Este es un breve texto sobre el estilo y sus derivaciones extraordinarias. Está inspirado en mi gusto por la “La flor azul”, una chacarera de Mario Arnedo Gallo y Antonio Rodríguez Villar, interpretada y grabada por Mercedes Sosa en su disco Mercedes Sosa en Argentina.

Elegir una chacarera es elegir todas las chacareras, pero esta la recuerdo primero por su título, que genera un placer espontáneo y me da un acceso inmediato a su poesía. Ese álbum y la resonancia de ese sonido creo que la conocemos todos, y es elevada, realmente popular. Valoro mucho esa inmediatez. El clima que tienen esos conciertos de familiaridad entre la voz y el oyente es magnífico. Pero también elijo “La flor azul” por la vía de una ficción, mi historia. Por la coincidencia con el personaje de esta canción, que allí adentro de la canción, canta mirando nomás el cielo, en el monte oscuro de Santiago del Estero. Así conocí yo el tema, por el gusto que tenía entonces mi propio padre, de sentarnos a oscuras en el jardín a mirar el cielo; el contorno de las cosas y los bichos de verano con su luz. Mientras, escuchábamos temas como éste en un minicomponente Phillips, comprado en un Tucumán de los años ’90.

Mercedes Sosa es una cantante que me conquistó en la infancia y me volvió a conquistar ahora, y creo que admiro la cantidad de registros que puede absorber su figura: desde icono ortodoxo, hasta estrella pop malhumorada. Cuando la miro bailar con su poncho azul en la versión de “Un son para Portinari”, mientras trato de copiar cada uno de sus pasos, capto lo que ella permite leer: lo crucial de la forma de pensar su cuerpo en el escenario para lograr ese efecto de arrojo, de lanzamiento de la voz hasta la otra punta del mapa, objeto final de su performance de su acción. Los gestos de su cara, la posición de las manos, todo está puesto al servicio de la voz. Diría que a veces, en mi ficción de fan, puedo adivinar lo que está pensando mientras canta por la forma en la que mira.

Nunca hice música folclórica, aunque sí estudié inicialmente eso. Mal estudiante (ya es mucho decir), sí estuve atento a esa formación tradicional de aprender zambas y chacareras. Ese hábito me dio mucho de lo que tengo y eso lo entendí con el paso del tiempo. Tuve un profesor exigente al que agradezco no haberme dejado pasar una. Igual no leo música, o no leo como se lee, pero me interesa mucho el pentagrama como espacio sonoro. Trato de estudiar, no hay que dormirse nunca en eso. Prometo mejorar.

Pero sigamos con “La flor azul”, porque tiene un registro pictórico, fotográfico –de brillo de fotograma– o paisajista. Porque el espíritu de este tema y el recuerdo de esa música nocturna es al que se dirige mi música. El color de mi propio sonido –que diría que es un negro azulado– es la forma en la que yo intento confundirme con el folclore: viene de ahí, pero se mezcló con otras cosas. Que una chacarera le diga a esa flor azul que a la noche yo la busco por la Cruz del Sur, o bien, el contorno del sonido, el resplandor de esas grabaciones tan argentinas y tan tradicionales, es mi puerta de entrada al ambient. Es decir, ¡la fascinación por el ambiente de las grabaciones!

Unos años después de este jardín a oscuras musical yo ya pasaba el tiempo escuchando música ambient (Aphex Twin, Vladislav Delay, GAS, Oval, Pan Sonic), también escuchando dream pop (MBV, Slowdive, Cocteau, Mercury Rev), muy influenciado por Juan Román Diosque, y también escuchaba el pop argentino de los tempranos ’00. Siempre me gustó Sergio Pángaro, las Ondas Martenot, o algunas canciones que grabó Isol en sus comienzos. Pero hoy sin embargo me vuelco por elegir una chacarera y me lo quiero explicar.

Me explico a mí mismo si esta cosa, entre pretensión y pregunta profunda por el estilo, no se habrá producido por efecto de la palabra misma ambiente, como pegazón en el intersticio del estilo. El estilo es hasta donde se puede escribir: entonces quiero que escriban los aparatos y las frecuencias. Teoría: La misma chacarera puede ser pasada por alto, o confundirse demasiado con el paisaje si no está interpretada con un rasgo distintivo, que la haga única. Como oyente prefiero no saber qué me captura, pero quizá como músico haya comenzado a preguntármelo, inclusive en contra de mi obstinación por no saber nada sobre cómo se hacen las cosas.

¿Cómo se produce un ambiente único a través del sonido? Algo que recree las condiciones de la audición a oscuras, en lo profundo de la naturaleza, pero con un medio electrónico, que capturó otro ambiente y tiempo muy distinto. Inclusive uno podría pensar en componer el sonido estático del minicomponente de los ’90 y allí estaríamos verdaderamente en el hueso, eso era lo que sonaba al fondo de todo. La superposición de planos audibles da una memoria del alma sonora, de la huella de onda que llevamos marcada.

La música ambient que se desprende de un clásico del folclore argentino era mi imaginación. Pero por ahí entro ahora al folclore, o algunos de los folclores. No tengo programa. “La vida es como un jardín: podés tener momentos perfectos, pero no preservarlos, excepto en la memoria”, escribió el actor Leonard Nimoy antes de morir. La música permite preservar algo de esa memoria de jardín. De hecho, eso es lo que hace el tipo en la canción “La flor azul”: está en su jardín –en un monte–, mirando el cielo, pitando, y entregado a la suerte que le tocó: “cantar por andar cantando sin ser escuchao”.

Por eso me parece que la música como infinito puede ganarle a la memoria: porque puede hacernos recordar sin sentido, porque alienta a la memoria del cuerpo que es la memoria del alma sonora. El surgimiento de la memoria a través del sonido y de la música no depende de una cronología, sino de un simple instante de captación, y no tenemos mucha idea de cómo eso se produce.

A mi, estos pensamientos sin forma me sirven para existir adentro de la música. Cuando tengo que salir de ella no puedo tenerlas tan cerca. Pero mientras, en mi música, intento la reconstrucción de un espacio de sonidos, donde todas estas ideas me sostienen. En ese sentido, “La flor azul” las reserva y las deja ahí para que vuelva cuando quiera. Como una memoria escrita en piedra que aparece y luego se borra. Como una flor azul que resplandece en la oscuridad del monte y se reintegra en un sonido ajeno a cualquier presente, o como una mano flotante que irrumpe en un cuadro y escribe un mensaje con letras de brillo.

Bruno Masino nació en San Miguel de Tucumán, en 1983. Su formación está marcada por la informalidad. Actualmente lleva adelante el proyecto musical Pergamusi, donde busca presentar en cada recital una relación distinta con su propio repertorio. Canciones, ruidos y letras ha sido su programa de composición desde el 2010 hasta la fecha. Su última grabación –la ópera documental En vos confío– fue nominada por la Academia de Cine Argentina a mejor música original para los Premios Sur 2024. Vive en Buenos Aires. Pergamusi se presenta el jueves 22 en La Casa del Árbol, Av. Córdoba 5287, junto a Esteban García y Coro Fantasma. A las 20.