El hambre se sirve cruda en la gran mesa del mundo. Cuando haya terminado de leer estas líneas al menos 10 personas habrán muerto por escasez de alimentos. Cada 4,25 segundos, según el cálculo de 238 organizaciones humanitarias recogidas por la FAO, alguien pierde la vida por no tener nada que llevarse a la boca. Unos 839 millones de personas en el globo no pudieron alimentarse dignamente el año pasado, y son 10,7 millones más que en 2022, según las conclusiones de la Agencia de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.
Son los grandes hambrientos de la mundialización, internacionalización, globalización y todas las otras designaciones elusivas y nobles de ese avasallador proceso de liberación que conlleva entre otras prácticas la supresión de todo tipo de control por parte de los Estados. Lo cual produce inevitablemente una financiación radical de la actividad económica alimentaria, que transforma un sistema capitalista de mercado que según su doctrina se propone aumentar la riqueza y generar beneficios mediante la producción de bienes, servicios, alimentos y puestos de trabajo, en un nuevo capitalismo en un régimen de especulación y acumulación financiera.
El olor dulzón de la muerte continúa lacerando las destempladas playas de Lampedusa. Demasiado dolor para una isla tan pequeña, de apenas 6.000 habitantes. Los 360 ataúdes en fila abrieron el pueblo en carne viva en la tragedia de 2013. Con el paso del tiempo la herida no ha dejado de doler, y se ha vuelto a abrir. En estos días los desaparecidos se cuentan por centenares. Desde allí nos llega el recuerdo del cadáver de la madre que tapaba la boca de su hija para que no se ahogase, la de la joven sudanesa que alumbró a un hijo durante la travesía y luego falleció, la del abuelo sirio que perdió a los siete miembros de su familia, y al niño eritreo de diez años que murió con la camiseta argentina puesta.
Es necesaria la urgencia de ampliar el concepto de pobreza. En concreto, entender por pobreza como el dolor que genera una situación emocional y material de inestabilidad. La pobreza es la negación explícita de la libertad, y tirando de este hilo, la pobreza intelectual vendría a ser la negación explícita de la razón como herramienta para liberarse de formas de explotación.
El deporte es un buen medio para desafiar formas de explotación y de pobreza asociadas al hambre. Sin embargo, el ingreso de capitales privados al fútbol argentino "para mejorar la calidad y la vida del socio" como expresó Daniel Scioli, no es otra cosa que un modelo más de explotación en un sistema privado y excluyente, alejado del concepto colectivo, de protección y cobijo.
La creciente y persistente desigualdad en el deporte debe dar un paso a políticas redistributivas que traten de paliar estas desigualdades. La privatización del fútbol argentino es una maniobra más de estos listos ultraliberales que insisten en políticas en las cuales es bueno para todos lo que solo es bueno para ellos.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979.