Al principio son dos tipos hablando, dos extraños que, pronto se sabe, se conocen desde hace unas horas. Es verano, hace calor, están en las afueras de un galpón que está en las afueras de Agua Mansa, un pueblito bonaerense, en la llanura. Hay uno que es el anfitrión, Oviedo, que hospitalariamente le está haciendo la gamba al otro, Tomás, cuarentón, el protagonista: iba de paso por ahí, se le quedó el auto y está a la espera del diagnóstico y el arreglo de don Enriquez, el mecánico. Hay que hacer tiempo, entonces. Así es que conversan, según dispone Salvador Biedma en el arranque de Aunque no queramos, su tercera novela. Y enseguida aparecen ambos: las discrepancias y los prejuicios; amigablemente, eso sí. “Lo digo por boca de otros, pero acá todos conocemos las cosas que han pasado. Allá seguramente nadie sepa siquiera quiénes son sus vecinos”. Allá es la Capital. “No se entiende lo inmensa que es la Capital. Como si se tratase de muchas ciudades en una, superpuestas. Lo que dice usted, esa imagen que se hizo, no es verdad. No del todo, por lo menos. ¿Que nadie conoce a nadie? Tengo una vecina médica, se llama…”. Algo antes el prejuicioso fue el porteño, que había preguntado por Germán Perdomo; “Así que los mellizos Perdomo, eh…” En realidad, sólo lo apodaban así a este, el hermano menor, porque era muy parecido al mayor.
“–Le habrá molestado, supongo.
–¿Qué cosa?
–Que le dijeran así.
–No creo. No. ¿Por qué?
–Bueno, digo: que lo identificaran con el hermano.
–¿Y eso va a ser un problema? –un silencio casi teatral chispeó en los ojos de Oviedo–. No. Acá no funcionan de ese modo las cosas. Tal vez en otra parte…”.
Narrada en tercera persona, la novela sigue de cerca el sentir y el pensar de Tomás, sus vertientes de extrañamiento: la personalidad de Oviedo (que parece algo más grande que él) y sus historias, la geografía y los personajes de Agua Mansa, la incertidumbre para retomar camino, porque al mecánico la solución se le complica. Tomás está pendiente de los mensajes de texto que cada tanto le manda su mujer; estaban de vacaciones en la playa cuando les llegó la noticia desde Buenos Aires de la internación terminal del padre de ella, que se volvió para la ciudad e insistió para que él se quedara en la costa. Estaba rara, ella: ¿andaría en alguna otra historia, qué onda con el cuñado? Sin avisar, Tomás se vuelve antes del fin de su estadía y, ya en camino, decide pasar por Agua Mansa, el pueblo de su suegro, y ahí lo dejó el pinche auto. ¿Así que le decían El Mellizo, que tenía un hermano? De a poco surgen, de aquí y de allá, hilos de la historia del hombre que agoniza en un hospital. Que escribió un libro, por ejemplo. Y las razones por las que allá atrás en el tiempo, dicen, tuvo que irse.
Aunque esas inquietudes son casi una excusa, el tinglado en hipotética construcción sobre el que se va configurando el chaperío sentimental de Tomás, una pintura que va emergiendo de a poquito y lleva a pensar en la agudeza y el talento narrativo de Biedma, los claroscuros que compone entre ese tono amigable que campea y las contradicciones, disfrutes y angustias, zozobras de su personaje. ¿Hay mensaje de Cecilia en el teléfono? A la expectativa por las noticias que va goteando su mujer, el hombre, que trabaja como subgerente comercial en una empresa (faceta que en la novela se apunta muy al pasar, apenas para consignar alguna matufia sostenida en el tiempo). Cuando llega algún mensaje lo analiza en busca de algún indicio significativo, se persigue, pero todo parece referir al suegro agonizante; entonces cavila sobre qué responder, y prefiere ocultarle que está en Agua Mansa. Igual suena cada tanto la maquinaria del recelo: “Si ella sabía lo que hacía, si conocía y manejaba sus propias actitudes, él no”. El pensamiento surge cuando es ostensible que una mujer allegada a Oviedo le está tirando los galgos a Tomás.
“Vos mirás y acá hay tierra hasta donde da la vista. Seguramente resulte raro para una persona de la Capital. El espacio es así: horizontal, acostado. Allá insisten en ponerlo en dos patas, vertical, con edificios, con rascacielos, antenas”. Aunque a Tomás lo tironea la inquietud por arreglar el coche y seguir camino, lo estimula y disfruta de lo que va surgiendo en Agua Mansa. “Es cierto que no se ve el horizonte en la ciudad, el horizonte así, llano”. Acompaña a Oviedo en sus tareas y así cabalga a campo traviesa para ver cómo están unas vacas, comparte un asado, conoce amigos de su anfitrión, lo invitan a cazar, a pescar, a un baile, hasta a un velorio. Biedma compone con fluidez y múltiples signos el clásico dispositivo de poner a caminar a dos tipos desconocidos/desparejos para que surjan las revelaciones, la camaradería, los contrastes, el humor. “Parecía irreal lo que vivía en Agua Mansa. A la vez, resultaba lejana la Capital, la idea misma de retomar la rutina y sus costumbres”.
Al igual que en su novela anterior, Siempre empuja todo, de fondo tira fuerte el deseo sexual; Biedma también contrasta los titubeos de Tomás con la determinación de Oviedo, aunque de fondo vibre en común la banda de sonido de lo secreto. Pienso en la ilustración de portada, tres anzuelos iguales, tres etapas distintas del recorrido del hilo para el nudo ceñido que acabará conformándose, y lo atractivo de picar, con la secuela que traerá dolor. Los prejuicios del comienzo: lo que se sabe o no de los vecinos, de los otros; lo ofensivo o indiferente de que a uno lo identifiquen con otro. ¿Cómo vemos, cómo nos ven, qué mecánicas funcionan ahí? Orienta, en ese sentido, la cita de Diario, de Katherine Mansfield, que Biedma pone al principio: “Antes de conocer a alguien, mientras la persona está demasiado lejos para que la podamos ver, empezamos a construir una imagen… ¿Hasta qué punto es válida esa imagen? Resulta extraño lo bien que se llega a conocer al desconocido, cuántas veces lo observamos antes de que el otro, el real, lo sustituya… Puedo incluso imaginar a alguien que elija ‘la primera impresión’ a pesar de ‘el otro’”. Orienta o desorienta, también puede ser. Capaz por eso la cita va acompañada con esta otra, de Haroldo Conti en Sudeste: “Encendió el fuego y entonces se sintió menos solo”.