La primera de las películas de Terry Gilliam dedicada al universo de la imaginación fue Los ladrones del tiempo (1981), una búsqueda que luego continuaría en Brazil (1985) y, por último, El barón de Munchausen (1989). Protagonizada por un niño obsesionado con la historia de la Antigua Grecia, la fábula de uno de los creadores de Monty Python ofrecía una mirada crítica sobre la Inglaterra de comienzos de los ’80, enredada en un vacuo consumismo y en las promesas de la felicidad capitalista que encarnaba la era Thatcher. La película surgió de la colaboración de Gillian con otros dos de los integrantes del grupo, John Cleese y Michael Palin –además de la actuación protagónica de Sean Connery–, y suponía una serie de viajes en el tiempo que mostraban la potencia de la fantasía, impulsada por la audacia del niño Kevin, frente al discurso de sus padres, reacios a la historia y partidarios de un futuro tecnológico concentrado en gadgets e implementos para el consumo. Gillian profundizó esa sátira de la tecnocracia en Brazil, ya con un protagonista adulto, aunque con la misma fuerza iconoclasta, y clausuró su ‘trilogía de la imaginación’ con el maduro Barón de Munchausen reclamando el rigor de verdad de la Historia, a la que ya nadie parecía apegarse.
Hoy puede resultar lógico que, en esta era de la posverdad, las reflexiones de Gillian y los Monty Python adquieran nueva trascendencia, dado que es justamente ese triunfo de la tecnología mundana y ahistórica que ellos vaticinaron el que ha sepultado toda posible vitalidad de la imaginación. O eso creen Taika Waititi, Jermaine Clement e Iain Morris, quienes reformularon Los ladrones del tiempo en una nueva serie, estrenada en estos días en la plataforma Apple TV, y nuevamente concentrada en las disputadas entre pasado y futuro. “¿Sabés qué originó este accidente?”, le reprocha el padre al pequeño Kevin (Kal-El Tuck), herido por el embate de un guerrero vikingo que escapaba de los sajones a través del armario de su habitación. “Mirar hacia atrás. Estás estancado en el pasado”, le advierte con severa admonición. Es que mientras Kevin lee las aventuras de los vikingos y el misterio de la fundación de Woodhenge, su familia le reclama que use el celular y se ponga a chatear con sus amigos. Pero Kevin no tiene amigos: ir en contra de las modas lo confina a la soledad, a las batallas discursivas del TEG y rezagado como el último jugador de fútbol al que nadie quiere en su equipo. Es difícil atender a la historia en un mundo que la repudia.
La historia de esta nueva Time Bandits, como reza su título original, está situada en la Inglaterra contemporánea alrededor de la vida de Kevin, un niño de primaria cuyo interés primordial se encuentra en los libros sobre el pasado. La historia del caballo de Troya en la civilización griega, los fríos inviernos para los hombres del Neandertal y las ceremonias de la civilización maya son sus temas de conversación, mientras sus compañeros de colegio lo ignoran y lo vemos pintar sus mamuts de yeso al son de sus prolongados soliloquios. Pero un día todo cambia, el armario de su habitación se convierte en un portal del tiempo para los ladrones de un codiciado mapa, arrebatado al Ser Supremo de la creación. Esos imprevistos visitantes son un grupo de simpáticos inadaptados que acumula su pecunio en pequeños botines a través viajes por el pasado, y si bien Kevin quedará primero sorprendido por el hallazgo, luego se verá cautivado por la aventura que le espera, a través de una historia que leyó en los libros y que ahora cobra vida antes sus propios ojos.
Ya Waititi había demostrado su destreza en la combinación de la niñez y el humor en la comedia negra Jojo Rabbit (2019), en la que un niño sobrevivía al nazismo a través de un diálogo impensado con una refugiada judía y en disputa con su amigo imaginario de bigotito y saludo marcial. Esa impronta de diálogo socrático que el pequeño Jojo entablaba con un Adolf torpe y singular como espejo de la adultez de aquella Alemania de los ’30, se recrea en un constante debate que une a Kevin, parlanchín y sabelotodo, con la pandilla de ladrones integrada por Penelope (Lisa Kudrow), Alto (Tadhg Murphy), Widgit (Roger Jean Nsengiyumva), Bittelig (Rune Temte) y Judy (Charlyne Yi). Sin lugar a dudas, Kudrow es la que se lleva las palmas, usando su anárquica verborragia como discurso de liderazgo, a través del cual intenta conducir al grupo y conseguir los tesoros, en una efectiva fuga de los dictámenes del Ser Supremo.
Es que todo lo que conoce Kevin sobre el pasado se convierte en un saber privilegiado para estos viajes a modo saltimbanqui por el mapa de los tiempos; se erige como una especie de oráculo que ayuda a Mrs. Chung en su batalla contra la Armada Británica en la Macao de 1810 y resulta imprescindible para preservar el misterio de Stonehenge y su irónica fundación como tienda de regalos medieval. ¿Es ese niño de 11 años el guía que estaban esperando? Entre chistes y humoradas, los ladrones del tiempo cargan con su propio Sanbenito: una de las integrantes del grupo ha desaparecido y todavía no han podido saber de ella ni descubrir si ha enviado a un sustituto. La alianza con ese niño estudioso es quizás el camino para enfrentar no solo la ira del Ser Supremo sino las pérfidas persecuciones de su némesis, el Señor Pura Maldad (Jemaine Clement), hundido en el más ardiente de los infiernos. Rodeado de sus genuflexos secuaces, el déspota de las profundidades planea encontrar en los viajeros del tiempo el atajo esperado para su venganza.
Pese a lo rocambolesca de su narrativa y a los guiños a este presente sin historia que no comprende a Kevin –sintetizado magistralmente en sus padres, sentados frente al celular, chateando entre sí y embelesados con la tecnología más idiotizante–, la serie nunca pierde su espíritu de aventura infantil, esa condición de sueño que modela cada viaje por el tiempo, menos signado por un calendario estricto que por una fuga de los imperativos del bien y el mal, a veces más parecidos entre sí de lo esperado. Y la dinámica entre Kevin y Penélope reactualiza la disputa con sus padres: una perspectiva consciente del peso de la Historia sobre nuestro destino versus un despreocupado y amoral sendero hacia un mundo sin memoria. La capacidad de Waititi de reavivar con humor discusiones que parecen banales si no se las convoca desde la solemnidad, le otorga a su comedia una saludable insistencia en lo vitales que deben ser ciertas ideas a menudo olvidadas en la premura del aquí y el ahora.