Era el 6 de febrero de 1978, hacía mucho calor y esa noche había fiesta en la casa de la chica que me gustaba. Fui el primero en llegar al coqueto chalet de Martínez y me presenté tímidamente ante quienes pronto serían mis “suegros”. El resto fue llegando y entre sanguchitos de pan lactal y vasitos de plástico, empezamos a bailar.
Mientras desde el Winco Carly Simon nos decía que “Nadie lo hace mejor”, yo intentaba convencer a Claudia de que fuera mi (primera) novia. Esa noche volví a casa con la satisfacción del deber cumplido y una cita para el día siguiente.
El domingo fuimos a tomar un helado. Mientras buscábamos un sitio adecuado para darnos un beso, me contó que tenía dos hermanas mayores que no vivían con ella. En ese momento no le presté mucha atención, preocupado por encontrar un banco libre un domingo a la tarde en la Plaza de San Isidro. A la noche la dejé en la puerta de su casa, y emprendí feliz el regreso a casa.
Ya en el colectivo me acordé del tema de sus hermanas, asunto por el que yo no había mostrado suficiente interés, así que cuando bajé del colectivo me detuve en el teléfono público de la YPF y la llamé.
-Parece que ya me extrañás- dijo sonriendo.
-No… ¡bueno, sí! Pero no te llamaba por eso. Me quedé pensando en lo de tus hermanas, y…
- ¡No! -Me interrumpió -Por acá no. Mañana hablamos.
Al otro día, mientras paseábamos por el barrio, me confesó que sus hermanas militaban en Montoneros, que no sabía dónde vivían y que no podíamos hablar del tema por teléfono porque estaba “pinchado”. Fue la primera vez que escuché esa expresión.
Mientras nos besábamos a la sombra de un eucalipto me contó que cada semana una de sus hermanas llamaba a una amiga de sus padres fingiendo ser otra persona y charlaban un rato acerca del clima o de lo que fuera. Esa charla banal era el modo de confirmarles que seguían con vida.
Los meses pasaron entre escapadas a la salida del cole, detección de Falcon verdes, chapes a escondidas de los viejos y el esperado “parte de vida” de sus hermanas. Meses de adrenalina, hormonas alteradas y paranoia.
Ese año celebré mi cumpleaños con una fiesta de disfraces. Claudia llegó tarde, vestida de pirata, y mientras se cambiaba el parche de ojo me contó que su hermana no había llamado esa semana. Yo la miraba en silencio a través de los orificios de mi disfraz de fantasma y por primera vez la vi llorar.
A la semana siguiente, mientras tomábamos un Toddy en el jardín, sonó el teléfono y atendió la madre. Era Cristina, la hermana mayor, que le contaba que había sido “detenida”, que estaba bien y que pronto iban a tener más noticias. La pobre mujer se encerró en su dormitorio hasta el otro día.
Al sábado siguiente una amable voz castrense les anunció por teléfono que en una hora estarían ahí para que pudieran hablar con la detenida. Por precaución me pidieron que me fuera a mi casa.
Cristina llegó escoltada por tres hombres de civil, quienes explicaron que ella estaba en un “Campo de recuperación, para reintegrarse como miembro útil de la sociedad” (sic). También informaron que el esposo de Cristina había muerto cuando salió a la calle a esperar a su mujer.
Un enfrentamiento, dijeron.
Las visitas se repetían cada dos o tres semanas, siempre con el mismo modus operandi: ellos venían y yo me iba.
La cosa se fue relajando, incluso empezaron a dejarla un sábado para pasar a buscarla el domingo.
Así fue que uno de esos días mi suegra propuso que me quedara en la cocina sin hacer ruido hasta que se fueran. Y eso hice. Bueno, casi…
Cuando sonó el timbre me fui a la cocina y me senté a esperar. Escuché cómo abrían la puerta, imaginé los saludos de ocasión, oí las voces como murmullos indescifrables y me propuse estar lo más quieto posible. Pero estar quieto no era fácil en esas circunstancias. La ansiedad me consumía, el tiempo pasaba, y los tres milicos parecían decididos a quedarse a vivir en ese living.
Aburridos, mis dedos comenzaron a deambular sobre el mantel de hule floreado, y en su inútil derrotero encontraron una pinza de hielo con la que se pusieron a jugar. Hasta que sucedió lo inexorable.
La presión de índice y pulgar sobre la punta de la pinza, combinada con la profusa sudoración dactilar, produjeron el consabido efecto catapulta y ésta salió disparada hacia el infinito. El ruido del acero rebotando eternamente en el piso de la cocina todavía resuena en el vestíbulo de mi oído interno.
Ahora sí estaba inmóvil, paralizado de terror.
De pronto se abrió la puerta y entró mi suegro, pálido, me llevó al living y me presentó como “el novio de la más chica”.
Todavía recuerdo la imagen de los tres sentados en el sofá. Dos eran muy jóvenes, rubiecitos y vestidos como los chetos de entonces, incluso tenían esos mocasines con flequitos que me gustaban. Uno se presentó como Gonzalo y el de anteojos, como Marcelo. Al tercero le decían Miranda y era bastante mayor, teniendo en cuenta que a mis dulces 16 todo el que tuviera más de treinta era un hombre mayor.
Las visitas continuaron durante algún tiempo hasta que, recuperada como “miembro útil de la sociedad”, Cristina volvió a vivir con sus padres, mientras que Cecilia, la hermana del medio, pudo salir de la clandestinidad y ya blanqueada, decidió legalizar su relación con Jorge, con quien ya tenían un hijo.
A la salida del Registro Civil nos esperaba Gonzalo, que “pasaba para felicitar a la feliz pareja”. Después de saludar a familiares y amigos, se nos acercó a Claudia y a mí.
- ¿Se vuelven caminando?
-Sí -Le respondí -Son pocas cuadras y los autos están llenos…
-Vengan, que los llevo -nos dijo.
La cara de Claudia se transformó en una mueca temible.
Subimos al 504 blanco, yo en el asiento del acompañante y ella atrás.
Durante el viaje, siempre sonriente, Gonzalo me aconsejó que no siguiera la carrera militar porque era muy sacrificada.
En cinco minutos llegamos a la casa, donde comenzaba una pequeña celebración.
-Pásenla lindo, chicos… Y decile a tu novia que cambie esa cara, ya se va a casar también -acotó mientras se iba.
Mi relación con Claudia duró hasta mediados de los ochenta y ya no volví a verla.
Al que volví a ver fue a Gonzalo.
Era el año 98. Yo venía manejando cuando lo divisé disfrutando un impune café en la vereda del sol de Nicanor, un bar en el centro de Martínez.
Apenas pude estacionar, corrí hasta el bar, pero él ya no estaba.
A esa altura ya conocía su verdadera identidad, en realidad todos la conocían.
Y con el tiempo fui descubriendo quiénes eran los otros dos.
“Miranda” era Raúl Enrique Scheller, Capitán de Navío, apodado también “Mariano” o “Pingüino”. Murió en la prisión de Marcos Paz en el 2015, condenado a perpetua por crímenes de lesa humanidad.
“Marcelo”, el chetito de anteojos, también conocido como “Sérpico”, era el Capitán de Corbeta Ricardo Cavallo, quien fue capturado en México, extraditado a España por Baltazar Garzón y finalmente juzgado en Argentina. Actualmente cumple perpetua en el penal de Ezeiza.
Y el simpático Gonzalo era el Capitán de Fragata Alfredo Astiz, conocido en sus mejores tiempos como “El Ángel Rubio” y que hoy vuelve a ser noticia gracias a los favores de algunos diputados de esta democracia que ¿supimos? conseguir.