Cuando lo conocí al Cabezón Délfor, ambos éramos inmortales. Desde el centro de nuestra incredulidad, cantábamos a dúo en alegres fogones “Cuando me muera, quiero”, imitando al profeta oriundo de Cañada Rosquín.
Exhibicionistas prematuros, nos paseábamos impunemente por la ciudad con el alma a flor de piel. Nuestras charlas a cielo abierto, a menudo se colgaban en un toldo de nubes, nos seducía el ruido de un avión o el canto de algún zorzal.
Mi amigo soñaba con pilotar un Pucará, mi deseo consistía en encerrar a todos los pájaros del mundo en un único jaulón. Nunca pasamos de poseer réplicas en escalas y canarios amarillos.
Tal vez por ser diestros por obligación, temblábamos de emoción frente al accionar de zurdas prodigiosas, amábamos a Hendrix, McCartney, Atahualpa y Lavand.
Dicen que algunos pescados se encuentran en las redes. Erosionado por el tiempo, una tarde sin sol, recibí su correo electrónico en donde me invitaba a fundar un ámbito de creación, una misión de rescate para masculinos adictos al fútbol por pantalla. Acepté su propuesta porque sentí que, a pesar de los años, todavía estábamos unidos por los primeros acordes de “Rock de la mujer perdida".
Cada noche de luna llena, en las alturas de su terraza, se repetía la ceremonia con renovados invitados. Un parrillero, una bodega y un mazo de cartas era todo lo que necesitábamos. La infancia del dueño de casa se hacía presente en vuelos rasantes de maquetas de bombarderos colgadas en el techo de su flamante quincho.
Entre las ramas de un níspero de maceta, alguien colgó alguna vez como cartel de bautismo, “Bienvenidos al oráculo de Délfor". Aquella anónima ocurrencia poco tenía que ver con la realidad, en dicha azotea no había pitonisas ni vaticinios, un grupo de hombres con más pasado que futuro elige caminar por el espacio más amplio, el que más conoce, el que menos teme.
El dueño de la baraja, mientras mezclaba hábilmente los naipes con una sola mano frente a los nuevos comensales con el fin de impresionarlos mediante el único truco con cartas que conocía, contaba siempre el mismo relato perteneciente al ilusionista manco.
Narraba la historia de un pelotón en retirada que había logrado quedar fuera de la línea de fuego del enemigo, después de sufrir varias bajas, refugiándose en una trinchera salvadora.
Un soldado, al percatarse de que faltaba su amigo, desobedeció la orden del capitán y volvió sobre sus pasos para emprender su búsqueda. Después de algunas horas volvió con su camarada muerto sobre sus hombros.
El rescatista, lejos de mostrar arrepentimiento por su accionar, contó que lo había hallado con vida y antes de morir, mirándolo a los ojos le había susurrado, “sabía que ibas a venir".
Escuché mil veces el mismo cuento, nunca dejaron de emocionarme esas últimas cinco palabras. Mi amigo no era de hablar mucho, pero manejaba el arte de ahondar con la mirada cada frase que pronunciaba.
Quedarme para la limpieza era una excusa para prolongar la sobremesa en un mano a mano, si el hombre es lo que no dice, en cada una de aquellas charlas, brindamos por la excepción.
Místicos delirantes, hábiles en encontrar diferencias con el único fin de alargar el vino, partíamos desde una coincidencia de fondo para discutir las formas. Ambos pensábamos que la debacle de la raza humana se había iniciado a partir del monoteísmo, pero siempre disentimos en el origen de las divinidades.
Como coleccionistas de amaneceres, defendía mi posición, me aferraba a la idea de que humanizar mares, vientos y estrellas era una bella manera de agradecer el privilegio de formar parte de la maravilla.
Lejos estaba el Cabezón de acompañar mi teoría, sostenía que la muerte, como única certeza, fue la culpable de originar la mejor ficción, anónima y mejorada permanentemente, como una forma poética de extender lo finito, se mostraba orgulloso de formar parte de la única especie que había prolongado la vida de manera fantástica.
En nuestra adolescencia, cambiar el mundo significó escapar de la verdad monolítica que llovía sobre nuestras cabezas cual chaparrones de comunicados del estado mayor conjunto.
Descubrimos juntos, primero, la magia de la música, luego aprendimos que el amor también podía transformar palabras en melodías, con éstos dos elementos intangibles cavamos túneles poéticos filosóficos intentando huir del hedor a muerte que invadía la superficie de nuestro territorio.
Durante una noche serena, iluminados por una luna fija, al anfitrión se le ocurrió decir que el placer de leer era similar al que generaba el hecho de vivir solo, ”te podrás aburrir o pasarla bien, pero evitarás el dolor que sufren aquellos que se atreven a amar o a escribir sin filtros”, reflexionó en voz alta frente a mi sorpresa.
Luego de descorchar otra botella me confesó que durante un largo período de su existencia había escrito infinidad de poemas hasta el definitivo adiós del amor de su vida, en ese cruel momento, envuelto en un remolino de una rabia agridulce, arrojó todo el material en una fogata encendida con el fin de iluminar su noche ciega. A partir de ese día, como un loco en la colina, esperaba leyendo, sentado en la cima de la soledad, la llegada del olvido.
Yo no sé, ni me importa saberlo, si el sentido del humor es señal de inteligencia, sólo admiro a quienes llegan al final del camino sin arriar dicha bandera. La última vez que lo visité lo acompañé desde la cama hasta el baño, en cuyo trayecto adaptó una frase repetida por los dos, me dijo, "no se puede caminar más lento."
En cada plenilunio, hidratado en agua mineral, embriagado en la pena, camino errante al son de mis latidos detrás del viento. Nunca es tarde para dar por perdida una discusión. Ambos fuimos buenos perdedores. Cruzando la frontera de la resignación, no sólo creo en lo que vendrá, también estoy seguro que más temprano que tarde nos volveremos a ver y escucharé otra vez su bienvenida con aquellas mismas cinco palabras.