Pareciera que ustedes, los niños, tienen la vida fácil. Viven protegidos (al menos en las familias amorosas), tienen una mamá, un osito de peluche, la merienda después de la escuela, regalos de cumpleaños, el árbol de Navidad, amigos, amigas, libros con historias maravillosas, juguetes de todos los colores. Cuando alguien los mira, les dicen: “¡Qué preciosura!”. Sobre todo, disfrutan de esos momentos tan deliciosos que pasan jugando: momentos en los que realmente se sienten libres (así, en todo caso, es como recuerdo haber disfrutado de los juegos, yo que tuve, además, la suerte de tener un cuarto para mí solo). ¡Qué felicidad esa ausencia de obligaciones, esa libertad para el ejercicio de nuestra imaginación! Es una de las cosas más preciosas del mundo. ¿Pero acaso eso significa que tienen una vida tranquila? En absoluto. Es más fácil decir que los niños tienen la vida fácil. Los adultos tienen la molesta costumbre de simplificar la complejidad de la vida de los niños. Sé muy bien que en realidad la vida de ustedes no es tan fácil como se cree. Además de esos momentos en los que se sienten libres para jugar, pasan también mucho tiempo sintiéndose obligados a obedecer.

Es ahí, entonces, en la cuestión de la obediencia, que la vida a menudo se complica. ¿Por qué se vuelve tan complicada? Porque la orden que se les da, con que los intiman (decimos “intimar a alguien”), viene del exterior y pone en cuestión toda su intimidad. Su mundo interior se desordena, por ejemplo, cuando los intiman con una orden del tipo: ¡”Ordena tu cuarto!”. Situación aún más fastidiosa en cuanto que esa orden resulta tan comprensible y necesaria como absurda y arbitraria. Si se les dice: ¡No nades en esa parte del río!”, no saben con certeza si se trata de un consejo que viene de alguien con experiencia y que quiere evitar que se ahoguen, o si se trata de una orden que viene de alguien que desea gratuitamente ejercer sobre ustedes su poder de control o coacción.

Ustedes, los niños, están en devenir. Tienen el tiempo por delante. Es cierto, no tienen una experiencia como los adultos. No saben de antemano que si comen demasiadas cerezas probablemente tendrán una indigestión, de ahí que se los intime a dejar de comerlas. Como hombre de cierta edad que soy, me gustaría decirles esta tarde que los adultos también nos enfrentamos a un problema tan desalentador o más que el de ustedes: los adultos a menudo nos creemos personas casi completas, cuando no ya hechas. Como si nuestro porvenir estuviera finalizado ¿Acaso porque sabemos más que los niños? Quizás, pero eso es ridículo porque hay muchas cosas que todavía no conocemos, de las que no hemos tenido la experiencia. Lo peor es que, hasta cierto punto, un adulto se contenta con lo que sabe, y no quiere saber más: eso se llama autosatisfacción, y no hay nada más detestable.

Esa arrogancia acarrea una supuesta ventaja, que es un sentimiento de superioridad, de suficiencia, de ausencia de modestia. Es así como hay adultos con un temperamento sistemáticamente autoritario (que algunos niños querrán imitar, por “el respeto” que despiertan). Pero una postura semejante esconde un padecimiento más general, una profunda falta, una verdadera desgracia: en realidad los adultos están obligados a obedecer mucho más que los niños. Se los priva con frecuencia de la libertad de jugar. Pero son adultos, es decir, ciudadanos libres ¿no? Pues no, lamentablemente. Son como ustedes: a veces comprenden la orden con que se los intima, y otras, no. Ustedes, los niños, y nosotros, los adultos, tenemos en común un mismo problema: estamos desorientados frente a la cuestión de saber por qué o, mejor dicho, para qué se nos pide obedecer. Ustedes, los niños, y nosotros, los adultos, deberíamos entonces reflexionar juntos acerca de las maneras de jamás obedecer ciegamente, así como de jamás desobedecer porque sí. Deberíamos tratar de analizar lo que se nos impone para aceptarlo o rechazarlo –obedecer o desobedecer- en función de lo que eso supone (por qué) tanto como de lo que implica (para qué). Este intento de comprensión y de discernimiento se denomina actividad crítica. Es la base misma de la actitud filosófica.

Fragmento de ¿Por qué obedecer? del filósofo e historiador del arte Georges Didi-Huberman, que acaba de publicar Adriana Hidalgo editora/ A. Hache. El origen del texto y otros de una colección, son unas charlas, “pequeñas conferencias” que iban dirigidas tanto a los niños como a sus acompañantes sobre los más diversos temas. Didi-Huberman habló acerca de la obediencia el 16 de octubre de 2021 en el Nouveau Theatre de Montreuil.