En una visita al cementerio de Père Lachaise, Hilario Ascasubi se encontró frente a la tumba de Alfred de Musset, fallecido unos años atrás. El francés, obviamente antes de morir, había expresado en su poema llamado Lucie, el deseo de que planten un árbol al lado de su tumba:
Queridos amigos: con un sauce
ornad la tierra de mi tumba
(Mes cher amis, quand je mourrai
Plantez un saule au cimetière).
Ya sea porque Ascasubi conocía el poema de antemano y fue a inspeccionar si la solicitud se había cumplido, ya sea porque advirtió una placa en el discreto mausoleo, el poeta y militar se sintió en la necesidad de importar un sauce argentino. Una tarea difícil en 1864 con los transportes al alcance y posiblemente igual de difícil hoy con la arbitrariedad de las aduanas.
Ahora bien, el poeta francés expresó el deseo de un sauce, especie de la cual existen trescientas variedades en Francia, en el resto de Europa, Asia, África… y no solo el plañidero de los paisajes del Litoral, (que dicho sea de paso es el árbol nacional de Ucrania). Posiblemente Ascasubi encontró en la misión autoimpuesta un homenaje a su hermano en la lírica. Comparemos ambas poéticas con dos fragmentos, la primera en versión de Nicolás Bayona Posada:
Lucía, Lucia, la que tiemblo si nombro
la dorada cabeza reclinó sobre mi hombro
y envolvió mi quebranto como en frágiles tules
en la túnica blanda de sus ojos azules.
La segunda del propio Ascasubi:
con un puñal bien templao y afilao
que se llama quita penas
le atravesamos las venas
del pescuezo
¿Y que se le hace con eso?
larga sangre que es un gusto,
y del susto
entra revolver los ojos
¡Que jarana!
Nos reímos de buena gana…
Los viajes de ida y vuelta de don Hilario entre Europa y Buenos Aires no eran solo por placer. El coronel unitario era el encargado de proveer genoveses enganchados al ejército de Mitre, desde Pavón a esta parte, en su tarea de intervenir las provincias federales. Para que la desinteresada acción del argentino no pasase inadvertida, el poeta oriental Heraclio Fajardo publicó en el diario La Tribuna de Buenos Aires, el 12 de setiembre de 1864, la carta que Ascasubi escribió a Paul de Musset, hermano del fallecido:
“Señor, en noviembre último visitando con mi familia el cementerio del Père Lachaise, vi por primera vez el mausoleo de su hermano, Mr. Alfred de Musset, y leí en él una inscripción modesta, en la que el poeta no aspira después de su muerte, más que a un sauce que preste sombra a su tumba. Yo me propuse entonces realizar este voto del poeta, conduciendo de las márgenes del Plata un testimonio de simpatía y admiración, un sauce de mi país para esa noble tumba. Y en efecto, señor, de llegada a Buenos Aires en marzo de este año me ocupé inmediatamente de este piadoso pensamiento”.
En la misma carta, Ascasubi menciona los trabajos y las participaciones de quienes colaboraron en cumplir ese su cometido, primero la viuda de Brandsen, que se ocupó de trasplantar el árbol. La viuda de Brandsen era también la viuda de Wright pero parece que Ascasubi prefería nombrar al muerto francés y no al segundo marido de apellido inglés. Luego del trasplante el árbol se mantuvo al cuidado de las nietas de Mariquita Sánchez de Thompson y otra vez nuestro poeta, ducho en eufonías, prefirió reemplazar el apellido Thompson por el apellido del primer marido de Mariquita, Mr. Mendeville, quizá considerando que manos francesas quedaban mejor posicionadas ante el potencial nacionalismo del celoso hermano.
El árbol, resguardado “por afección y respeto hacia la memoria del célebre bardo” se embarcó con don Hilario en el Saintonge el 12 de mayo de 1865. Tanto el capitán como los marineros y los pasajeros pusieron la mejor disposición para proteger el arbusto. Fue luego transbordado al Guyenne hasta Burdeos. Llegó a Paris, a la casa del argentino en la Avenue de l’Imperatrice, calle del Petit Parc 69, y colocado provisoriamente en el jardín del fondo. El “oscuro bardo de la pampa” como se presentaba a sí mismo Ascasubi, se sentía feliz de haber cumplido la promesa que se hiciera dieciocho meses atrás, y por haber conducido “un poco de nuestras sombras argentinas” al célebre poeta. La llegada del árbol fue anunciada al hermano de Musset junto con un folleto biográfico del oscuro militar y bardo.
Sin duda, Paul de Musset se sintió conmovido por el esfuerzo. “Entre los diversos homenajes rendidos a la memoria de mi hermano, el suyo se distingue por un rasgo particular de devoción y de constancia en el que advierto una organización de poeta (¿?)”. Paul de Musset le encargaba saludar a las señoras de Brandsen y Mendeville y advertía que habría que esperar al otoño o a la primavera para encontrar las mejores condiciones de trasplante. Finalmente, más que ir a buscarlo, le dio a Acasubi la dirección de un jardinero que se ocupara del tema, “ahora que el sauce del Plata está tan próximo a su destino, es necesario tratar de instalarlo en las más favorables condiciones para su desarrollo, pues sería verdaderamente molesto que llegara a la tumba del poeta nada más que para morir allí". No obstante, el sauce, una vez instalado en el cementerio, siguiendo el ejemplo de su entorno, también se murió.
El affaire del sauce llorón puede seguirse en detalle en el libro Genio y figura de Hilario Ascasubi, escrito por Lily Sosa de Newton. La autora nos dice que luego de aquel primer arbusto el coronel insistió plantando otros. Una vez que el argentino vio finalizadas sus misiones, escribir versos gauchi-políticos, contratar mercenarios y exportar sauces la Municipalidad de Paris, se vio obligada a continuar con esta última tarea. A juzgar por las actuales fotos del pequeño mausoleo las autoridades se resignaron ante la evidencia de que los rigores de la métrica y los de la botánica no necesariamente van de la mano. Hay que decir que el árbol que hoy se yergue detrás de la tumba de Musset o es un sauce no llorón o se trata de un resistente sundacarpus —un gato por liebre, digamos— similar en las hojas. Ya se nos corregirá de haber error en nuestras presunciones ya que, dada la oportunidad, nunca está ausente el señalar los fallos en la buena voluntad de los expertos.
Y bien, así como hay poetas locales que lo único que les interesa es lo que sucede afuera, qué desayunaba Eliot o qué pasó cuando Steiner conoció a Pound, hay otros que ven lo de afuera y no pueden evitar hacer alguna comparación con lo que aman adentro. Es tanto lo que nos llega del canon occidental, el cual nos queda al oriente, que el local se sorprende de la fama impuesta. Para explicarnos mejor va este poema de Álvaro Yunque (nacido en La Plata como Arístides Enrique José Roque Gandolfi Herrero):
Ché, Río de la Plata,
ya te podés hinchar, aspamentoso;
he visto el Manzanares y vi el Tiber
que antes suponía caudalosos;
uno en Madrid he visto
y en Roma he visto el otro.
Los gaitas y gorutas me decían
que son ríos históricos…
Ché, Río de la Plata, ¡bah! ¿qué quieren?
¡Los dos al lado tuyo son arroyos!
Por lo general estos estímulos de la percepción se dividían entre Florida y Boedo, también entre liberales y nacionalistas. Las cartas entre Victoria Ocampo y Arturo Jauretche dan cuenta de ello. A partir de la globalización es probable que este campo se haya vuelto más heterogéneo, intelectuales con credenciales anticolonialistas pueden ocuparse con fruición admirativa de los asuntos del norte y consumidores de los productos culturales de importación se sorprenden con alguna exótica figura del adentro. Como quien turísticamente se interna en el corazón de las tinieblas.
Pero volviendo al sauce llorón nos encontramos con el poema Kerkyra, de don Fermín Chávez, otro nacionalista, que paseando por Corfú se topó sorpresivamente con el árbol en el Palacio de San Miguel y San Jorge que en el siglo XIX sirvió de sede al Alto Comisionado Británico de las Islas Jónicas. Observe el lector el tono de orgullo del emisor:
Homero no conoció Corfú
pero yo sí.
Uno puede pasearse bajo los ramos de laurel
de la Spianada
o por las callejuelas que alumbró
San Spyridón,
con la ropa tendida arriba
como si le pusieran velas a Kerkyra.
Lástima que el Poeta se perdió lo mejor:
Este sauce llorón junto al palacio inglés.
El poeta Luis Franco, más que liberal libertario de viejo cuño, llamaba a la especie “el más húmedo de los árboles del Edén”. Y agregaba: “Para mí, la sola visión de un sauce inclinado sobre un remanso es un espectáculo más estimulante que el de una catedral o un rascacielo".
Con respecto al ceibo, nuestro árbol nacional, Franco nos reitera la jerarquía de la Naturaleza por sobre los escalafones sociales. Ver en el amanecer a dos ceibos en plena floración lo hace exclamar ¿Qué es, junto a esto sino mero disfraz, la púrpura de emperadores y cardenales? Y cuando el poeta remonta el Litoral imagina a aquellos árboles en flor como la enorme vincha roja del gran Paraná, cacique de las aguas.
Oriundo de Catamarca, Franco no podía evitar lanzar la predica sobre las faltas del ser de la ciudad, encartuchado en sus zapatos, el que se pierde “la recuperación edénica” de caminar descalzo sobre la arena o la hierba. Quizá para la época de sus reflexiones el turismo no estaba del todo desarrollado para brindar al viandante ciudadano las delicias de castigar el coxis sobre un caballo alquilado y llenarse de abrojos los fundillos. Pero es gracias a la literatura, de amplia difusión en las prosaicas ciudades, que poetas como Franco pueden decirnos, con su amor por las letras, lo mal que viven sus lectores.