Usted me dirá, repetido lector, si a usted también le pasa, que la negrura de una noche de insomnio o la tibieza de la ducha le provoquen un lento y dislocado derivar del pensamiento que lo lleve, por ejemplo, a comparar el inestable sentido inherente a las palabras con la estructura inmóvil, quieta y final de una bella escultura.

Desde una masa informe de piedra o arcilla, el escultor, golpecito a golpecito con su cincel, o presionando la blandura del barro con sus dedos morosos, modela las curvas bellas y sensuales de los cuerpos y las figuras que imagina, según le dicta la finura de su estética. Ya en las épocas del paleolítico, hace como treinta mil años, un artista anónimo trabajó la piedra caliza para darle forma a una gordita desnuda, tetona y panzoncita -quizá un amuleto- que se expone en algún museo de Austria, con el nombre de Venus de Willendorf. Dos siglos antes del nacimiento de Cristo, surgió del mármol la Victoria de Samotracia, que se identifica por una graciosa torsión que el escultor imprimió a su cuerpo y hoy sigue desplegando sus alas en el Museo del Louvre, un poco cascada por los siglos, descabezada y sin brazos. Mientras tanto, la Mesoamérica precolombina esculpía la Piedra del Sol, escultura antigua de un asombroso y detallado barroquismo, que plasma la cosmogonía mexicana en un monolito de basalto y que sufrió sucesivamente la inclemente intemperie y el posterior enterramiento, a manos de los secuaces sañudamente católicos de Hernán Cortés, cuando buscaron desaparecer la cultura de todo un continente, en tiempos de la conquista y la colonización. Allá por el mil quinientos y tantos de nuestra era, Michelangelo Buonarroti dibujó, en la piel blanca del mármol, la figura imponente, barbuda y renacentista del Moisés que baja del monte Sinaí, con las tablas de la ley, rabioso de encontrar a su gente bailando un rock libertario alrededor del becerro de oro. La delicada sutileza que Giuseppe Sanmartino le imprimió a su Cristo Velado, se conserva en la capilla San Severo de Nápoles, desde el siglo XVIII y, ya llegado el siglo XX, la Fuente de las Nereidas, en la que la tucumana Lola Mora celebró el nacimiento de Venus, fue desplazada del centro de la ciudad a la Costanera Sur para que tanta ninfa desnuda no hiriera la sensible pacatería de los burgueses porteños y bienpensantes. Pero el asunto es que ahí están, y todas guardan hasta hoy su primorosa perfección en esquinas y museos, con vocación de eternidad.

Hace quién sabe cuántos miles de años el hombre antiguo –me disculparán los feminismos la generalización de mi estilística un tanto añeja, que todavía no he podido actualizar- el ser humano pretérito digo, comenzó, de la misma manera que el individuo escultor del que hablo, a modular, en su garganta, la masa informe del sonido, a golpecitos de aire, vibración de cuerdas, entrechocar de dientes, de labios y de músculo lingual, motivado por la necesidad de nombrar los objetos de su entorno -de manera de poder diferenciarlos- de poner en conocimiento de su prójimo sus asombros y sus miedos, avisar de un peligro, dar órdenes, consultar dudas, transmitir soluciones, recordar hechos del pasado, contar y filosofar. Bueno, quisquilloso lector, tampoco pretenda que le presente una lista irreductible de todas las ideas y las pavadas que transitaron las pláticas del planeta a lo largo de la historia del habla.

Pero la palabra, aun surgida de una boca individual, lleva la cualidad inherente de pasar a ser pública y su estructura, a partir de su nacimiento, será esculpida por la comunidad que la haya adoptado como vehículo de comunicación. Aunque los diccionarios la coopten para amarrar una explicación de su contenido, las mujeres y los hombres que la usamos, la vamos formando, transformando o deformando a golpes del cincel comunitario, ideológico, político, cultural, poético, hegemónico mediático, y ahí anda oronda, la inocente palabra, preñada de arte y de vida cotidiana, o a los trompicones, violada y embarazada por los grupos de poder.

Según el Corominas –el Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana que dormita en toda biblioteca de gente de Letras, a la espera de alguna cautelosa consulta- la palabra “palabra” apareció en nuestra lengua romance más o menos por el siglo XII, derivada del latín parábola -y ésta del griego, etc.-, que significa comparación, el mismo origen de las narraciones simbólicas con las que Jesús enteraba a sus seguidores de las novedades de su pensamiento. Así que, mire usted, palabrar era comparar.

Lo voy a defraudar, estupefacto lector, con la vulgaridad de pensar la trayectoria nomás de los vocablos más vapuleados, más sobados por las nuevas ideologías de los bacanes que nos acamalan en el preciso momento que vivimos, las más meditadas por el asombro que provoca la reversión de su sustancia pristina, por la violencia irreverente con que son expelidas desde la post-razón. Qué significaría la libertad para Espartaco, el gladiador tracio, cuando decidió escapar a su condición y formar un ejército de más de cien mil esclavos que enfrentó a la misma Roma. Qué significó el término anarquía para Buenaventura Durruti cuando creó, en París, la Editorial Anarquista Internacional con el dinero robado al banco de Gijón y la voluntad de indagar y transmitir palabras nuevas que explicaran ese mundo nuevo que vislumbraba, que entendía la anarquía como una nueva organización humana en que cada persona era un fundamento de sí mismo a la vez que cimiento y puntal de una sociedad solidaria. Qué significaba para Severino Di Giovanni la misma palabra, cuando gritó ¡Viva la anarquía! un segundo antes de caer doblado como un papel, sobre la silla a la que estaba atado, ante el pelotón de fusilamiento. Ese término casta, excreción orgásmica de una refundación política, se zarandea como un bergantín acosado por los vientos alisios, sin que resulte claro a nuestro entendimiento si tal terminología, robada al Indostán, se refiere a los sacerdotes brahamanes, a los guerreros de la guerra sucia, a los comerciantes y especuladores financieros, a los parias intocables, a los jubilados con la mínima o a los que miran aturulados la cuenta de la luz justo la tarde en que acaban de quedarse sin trabajo. Y resulta que ya no es terrorista el que explota una escuela llena de niños refugiados o vuela una mezquita a la hora de los rezos, ni el que niega la medicina al enfermo y le quita la comida al hambriento sino el que ocupa el medio de la calle para exigir que su sueldo le alcance, al menos, para tomarse un colectivo.

Con los brazos rotos como la Victoria de Samotracia, descoloridas en su armonía -tal como los conquistadores destiñeron la Piedra del Sol-, con la exhuberancia de su contenido o su belleza radiada a las márgenes de la comprensión, las viejas palabras esculpidas en su trayectoria histórica como expresión del pensamiento humano, hoy nos son arrojadas como un escupitajo soez, como una afrenta que ataca y degrada la esencia misma que les dio sustancia.

 

Pero, digo yo … ¿en qué te han convertido, palabra?