El 7 de julio de 2024 murió en un hospital de Mendoza "el hombre gato".

Es probable que la gran mayoría del país conozca quién era el hombre gato, y sepan, por añadidura, lo que hizo, cómo es que fue llamado así. También con seguridad identifiquen su nombre, el que viene con el nacimiento, el que eligen los padres, el que fue leído en varios periódicos; Gilad Gil Pereg.

Yo lo conocí como Nicolás, y de eso me gustaría hablar.

La primera vez que conversé con Nicolás fue en Mendoza. Permanecía en una unidad del hospital El Sauce, todavía un hospicio. Un sector apartado para quienes reúnen la doble condición; condenado e internado, esa posición híbrida que no es ni una cosa ni la otra.

Diferentes medios de comunicación ya habían brindado varios detalles. Un ciudadano israelí que se decía gato, maullaba y había asesinado a su madre y a su tía en el marco de una visita de las dos mujeres a la Argentina. La historia era cruenta, el halo que la rodeaba también, las particularidades de ese hombre resultaban atractivas para cualquier entretenimiento violento. Su estética: delgado, alto, rapado al principio, con demasiado cabello al final, babeando, gruñendo, eran imágenes viralizadas. Bastaba (basta) escribir “hombre gato” en Google para encontrarlas.

Mi interés en entrevistarlo no iba por ahí. Estaba creando una ficción inspirada en las particularidades de una persona que decide habitar otro cuerpo y con esto, otras formas de relación. Lo que quería conocer era cómo se hace para vivir en esta y en aquella zona. Había escuchado expresiones como: “criaturas de dos patas”, “criaturas de cuatro”, “máscara de la persona”, expresiones que en su lengua extranjera con una sintaxis rota me resultaban reveladoras. Le quería preguntar.

Después de obtener los permisos necesarios pudimos conversar en un espacio de la unidad en la que estaba alojado. Con un penitenciario en la puerta, su psiquiatra, su psicóloga, su abogado y yo sentados en un extremo de esa celda y él, en el otro, de pie, algo encorvado, hablamos.

Momentos antes su psiquiatra y su psicóloga habían querido conocer cuál era mi interés. Les conté lo que hacía, marqué la distancia necesaria entre mi profesión habitual y cualquier pretensión periodística de esas que, resaltaron, se repartían entre la molestia y el acoso desde que Nicolás estaba ahí. En ese momento surgió lo del nombre, él no sólo se reconocía como gato, sino que además se había nombrado Nicolás. En esas circunstancias ellas habían decidido respetarlo. Llevamos un nombre en cuya elección no participamos, es justo poder cambiarlo. Me pareció sensato. Desde el primer encuentro lo llamé Nicolás.

En esa oportunidad Nicolás contó varios detalles de su filosofía, porque sí, detrás de sus palabras lentas y atropelladas, recortadas por ese peso de la extranjería y la medicación, había una forma de mirar al mundo, una manera de habitarlo. Me pareció fascinante. Le expliqué que estaba creando un personaje y que algunas de las cosas que decía podían resultar muy ricas para esa exploración creativa. Le aclaré, muchas veces, que no estaba ahí para escribir sobre su vida.

La conversación duró varias horas, picaba el sol de la siesta cuando abandoné El Sauce. Me dijo que él no era un gato, era un gato convertido, una especie de fusión. El artificio funcionaba muy bien para lo que yo quería contar, el artificio también estaba ahí, en la duplicidad del encierro que habitaba.

Aquella vez su relato quedó a medias. El penitenciario junto a la puerta señaló que ya era demasiado tarde. Nicolás tenía ganas de hablar, yo también –debo decir–, tenía ganas de continuar escuchando. Con la venia de quienes podían darla, le ofrecí mi número de teléfono. Le pidió a su abogado que apuntara, lo hizo. Nos despedimos. Me fui.

Un par de meses después recibí una llamada desconocida, no atendí. Al rato un mensaje: Soy Nicolás, puedo hablar. A partir de ahí reanudamos la charla. Era enero, hacía calor. Acordamos un día y mantuvimos esa charla, puntual, semana tras semana.

Él repetía, siempre repetía, y al final de cada oración me preguntaba una y otra vez si había entendido; como quien busca reafirmar lo que dijo. Ese ritmo, la forma imaginaria que todavía conservan las llamadas telefónicas, tomó poco a poco la carne de un personaje. Un personaje, que no es una persona.

Relató cosas fantásticas. Nada que pudiera interesar a los medios de comunicación que habían reiterado –con esa obsesión lingüística muy parecida a la suya–, la crónica de los femicidios, los vaivenes del juicio, las extrañezas de un criminal, sus días como condenado en el sector para presos de un manicomio. Creo que pudimos hablar como lo hicimos porque mi interés no estaba en esos asuntos, y porque el suyo no quería regresar a ese territorio.

Alguien me preguntó durante ese tiempo si creía que lo que contaba era cierto, si no sería acaso que ese hombre fabricaba la ficción que resultaba útil para lo que yo buscaba; me daba lo que quería a cambio de un poco de escucha, una cuota de interés. Probablemente, pensé sin contestar, pero si así era, ¿en qué afectaba a mi búsqueda? No pocos me dijeron que no entendían mi necesidad de hablar con un criminal que se hacía pasar por loco. O peor, un extranjero, loco asesino, que encima el Estado tenía que bancar. Evito ese tipo de discusiones; para quien ve negro resulta imposible distinguir el blanco, para quien ve blanco no existe el negro.

Mantuvimos las charlas hasta que de manera abrupta el intercambio se cortó. Cosas de la vida. Cosas que suelen pasar. Sin embargo, la música de su entonación quedó adherida a mis oídos, tan fuerte, tan marcada, que después de un par de meses llegó, por fin, el personaje que estaba buscando. Aunque esto es asunto de la literatura, no viene al caso.

O sí, si viene al caso, porque me pregunto: ¿Cómo se transforma en personaje a una persona? ¿Qué tipo de transacción es la que opera? El personaje, ¿se come a la persona?, ¿la fagocita?, ¿le impone desaparecer?

Digo todo esto porque basta un paseo rápido por diversos portales de noticias para comprobar que después de casi seis años de ocurrido el delito (los crímenes sucedieron en 2019), una condena firme (la máxima condena que puede aplicar en Argentina un tribunal), y una estancia entre rejas (porque su condición de preso no se esfumó por reunir además la de paciente psiquiátrico), la novedad de su muerte (su muerte, su extinción, ya no hay más), continúa girando en torno a las “atrocidades del hombre gato”.

El viejo y remanido recurso de estigmatizar a las personas en los medios

El sentido se vacía, se convierte en un lodazal, parece que nadie se atreve a mirar un poco más allá. ¿Qué habita detrás de la máscara?, ¿cuál es el límite? La condena no es un límite, el encierro perpetuo no es un límite, la muerte no es un límite. La frontera se ha expandido, el personaje suplantó a la persona y se volvió inmortal.

Asistimos al espectáculo inescrupuloso de una vida. Nos convertimos en espectadores bobos. Comemos pochoclos. Permanecemos enchufados, obsesos, hipnóticos. Imposible encontrar de esta forma el lado B de la película. El lado B.

No son pocas las personas que en nuestro país transitan el encierro carcelario en condiciones de total imposibilidad. Cuando señalo esto me refiero a personas que por su padecimiento psíquico, aun culpables de los ilícitos cometidos, jamás podrán decodificar el entorno de la cárcel. Y no porque otras personas, las que no tienen esos padecimientos, lo pasen mejor, sino porque estas sencillamente no pueden, no van a poder.

En esos casos, la mayoría de los Servicios penitenciarios de Argentina (cada provincia conserva su jurisdicción en materia de política carcelaria), ofrecen soluciones bárbaras; reductos aislados y precarios en los que el tratamiento medicamentoso prima y batalla su puesto con la lógica del castigo. Es necesario reforzar la sanción, no alivianar el sufrimiento. Un criminal no paga con su libertad, tiene que pagar con todo su cuerpo.

El acceso a la salud mental no integra la agenda de la política actual, tampoco integró la agenda de la pasada. Las condiciones del encierro carcelario nada más importan cuando estalla un motín, o trágicamente muere un preso, o una mujer condenada se suicida, y antes, no mucho, parió esposada.

Cuando estos hechos ocurren, si además van acompañados de alguna cuota de espectacularidad –pienso en Nicolás–, emergen tibias y livianas algunas inquietudes sobre la vida en la cárcel.

Claro que son inquietudes de mala moral, residuos ligeros, andan en susurros. “El que las hace las paga”, y pagar es un verbo robusto y obeso. Mejorar las condiciones del encierro parece, en esta narrativa, un privilegio inmerecido.

Pero la pena de muerte en Argentina no existe, y la tortura quedó abolida mucho antes de los Convenios Internacionales; allá, por 1813. Nuestro país ratificó todos, absolutamente todos los instrumentos de protección de Derechos Humanos, incluso sus protocolos. Todavía decidido a un poco más, en 1994 concedió rango constitucional a unos cuantos y previó un procedimiento mediante el cual, a futuro, otros acuerdos internacionales del mismo tenor podían adquirir idéntico rango. Consolidó así lo que en términos jurídicos se llama el bloque de constitucionalidad.

En este constructo normativo la pena dialoga con la lógica de la resocialización. Una resocialización que el Estado asume, leyes mediante, como de mínima, y no porque sea poca, o suavecita, sino porque no persigue penetrar en el corazón del condenado, en el núcleo de sus sentimientos. En Argentina, la pena privativa de la libertad apunta a un tratamiento penitenciario focalizado en el respeto por las normas que rigen nuestras conductas, incluso cuando quien deba hacerlo no comparta íntimamente esa postura.

Es lógico ¿no? Hagamos el ejercicio. ¿Con cuántas de las leyes que nos norman coincidimos? ¿No hemos pensado alguna vez en desobedecerlas? ¿No acumulamos pequeños, insignificantes, actos de desobediencia? ¿Cuántos deseos de grandes infracciones guardamos en el placard de nuestra conciencia?

De manera que, un sistema de penas que se conforme con nuestro respeto por las leyes sin entrometerse en nuestros pensamientos, no parece estar tan mal. Es tolerable para todos, más, cuando estamos de aquél lado; porque claro, somos humanos, en cualquier momento podemos estar de ese lado.

Ciframos derechos, garantías, respeto, tras la codificación de lo humano, codificamos lo humano a partir de una serie de coordenadas que, asumimos, nos representan. Pero la fórmula es inestable y los términos que la configuran ambiguos. Olvidamos que lo humano es complejo e intrincado, y cuando usamos la palabra para adjetivar derechos es preciso admitir todo eso.

El asunto es, entonces, cuánta resocialización puede esperarse de quien transita su condena severamente afectado por un padecimiento psíquico. Si la pena no es mera retribución, como remarcan nuestra Constitución y toda la gran estela de tratados internacionales. Si no es venganza, si no es Talión. ¿Cómo se llama eso que pasa cuando pasan las cosas que digo que pasan?

El lado bé de la historia es todo eso que pasa pero no se discute. El lado be podría llamarse también, Nicolás.