Borges, ya ciego, prologó un libro de fotografías. Aunque apenas adivinó sombras de contornos difusos, le inspiraron una reflexión crucial sobre el arte de la imagen. Se trata de La República Argentina, de Gustavo Thorlichen, un encargo personal del presidente Arturo Frondizi para la Dirección Nacional de Turismo. Publicado por la editorial Nuestro Pabellón, impreso en Stuttgart en mayo de 1958, consta de 94 fotos y textos en castellano, alemán e inglés. Aunque podría considerarse un ejemplo típico de publicidad turística, el texto de Borges y ciertas marcas del arte del fotógrafo lo vuelven una pieza singular.
Formado en Bellas Artes en Leipzig y París, Thorlichen había nacido en Hamburgo en 1906. El fervor de los años veinte, pletóricos de vanguardias estéticas y políticas, lo volcaron a la devoción por el Constructivismo ruso, que dotará de una cierta perspectiva a veces evidente, a veces secreta, a buena parte de su obra. El ascenso del nazismo le impuso la diáspora; se decidió por Buenos Aires, adonde llegó en barco en el año ‘37. “Con el poco dinero, 40$, todo lo que se me había permitido llevar, quería comprar una mula como las que había visto en algún antiguo grabado atada a una palmera en los alrededores del puerto aldeano. Soñaba con las aventuras que me esperaban entre indios y gauchos, con leones, tigres y peligrosas víboras después de haber dejado atrás al pueblo colonial. Pero como una Fata Morgana, envuelta en la luz del día naciente, apareció grande y milagrosa la silueta dorada de una ciudad moderna: Buenos Aires”.
A dos décadas de aquel momento inicial, Thorlichen resume: “Descubrí una Argentina cuyas bellezas se brindan a quien las trata con cariño y amor. Estas pocas imágenes son como un puñado de flores recogido en un ignorado jardín cuyas múltiples hermosuras dificultan la selección”. Efectivamente las fotos, aunque previsiblemente convencionales (un gaucho de la provincia de Buenos Aires, el Obelisco y la Facultad de Derecho, un indio del Chaco, tejedoras puneñas o la vendimia cuyana, paisajes patagónicos, estampas rurales e ingenios azucareros), en algunos casos emulan deliberadamente el Constructivismo en el que se perfilan nítidas formas geométricas, planos cruzados y dramáticos contrastes de luces y sombras que tributan a sus años de formación.
Pero aquel no era el primer libro de fotos que hacía. Hacia 1941 Victoria Ocampo, que tenía buen ojo para captar talentos disponibles entre los europeos refugiados en el país durante la segunda guerra, lo convocó para hacer un registro de San Isidro, su pago entrañable, que derivó en la publicación de su primer fotolibro. Dedicado “Al amigo de toda la vida, el eucalipto que está frente a la ventana de mi cuarto”, San Isidro está dotado de 68 fotografías anilladas y un poema de la directora de Sur. En él Thorlichen hizo lo suyo. Al estándar del género le agregó un par de tomas casi minimalistas que claramente son su marca de estilo: unas sábanas flotando en un tendal, un par de carretillas de estiba en la estación de trenes, una vista parcial del famoso eucaliptus, son metonimias eficaces en su discurso visual que alude a lo social allí donde menos se lo espera. La frecuentación de Victoria lo congració por un tiempo con la élite intelectual, llegando a retratar a Silvina y a Bioy Casares y entablando amistad con Borges. Pero la historia metería la cola.
Con el advenimiento del peronismo el ejercicio de la profesión lo llevó a convertirse en fotógrafo personal de Perón y de Evita, lo cual lo distanció de aquel grupo inicial. Sin embargo, pronto encontraría un nuevo desafío. En 1953 sintió el llamado del proceso iniciado por el Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia, y hacia allí marchó. Una revolución de base indígena que nacionalizaba el estaño, causa de tantas desdichas, y hacía la reforma agraria, se parecía bastante a sus ansias juveniles. En su mirada extranjera, privilegiada para observar con cierto distanciamiento ventajoso el fenómeno americano, se anudaban, al fin, la busca de la alteridad étnico-cultural con el afán de transformación social. Fascinado por el proceso minero, Thorlichen realizó, contratado por el gobierno, un ensayo fotográfico en las minas Catavi y Siglo XX, las más grandes proveedoras de estaño del mundo. Foco de luchas y matanzas, ahora nacionalizadas pertenecían a la Corporación Minera Boliviana generando las condiciones de soberanía económica del país.
Ese mismo año se publicó en La Paz, con 52 retratos y un texto de Mariano Gumucio, su libro El indio, “basado en los pensamientos del Excmo. Señor Presidente Constitucional Don Victor Paz Estenssoro”. Y en el ‘55 El precio del estaño, con textos de Augusto Céspedes. Se había transformado en un raro testigo visual que, patrocinado por la revolución, daba cuenta del proceso histórico con herramientas, como la foto, novedosas para el país. A raíz de su éxito, Torlichen realizó una exposición en La Paz durante la que conoció y se hizo amigo de un joven médico argentino que estaba haciendo un viaje iniciático por América Latina. En sus Diarios Ernesto Guevara anota: “Con él hicimos un recorrido que, saliendo de La Paz, toma el club andino de Chacaltaya para seguir luego por las tomas de agua de la compañía de electricidad que abastece La Paz. Gustavo Thorlichen es un gran artista como fotógrafo. Además de una exposición pública y de sus trabajos particulares, tuve oportunidad de ver su manera de trabajar”. De ese vínculo surgirá el oficio alternativo de fotógrafo que el Che ejercerá en su exilio mexicano tras el golpe de Guatemala.
En julio del ‘56 Torlichen cubrió la fiesta del Carmen en Italaque, a orillas del Titicaca, para el diario La Nación de Buenos Aires. “Después de la misa se juntan en la plaza al pie de la iglesia y con una danza solemne y ritual agradecen al divino protector el cumplimiento de sus promesas”. Durante ese viaje publicó en Bolivia su libro La Paz. Pero los días como cronista fotográfico estaban llegando a su fin. Tras aquella experiencia, ya consagrado como artista y habiendo realizado exposiciones en Sttutgart, Hamburgo y Estocolmo, retornó a la Argentina y produjo el libro para Frondizi, a quien acompañó en su gira por Estados Unidos donde expuso en Washington en representación del país. En el ‘62 mostró su obra en Japón, auspiciado por Argentina, y publicó un libro de homenaje a su patria adoptiva realizado junto a Miguel de Hernani, Visiones de Buenos Aires, que fuera publicado también en México, hacia donde marchó, en un nuevo exilio, tras el golpe.
En el prólogo a La República Argentina Borges se pregunta, retórico, acerca del estatuto artístico de la fotografía. “¿Cómo admitir una rivalidad o una alianza de la eterna pintura y de la advenediza fotografía? ¿Cómo suponer que una armazón furtiva y endeble, servil como un espejo y mimética como un mono, incapaz de omitir o de preferir, pudiera amenazar la supremacía del ojo humano y de la diestra humana?” El planteo, admite, “encubre una falacia que urge sacar a la luz y exponer”.
Sir Thomas Browne, sostien, consideraba que “Todas las cosas son artificiales porque la naturaleza es el arte de Dios”. Y propone: “Sustituyamos la palabra Dios, hoy muy comprometida, por las palabras espíritu, ímpetu vital o voluntad, y quedará borrada la oposición de natural y artificial, de órgano y de instrumento”. Es que “El espíritu, empeñado en su milenaria tarea de explorar o crear el universo”, razona, “formó los órganos sensibles y luego, por obra del cerebro, los instrumentos y las máquinas que son proyecciones de aquellos”. De ese modo microscopios, telescopios y máquinas fotográficas complementan el ojo humano y lo prolongan. “Si el ojo es una suerte de cámara, ésta es inversamente una suerte de ojo y es irrazonable negarle participación en tareas estéticas”.
Para Borges, que talla en un debate siempre renovado, abominar de la máquina sería también abominar del cuerpo humano. (“Lo mismo habría que decir de aquel otro instrumento, el lenguaje”, aduce de paso). “Consideremos ahora esta antología de imágenes que tengo el privilegio de prologar. Quienes en otras regiones de América o en Europa vuelvan sus deleitables hojas sospecharán las delicadas pero muy verdaderas dificultades que Thorlichen ha debido vencer. Éstas son de orden psicológico, aunque también las hay de orden físico, ya que el territorio argentino es muy dilatado y, en ciertas zonas, harto incómodo y primitivo”-escribe. Y entonces aborda el meollo de su planteo; lo que realmente quería decir. “Pocas regiones del planeta habrá menos visuales que ésta. Consideremos en primer lugar el caso de la pampa”. “La vastedad no está en cada percepción de la pampa (que es lo que puede registrar la fotografía) sino en la imaginación del viajero, en su memoria de jornadas de marcha y en su previsión de otras muchas. La pampa no se da en una imagen; es una serie de procesos mentales” -postula, solipsista. Y sostiene: “Lo pintoresco es la excepción en este país y no lo sentimos como argentino” (sic). “De ahí lo difícil de apresar en una limitada serie de imágenes estas realidades hurañas y casi abstractas, de ahí lo singular de la proeza que ha efectuado Thorlichen, con lucidez, pasión y felicidad”.
Hacia 1970 el fotógrafo migró de nuevo, esta vez a España, pero no se radicó en ninguna de las grandes ciudades sino en Alhaurín el Grande, en Málaga, un pueblito mozárabe cerca del Mediterráneo, donde fallecería en 1986. Habiendo abandonado la fotografía, se abocó a su pasión inicial, la pintura, en la que dio rienda suelta a su marca constructivista. Desapercibido por la historia del arte en nuestro país, Gustavo Torlichen es acaso el único en quien se anudan Alemania, Argentina, Bolivia, México y España con nombres como Victoria Ocampo, Borges, Perón, Evita, Paz Estenssoro y Ernesto Guevara, unidos por la curiosa mirada ajena que, como el tiempo, los vuelve parte de una misma historia.