¿Te acordás hermana qué tiempos aquellos? No se conocía cocó ni morfina. Los muchachos de antes no usaban gomina y gobernaban sin putear, ni mandar a la gente a diferentes conchas y sin vanagloriarse de haber dejado traseros al rojo vivo. Los tres frentes de batalla preferidos para el insulto político dominante.

¿En qué me beneficia como ciudadana que mi presidente sea el hazmerreír del mundo entero? ¿Qué aportan a la Argentina los alardes y las payasadas en foros internacionales y locales del “estadista” peor hablado e informado de la historia moderna?

Si una mínima verdad existe en la teoría del derrame es que el poder libertario acumuló tantas vulgaridades, insultos e improperios que rebalsa de materia fecal lingüística y salpica o empapa todos los niveles del habla. El lenguaje de la Argentina está colonizado por un virus y, por contaminación pandémica, el discurso vulgar lo invade todo. Estos días se está promocionando una película que en fragmentos de proyección publicitaria se dicen más groserías que en una reunión clandestina de gente cultura cero. La obra no tiene nada que ver con la ultraderecha, simplemente refleja la vulgaridad lingüística en boga.

La boca gobernante inculta y tosca se engolosina lastimando anos imaginarios penetrados por el falo del poder -insulto de varones a varones- en una sociedad que involuciona por el peso de su exagerado machismo. Sufrir esa fisura anal infringida por su líder a quienes no piensan como ellos es un insulto dedicado a sus congéneres masculinos. En cambio, a las mujeres las humilla por burras, por ignorantes, por cabeza de termo o porque sí.

¿Injuria por excelencia? Zurdo, K, orco. Tres significantes distintos y un solo insulto verdadero: mala persona por creer en la democracia. Desde lo básico de sus saberes los líber-reaccionarios creen que esas tres palabras significan lo mismo. Vivimos una época en la que insultar se confunde con hacer política. En alguna pantalla se puede ver a una joven y diáfana diputada libertaria diciendo en un minuto más palabra groseras e insultos que los que podrían decir una pandilla de malvivientes peleando en El Bronx.

Insulto no es lo mismo que mala palabra, aunque es bastante común insultar emitiendo, curiosamente, las llamadas malas palabras. El insulto y las malas palabras o groserías comparten las características de ser términos malsonantes por ordinarios y/u obscenos. La diferencia es que el insulto surge de una interacción -real o simbólica- con algo o alguien que se rechaza por odio, o rencor, o irrazonable hostilidad, en cambio, las malas palabras no necesariamente se emiten para ofender o provocar. Aunque está claro que son una expresión emocional, una pasión triste. Está claro asimismo que se trata de expresiones soeces y gratuitas. Pero se nos va de las manos la posibilidad de analizarlas en poco espacio. Proliferan como el fuego de Heráclito, pero sin medida.

Ya se lo preguntaba Roberto Fontanarrosa en su famosa charla en un congreso de la lengua: ¿Por qué son malas las malas palabras?, ¿quién las define?, ¿Son malas porque golpean a otras palabras?, ¿son malas porque se deterioran y se dejan de utilizar?, ¿o porque tienen significados reñidos con las buenas costumbres o el buen gusto (¿por qué es bueno el buen gusto?). ¿Será válida la hipótesis de Fontanarrosa de que son palabras que se fueron marginando por malsonantes y devinieron malas por discriminadas?

Sea cual fuere el origen, si se abusa de ellas se desestructura la comunicación. Máxime en un régimen -como el del que estamos siendo cobayos- de un grupo de poder deshumanizado y cipayo que, no solo destruye la economía, la soberanía y la justicia social, sino que acusa compulsivamente a quienes no piensan como ellos.

El objetivo brutalista libertario es desembarazarse de su propia responsabilidad frente al fracaso rotundo de su irresponsable experimento político, acentuando así el individualismo no ya liberal sino lisa y llanamente fascista. Reprimir, maltratar, hambrear y destruir el tesoro del hablar biensonante mientras el ministro de finanza fuga oro constante y sonante.

El insulto fue pensado desde los orígenes de la filosofía y repensado entre los autores cristianos que reflexionaban a partir de los estoicos. Epicteto se pregunta qué ganaríamos con injuriar a una piedra si es incapaz de oírnos. Y nos invita a imitar a la piedra y no escuchar las injurias que nos dirigen nuestros enemigos. Pero no está hablando del insulto en sí mismo, sino de la actitud subjetiva que debería desplegarse ante su embestida, pues la ofensa, al doler, cumple con lo que desea quien agrede. Dice más de quien lo emite que de quien lo recibe. La obsesión anal, por ejemplo.

En El arte de insultar, Arthur Schopenhauer considera que el insulto no deriva de términos vulgares y groseros, sino que es un recurso del lenguaje cuando la argumentación no prospera. Esto suena como un juego de lenguaje adecuado. Es decir que el insulto tendría que ser el último recurso cuando mueren los razonamientos, cuando no se logran educadamente los objetivos. Aunque, en realidad, el recurso, que habría que utilizar al final, se aplica al principio y se lo declara único. De modo tal que los debates comienzan y terminan insultando. El exceso de insultos y palabras groseras desvirtúa la función del insulto, lo convierte en algo repetitivo y vacío, sin fundamento, además de desequilibrar la armonía de idioma.

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Se me partió el corazón o tengo el hígado destrozado no siempre son metáforas. La relación entre hostilidad simbólicas y el cuerpo objeto de agresión es tal, que el malestar físico por una injuria verbal se suele amortiguar con analgésicos. Hay agresiones que influyen en el cerebro, alteran nuestra psicología, lastiman el cuerpo. El dispositivo lingüístico se distorsiona con desprolijidad y agresividad verbal (y de la otra). Se trata de no perder el equilibrio y fortalecer la función ético comunitaria de un lenguaje que atiende sus reglas. El insulto cumple una función lingüística: aparece cuando fracasan los argumentos. Pero se está operando para que no haya argumentos y en su lugar reine solo la violencia, el insulto, la agresión física, la guerra, que es la continuación de la política por medios brutales y mortales. Suenan las campanas. Es hora de deconstruir, aplicar un buen antivirus y barajar de nuevo.