sabe que, en materia de sexo, frecuentemente, los límites entre repulsión y fascinación suelen ser difusos. O que, dicho en otras palabras, lo que aparentemente repele también causa curiosidad y atrae. Seguramente, con sus declaraciones y posteos Milei devendría carne de diván para Freud y los freudianos en un intento de dilucidar qué pulsiones, corrientes libidinales o deseos reprimidos se esconden tras esa recurrente obsesión.

Pero, por otro lado, no es la primera vez en la Historia -a nivel global o local- que el lenguaje político pone la mira a las disidencias sexuales y al comunismo (que para Milei son la materialización viva de todo progresismo). Más bien, los ejemplos históricos confirman todo lo contrario. El homosexual-comunista como el tipo ideal negativo que encarna la causa de todos los males de un país es de larga data: se popularizó en el mundo del siglo XX tras la victoria de los bolcheviques en la Revolución Rusa. 

Según la postura de teóricos políticos de la ultraderecha, gays y comunistas eran apátridas y ateos y en tanto tal se constituían en sociedades secretas, una especie de “nación dentro de la nación” y operaban en las sombras para minar respectivamente la economía y la moral de las sociedades capitalistas.

A este respecto, uno de los ejemplos más paradigmáticos y trágicos del siglo XX fue el partido nacionalsocialista. En efecto, la ideología nazi alimentó la idea del “peligro rojo” y particularmente los discursos de Hitler aparecían impregnados de anticomunismo y de diatribas contra los bolcheviques como causa de la decadencia alemana. 

El hecho de contar con homosexuales en sus filas -entre ellos, Ernst Rohm, jefe de la SA declarado enemigo dentro del partido y eliminado hacia el verano de 1934- tal como demostró el documental “Héroes y gays nazis”(2005) de la activista Rosa von Praunheim o de que según las memorias de Christopher Isherwood, “Christopher y su gente” (1976), muchos gays de la década del treinta estaban fascinados con lo guapos que quedaban los nazis con sus uniformes no impidió que los homosexuales fueran enviados por centenares de miles -nunca se precisó la cifra exacta- a ser torturados y condenados a una muerte segura en campos de concentración con un uniforme identificado con un triángulo rosa invertido. 

Según Hitler y sus adeptos la República de Weimar había llevado a Alemania a la ruina no solamente por sus tendencias económicas comunistas, sino también por su tolerancia a los actos sexuales entre varones (la promiscuidad y la orgía gay) y al activismo que casi termina por anular el parágrafo 175 del código penal alemán que condenaba a la homosexualidad.

En la Argentina de 1973, se hizo tristemente conocida la consigna del coronel torturador Jorge Manuel Osinde (y uno de los principales responsables de la matanza de Ezeiza) de terminar con “este gobierno de putos, faloperos y marxistas” en alusión a la presidencia de Héctor J. Cámpora. 

 Basados en los datos del informe “La homosexualidad en la Argentina” (1984) de Carlos Jáuregui, a los 30000 desaparecidos víctimas del terrorismo de Estado debieran sumarse 400 homosexuales. En el valiente y necesario “El Nunca Más de las locas” (Marea Editora, 2024), Matías Máximo se pregunta por qué palabras como “travesti”, “puto”, “gay”, “lesbiana” “tortillera” no aparecen en el emblemático informe de la CONADEP.

Situadas en la siniestra tradición anteriormente mencionada, el presidente no parece cobrar conciencia -o sí- del clima de odio que este tipo de declaraciones públicas genera en la sociedad o de las implicancias de las mismas. Sin hacer relaciones causales simplistas, las mismas ya se plasmaron en tres víctimas fatales conocidas: las lesbianas Pamela Cobas, Mercedes Figueroa y Andrea Amarante. 

Tampoco se conoce cuáles son las intenciones últimas de estos posteos, ni si tendrán correlato en políticas estatales concretas. El único saldo positivo que estos posteos debieran tener dentro de las identidades LGTBIQ+ es el llamamiento a un análisis de conciencia a las personas de la comunidad que votaron y siguen apoyando al gobierno. 

Y que, a mediano o corto plazo el largo desencuentro histórico argentino que se dio entre la izquierda y las disidencias sexuales (“no somos putos no somos faloperos/ somos de FAR y Montoneros”) devenga y construya la utopía contraria: una resistencia interseccional que aúne las luchas de clase y las luchas de género e impulsen un verdadero peligro rojo-rosa (o quizás multicolor como la bandera LGTBIQ).  

Entre tantas consignas, a la intimidante "mucho sexo gay", habría que contraponerle la concupiscente frase "mucho chongo como nunca" tal como predicó Moria, reina absoluta de todas las maricas, las lesbianas, las trans y las travestis. Esas parecen ser las alternativas posibles. La amenaza que se cierne o el otro posible destino parecen ser que, como en las novelas de Ross Mcdonald, los crímenes vuelvan a repetirse.