Era una fija que sucediera. El calor, la falta de agua y el toque de timbre para pedir la pelota. Mediodía. ¿Se imaginan? Calores de volcán largando fuego como en el pleistoiceno, con mariposas espantadas por la resaca de la lluvia reciente, el vapor levantándose del pavimento como una niebla, las junturas de bleque como una baba negra que se te pegaba a las zapatillas, los pajaritos en la humedades de la altura, quietos, como aterrados de volar. Mediodía del infierno. Sudados como gladiadores, olorosos como cirujas, sedientos como camellos. Los perros con la boca afuera y nadie en la calle.

Solo nosotros y la insolación. La pelota, dura como un callo, golpeando en el pavimento y el alarde de cuando alguno mostraba al otro como escurría la remera de donde manaba la transpiración a baldes.

Llegó mi viejo con su bici de carrera y crípticamente me dijo:

-No vayás todavía adentro, yo entretengo a tu madre. Anoche soñé que hoy era tu día. No te insolés y esperá, que es tu cumpleaños y todo está al caer.

Bicho raro mi viejo. Hablaba con frases misteriosas como si supiera algo que los demás no. Provenía del campo donde contaba que no había ido a la escuela pero había adquirido hábitos de hechicero.

El pasillo de la Virgencita era rojo, calcáreo y allí quedó embutida la pelota. Toqué el timbre. Nadie.

Me tuve que saltar para recobrarla. Tranquilidad de desierto, ausencia de mastines y casa amigable. La tiré fuera, se abrió la puerta de la Alemana y brotando desde la penumbra de su casa me sonrió.

-Pasá, vení -me dijo-, pasá que te doy agua fresca.

Desde fuera, los ojos nublados, nada ví. Luego encontré que ella estaba en el medio de su living con una bata semitrasparente como las que usaban las bataclanas ofreciéndome una jarra con agua y limón. No quise sentarme pues estaba todo mojado. Era una señora: podría ser mi mamá, mi hermana pero un poco más grande. Tal vez la tía de Buenos Aires en su modo teatral y la distancia. Distancia que ella había decido trasponer rápidamente: un toallón sobre mi cabeza, sus dedos que me apoyaron en la silla de hule, el sentir en la piel el roce de sus uñás quitándome la camiseta de Estudiantes.

-Al fin -me dije. Estaba temblando .

-No tengás miedo Rubio -susurró.

Este era el momento y había llegado. Nada podía ni quería hacer. Cerré los ojos: un gran cansancio de dulzura, la certidumbre de algo poderoso, la lucidez de la frente despejada y la suerte irremediable. Puerta cerrada, ella allí expuesta, mis amigos presintiendo afuera, calladitos y palpitando la jugada. Nunca me habían tocado abajo, nunca me habían acariciado con una toalla ni puesto perfume en el cuello ni talco en las axilas ni masajeado la espalda. Nunca. Nadie. Nunca me habían quitado los pantalones de correr y los calzoncillos hechos agua junto a un deslizar de tela húmeda, acampanada en su aroma de violetas y finalmente extirpado las zapatillas ardidas y en su lugar, bajo las plantas, un montón de toallones fríos. Nunca nadie me había hecho cerrar los ojos frente a un ventilador, desnudo, un poco aterrado pero inmovilizado en la comprensión que el día había llegado.

No conocía la casa de la Alemana: maderas, mil chiches en sus repisitas y una radio lejos, en la pieza de al lado. Jamás había entrado en aquello, para despues dejarme ir, con los ojos entreabiertos para observarle la mata de pelos rubios teñídos que desaparecián entre mis piernitas flacas y sus dedos de uñas nacaradas en mis tetillas. Nunca. Era la hora. Lo entendí. Mi parálisis se había vuelto transparente, delicada, flotante, aterradora y resignada. Alguien debía hacerlo, alguien debía abrir esa puerta, con alguien debía ocurrir, mientras que cruzaban por mi cabeza mi casa, el gesto de mi madre, los pibes fuera y yo que hacía fuerza para lograr que desaparezcan y que quede una nada, un espíritu nuevo, de otra persona que no tenía parientes, ni amigos, ni barrio, ni miedo.

Cuando salí a la luz no había un alma. Lejanos autos pasaron llevando un estandarte mientras voceaban algo de un candidato por los altoparlantes. Todo estaba mudo, todo era abierto y claro, apenas si temblaba de emoción; un poder en el pecho que me hizo recapacitar lo mal que había vivido hasta ese momento. Así era eso. Así era, me dije. Y saludé al zapatero sordomudo que cerraba la persiana con un toque de visera de gorro invisible y me quedé sentado en un rincón de la casa en construcción que teníamos por hogar.

Sentí los goznes, nada hice. Asomó mi mamá.

-¿Sos loco? Te estamos buscando para comer hace una hora. Andá para adentro.

Mi hermana, un pariente del campo y su prole, todo me resultaba inocuo y lento. El mundo andaba en camara lenta. Mi timidez había evaporádose. Mi viejo me semblanteó y me pegó en la nuca familiarmente.

-Estuviste con el diablo, eh? Esta es la hora del demonio, sabés?… hmm….mi hijo huele a violetas -dijo exponiéndome a todos. Ya no era el ser mitologico anticipando milagros, era el mago burlón que me acariciaba la cabeza mojada. Comí callado. Todos hablaban, todos opinaban de todo, ninguno se escuchaba, nadie había visto la vida como yo. Levanté los ojos y allí estaba la torta de cumpleaños. El festejo de mediodía que habia de prolongarse en la nochecita.

-Pedí tres deseos antes de soplar -me gritó al oido una prima dientuda-. De lo contrario te morís.

-No hace falta, no quiero- y soplé por los trece.

-Che, ojo- extendió mi primo Enzo, tomando el número en vela sobre la mesa. -Es el número de la mala suerte.

Se rieron tontamente. Que sabían. Nada sabían los pobres. Nada sabían lo que era la brujería de verdad. Mi viejo se reía pero de otro modo; se reía tanto que le preguntaron si estaba borracho. 

Después, anticipando que iba al baño pasó detrás de mí y muy despacio me dijo al oído: "¿Te puso el ventilador, cierto? Una reina, propiamente, una reina, la alemana".

 

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