La noticia de Unicef impacta dolorosamente: Un millón y medio de chicos y chicas se saltea alguna comida porque sus familias no se la puede proveer. La mayoría de ellos, un millón, se están yendo a dormir sin comer. Las historias que hay detrás trascienden el impacto pasajero, atraviesan situaciones que llegaron para quedarse y que hoy las familias en los barrios afrontan con diferentes estrategias. La falta de trabajo, la dificultad cada vez mayor para conseguir aunque sea una changa, el endeudamiento de las familias, como un círculo del que no se puede salir. Y el rol de los comedores y las organizaciones sociales o la red colectiva que los sustentan como clave para garantizar al menos una comida, que de otro modo no sería posible. Aún cuando aquí tampoco se recibe asistencia alguna del Estado nacional. "Solo una mamá sabe lo que duele no poder darle de comer a su hijo", dice Jacqueline, del barrio La Esperanza, en Mariano Acosta, Merlo. "Me da bronca porque yo trabajaba y podía darles, hoy en casa no se cena todos los días", lamenta Claudia, de Rafael Castillo. "Lindo no es, pero lamentablemente están acostumbrados ellos, pobrecitos", concluye Liliana de Fiorito. "Hoy a los chicos se les puede ver el hambre", observa la "Tía Carmen", que lleva adelante el comedor cercano. 

Las circunstancias que tocan

Jacqueline tiene 28 años, cuatro hijos de 10, 8, 7 y 6 años. Vive en el barrio La Esperanza, de Mariano Acosta, Merlo, que hace unos años surgió como un asentamiento y que hoy está urbanizado. Hasta enero ella cuidaba a una persona mayor, que la sigue necesitando pero ya no pudo sostener ese "lujo". También los reemplazos como auxiliar de enfermería se le fueron cortando: la gente ya no franquea, ya no hay extras, no hay changas. Su ex pareja trabajó hasta marzo en un galpón, hoy sale a cirujear a Capital. A sus hijos los sostiene la AUH: 320 mil pesos que, cuenta, "los cobro y desaparecen porque pago lo que debo del almacén y de los préstamos, más la luz y alguna cosita, y ya se fueron". El alto endeudamiento para la supervivencia hoy es una de las constantes en los barrios populares. 

Desde hace poco Jacqueline cobra 60.000 pesos del programa "Barrios Bonaerenses"; colabora en el centro comunitario del Padre Paco, adonde sus hijos, como los del resto del barrio, "desayunan y hacen actividades, y así ya se levantan con algo en la panza". De lunes a viernes, los almuerzos de los chicos están garantizados en la escuela; se suman las ollas populares del centro del Padre Paco, o de comedores que levantan en casas del barrio. El resto de las comidas no está garantizado: a veces hay; muchas otras, no. 

"Como mamá sabés que vas a sacar de donde no hay. Pero a veces no hay, y no hay. Solo una mamá sabe lo que duele no poder darle de comer a su hijo", lamenta Jacqueline. Habla de "circunstancias muy feas, circunstancias que nos tocan". "Suele pasar que a veces tomamos un tecito y nos acostamos. Esto no pasaba cuando había trabajo, el platito de comida estaba, pero hoy es así. Los chicos es como que ya saben, son grandecitos, ven la circunstancia, y no dicen 'ma, tengo hambre', para no hacerme sentir mal, pero uno que es grande sabe", reflexiona.

Habla también de determinación: "Hoy veo a mucha gente que sale a rebuscársela a capital, a manguear lo que sea, para poder traer lo que es el pan. Nosotros lo hemos hecho cuando no teníamos nada de nada. Agarrábamos a los nenes y nos íbamos a Capital. Y algo te dan, las panaderías, alguien algo te da. Y tenés tu pan. No lo había hecho antes. Y no me da vergüeza". 

En las escuela de los chicos recibe dos cajas mensuales de mercadería del programa provincial "Módulo Extraordinario para la Seguridad Alimentaria" (MESA). "La espero todos los meses, pero lamentablemente cada vez viene menos. Todos buscan la ayuda, y todo se pone más difícil para todos", observa.  

Con trabajo había cena

Lo primero que dice Claudia Reinaga es que está "muy enojada con este gobierno porque después de 20 años de obra, haciendo redes, cloacas, trabajando duro, viene un presidente a decirnos que no tenemos más laburo". Formaba parte de una cooperativa que trabajaba con Aysa en los programas "Aguas + Trabajo" y "Cloaca + Trabajo", un modelo de gestión para llevar los servicios de agua potable y cloacas a las zonas más vulnerables. Junto a ella, 300 compañeros se quedaron sin trabajo en enero. Fue un antes y un después. 

"Con trabajo había cena", resume. No se acostumbra: "Da mucha bronca", vuelve a decir. Vive en el barrio 24 de Febrero de Rafael Castillo, tiene 51 años, 10 hijos, la mayoría casados. Tres viven con ella, de 10, 13 y 18 años, más un nieto de 3 y otro de meses. "Vivo de las copas de leche, de los comedores, enfrente tengo el de "La Vieja Marta", hoy mi realidad es esa. Pero ellos no están recibiendo mercadería, hacen lo que pueden. La verdad que es triste. Y los chicos no tienen la culpa", destaca. 

La cena, confirma, es el momento más difícil. "Ellos mal que mal van al colegio a la mañana y comen en el comedor, pero a la noche se me complica si no tengo nada para hacerles y no hay comedor. Toman una taza de té o de mate cocido, si consigo un paquete de harina hago unas tortas fritas". describe. "Te da bronca porque no podés cambiar la situación, no hay trabajo. Encima me tocó toda la malaria, me operaron hace poquito, no pude buscar trabajo. Vivo empeñada: saco fiado, saco préstamos en el barrio, que después tengo que devolver con interés, lógicamente. Lo poco que entra es siempre para pagar deudas", lamenta. 

"La situación en el barrio es crítica, estamos al borde", advierte. Y llega a una triste conclusión: "Un año atrás yo estaba laburando y era yo la que les daba una mano con mercadería, con algo de verdura, con leche, a los comedores. Por ahí me pedían y decía: sí, pasá por casa, llevá. Hoy soy yo la que está yendo a pedir. No quiero pensar los que estaban peor que yo". 

Acostumbrados y organizados

Liliana es sostén de hogar, tiene 49 años, dos hijos y varios sobrinos, una hermana con la que también comparte casa y un "vivir al día" que las mantiene "llevándola" sin carencias extremas, pero teniendo que ir, desde la pandemia en adelante, a "completar las comidas" en el cercano merendero de la Tía Carmen. Ella vive en Villa Fiorito y el comedor está en Caraza, son barrios distintos pero las separan solo tres cuadras. Una discapacidad leve le impide caminar demasiado, de modo que limita al "por pedido" su principal ingreso, las ventas de pre pizzas y cosas dulces. "Acá los chicos saben lo que es irse a dormir no comiendo, sino engañanado el estómago. Lindo no es, pero lamentablemente están acostumbrados ellos, pobrecitos", confirma.

Hay un estado de cosas que, describe, llegó para quedarse a partir de la pandemia: "desayunamos- almorzamos y meriendacenamos, las cuatro comidas ya no estaban", repasa. Pero este último paso a veces, varias veces, últimamente es reemplazado por un té con leche. "Te las vas rebuscando, pero no siempre podés. Yo soy muy organizada, es la única forma. Podría conseguir más barato, pero no puedo caminar mucho, entonces acá en el barrio las cosas son más caras. Y si te tomás un colectivo, con lo que aumentó, no siempre te rinde", describe. 

"Una vez a la semana tratamos de comer algo de carne. Es la idea: A veces se puede, a veces no. Y ya sabés que si te querés dar un gusto, por mínimo que sea, esa semana cenás té con leche, toda la semana. Ahora mi nene mayor consiguió trabajo en un depósito. Eso ayuda un motón. Pero si pasa algo, cualquier contratiempo, ya sabés que la cena esa noche y capaz las que siguen va a ser té, porque resto no hay", cuenta. 

Su hijo de 16 va a la Escuela Técnica de Almafuerte, al igual que uno de sus sobrinos. "Están todo el día en la escuela, y algo tienen que llevar para comer. Antes les daban de almorzar, un sanguchito, y eso ayudaba un montón, ahora ya no dan y eso se cambió por la caja de mercadería que te dan por mes, la MESA. No ayuda tanto porque con eso no completás, es poquito, trae cada vez menos. Pero bueno, en la escuela nos dicen que a ellos tampoco les bajan las partidas, se puso difícil en todos lados", lamenta. 

Aunque antes de la pandemia se negaba a ir a los comedores, "un poco por vergüenza, un poco por pensar que hay otra gente que está peor y lo necesita más que uno", la ayuda del merendero resultó ser vital en esta organización hogareña tan dependiente de las contingencias. 

"A los chicos se les puede ver el hambre"

Carmen Miña, o "Tía Carmen", como la bautizaron los chicos que llamaron así a su merendero, puede dar un duro diagnóstico comparativo: "Hoy a los chicos se les puede ver el hambre. Vienen cada vez más desesperados. Se guardan el pancito en los bolsillos. Y acá no se les niega a nadie", aprecia. 

En su propia casa comenzó levantando este espacio que ahora está en Caraza y que atiende a 52 familias fijas, con un promedio de 4 chicos cada una. Toman la merienda todos los días y los sábados se llevan el almuerzo para toda la familia. "Estamos haciendo dos ollitas, es lo que podemos. Nos estamos quedando cortos. Hoy están viniendo chicos hasta de Talleres (un barrio más alejado), se caminan todo eso. Se reparte lo que hay. A nadie se le niega", repite.     

Subsisten con donaciones, "se las rebuscan" llevando ropa usada al trueque: se cortó totalmente la entrega de alimentos desde Nación; en diciembre fue la última. "Dicen que no existimos. Y eso que acá hasta ha venido gente de la municipalidad (de Lanús) a sacarse fotos con los chicos. Del municipio tampoco nos han dado nada", cuenta. Dice que ahora los están ayudando mucho desde La Cámpora, pide nombrar especialmente al "Tano Caputo", "porque él nos consigue un cajón de pollo, o leche, y así con eso zafamos para cocinar". 

Tras 13 años de atender el merendero, sabe distinguir a los que "van llegando a la pobreza", y dice que acá cada vez son más: "Gente que antes no necesitaba y ahora se suma con vergüenza. Gente que tenía un buen laburo o que tiene, pero igual no le alcanza. Ejemplo: la esposa del Servicio Penitenciario, el marido chofer de larga distancia que se quedó sin trabajo, y hoy vienen con su tuper a buscar su comida". "A los chicos les digo que no tienen que tener vergüenza, que esto es una ayuda para que los papás les puedan dar la otra comida con lo que se ahorran acá. Y es que para eso estamos: para dar una ayuda, para dar una mano".