Bernardo José de Monteagudo nació en Tucumán el 20 de agosto de 1789. En apenas 35 años condensó mil vidas. Fue un intelectual notable y también un hombre de acción. Participó del proceso revolucionario de Chile y Perú junto a José de San Martín, fue parte del debate de ideas en Buenos Aires junto con Manuel Belgrano e intervino en la política internacional de la mano de Simón Bolívar. El 28 de enero de 1825 fue asesinado en Perú. Aunque se capturaron a los autores materiales, nunca se pudo determinar quién o quiénes habían planificado el crimen. Monteagudo fue un personaje notable en su época, pero tras su asesinato, se lo intentó cubrir con el manto racista de la invisibilización.

Siendo un adolescente se fue a estudiar leyes a la Universidad de Chuquisaca, en Sucre, Bolivia. Por esos años, esa ciudad era el epicentro del pensamiento en Sudamérica. Allí, Monteagudo no solo se formó sino que empezó a dar sus primeros pasos como líder político e intelectual. En 1809, con tan solo 20 años, publicó “Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los campos de Eliseo”, un texto que simula una conversación post mortem entre estos dos personajes y donde Monteagudo cuestiona la invasión española en América y reivindica el derecho al autogobierno de los americanos:

Convenceos de que los españoles han sido unos sacrílegos atentadores de los sagrados e inviolables derechos de la vida, de la libertad del hombre. Conoced que como envidiosos y airados de que la naturaleza hubiese prodigado tantas riquezas a su América, habiéndolas negado al suelo hispano, lo han hollado por todas partes. Confesad, en fin, que el trono vuestro en orden a las Américas, estaba cimentado sobre la injusticia y era el propio asiento de la iniquidad.”

El texto se volvió popular entre los estudiantes de la universidad y funcionó como una especie de catalizador de la Revolución de Chuquisaca, la cual se produjo pocos meses después de su publicación. La revuelta fue duramente reprimida y Monteagudo fue preso junto con otros líderes juveniles. A pesar de la derrota, el levantamiento que abogaba por la libertad y el autogobierno fue una chispa de revolución que se esparció luego por toda América del sur.

Al cabo de unos pocos meses preso, Monteagudo ideó un plan de fuga que concretó el 4 de noviembre de 1810. Luego de una notable peripecia, el tucumano se instaló en Buenos Aires. Desde allí comenzó su tarea como periodista y siguió cultivando sus dotes de líder e intelectual. Fue director de la Gaceta de Buenos Aires y poco tiempo después, tras algunas diferencias con el Primer Triunvirato, fundó el periódico “Mártir o Libre”. Más tarde fundó, junto con otros líderes políticos, entre los que se encontraba Mariano Moreno, la Sociedad Patriótica y dirigió el órgano de difusión que se llamó “El Grito del Sud”.

Fue uno de los impulsores y referentes más destacados de la asamblea constituyente de 1813. Allí promovió leyes como la de libertad de vientres, la ley de derogación de la servidumbre indígena y la de abolición de los títulos de nobleza, entre otras más. Sus posiciones políticas revolucionarias y su notable influencia en la asamblea del año XIII le valieron toda clase de enemigos. Por eso se exilió en Europa, donde vivió de 1815 a 1817. Luego de este período de destierro decidió volver al país, evitando Buenos Aires. Entendía que debía ir a Mendoza y unirse al proyecto del General San Martín. Se convirtió así en Auditor del Ejército de los Andes.

Tras la gesta heroica del cruce de los Andes, circuló por Chile un texto de su autoría titulado “Relación de la Gran Fiesta Cívica Celebrada en Chile el 12 de febrero de 1818”, donde argumentaba sobre la importancia del hecho independentista. La influencia de este texto le valió ser uno de los redactores del Acta de Independencia de Chile. Otro de sus valiosos aportes en el país trasandino fue la creación del periódico “El Censor de la Revolución” en 1820.

Al año siguiente siguió su camino junto con San Martín hacia Perú. Tras el triunfo de la revolución se constituyó en Ministro de Guerra y Ministro de Relaciones Exteriores de ese país. Desde allí impulsó, al igual que lo había hecho en Buenos Aires, leyes contra la servidumbre indígena y la libertad de vientres. Un año más tarde, emprendió camino hacia Panamá; había cosechado muchos enemigos en Perú y corría riesgo su vida si se quedaba.

Lejos de amedrentarse, Monteagudo entabló relación con Simón Bolívar y se convirtió en diplomático de la Gran Colombia. El cargo le permitió esparcir sus ideas de libertad por lo que se conoció como las Provincias Unidas del Centro de América, que la conformaban las actuales Guatemala, Belice, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y el Estado de Chiapas, en México. Esta experiencia lo ayudó a consolidar su espíritu americanista, tanto como a madurar sus ideas revolucionarias. Así quedó plasmado en su obra más importante: “Sobre la Necesidad de una Federación General entre los Estados Hispano-Americanos y Plan de su Organización”, obra publicada en Perú, donde volvió junto con el Ejército de Bolívar en 1824:

“(...) Ahora nos ocupa formar un foco de luz que ilumine a la América: crear un poder que una las fuerzas de catorce millones de individuos: estrechar las relaciones de los americanos, uniéndolos por el gran lazo de un congreso común, para que aprendan a identificar sus intereses y formar a la letra una sola familia.”

En Lima encontró la muerte el 28 de enero de 1825. Los magnicidas, dos asesinos a sueldo, le clavaron un puñal en el corazón. Monteagudo tenía tan solo 35 años, pero le bastó para convertirse en unos de los próceres más importantes de la historia americana. Simón Bolívar en persona interrogó a los sicarios, aunque estos mantuvieron el pacto de silencio sobre los instigadores hasta su muerte. Algunos atribuyen la autoría intelectual del crimen a José Sánchez Carrió, un secretario del círculo íntimo de Bolívar; otros a unos españoles que se encontraban en ese momento en Perú. Lo cierto es que Monteagudo había cosechado muchos enemigos por sus posiciones revolucionarias. Los siguió teniendo incluso después de su muerte, por su origen afrodescendiente y todo lo que con ello representaba.

A finales del siglo XIX, la élite gobernante argentina construyó un relato histórico oficial de las gestas patrióticas y del naciente Estado nacional. En este proyecto no había lugar para un prócer afroargentino y radical como Monteagudo. Dada la magnitud de su obra, se hacía imposible borrarlo de la historia nacional, por lo que se decidió blanquearlo. Se encargó la realización de un retrato de Monteagudo a un reconocido dibujante de la época y se le encargó que copiara el rostro de Bernardo Vera y Pintado, un político chileno. Aunque a pocos años del engaño ya existían historiadores que daban cuenta de la falsedad del cuadro, como el historiador Gabriel René Moreno, esa imagen sigue siendo utilizada actualmente en manuales escolares de todo el país, e incluso existen monumentos que reproducen esta falsa figura.

Para completar la tarea de negación e invisibilización, en 1918 cuando se repatriaron los restos de Monteagudo desde Perú, se le encomendó a un perito que realizara una autopsia del cadáver y concluyera que no era afroargentino. Luego sus restos fueron olvidados en un panteón del cementerio de la recoleta. Sin embargo, con una trayectoria de vida que involucró varios países, no podía pasar mucho tiempo hasta que apareciera otro retrato de su rostro, como finalmente sucedió.

Hoy contamos con un retrato de Monteagudo de su paso por Perú y estudios de varias universidades, entre las cuales está la Universidad de Buenos Aires, que confirman el origen afroargentino de este notable prócer de América. No obstante, se sigue conociendo poco o nada su legado, y tampoco se le reconoce su origen. Monteagudo fue, en vida, incómodo para muchos, por su conciencia y por su acción política. Muerto también resulta incómodo para muchos, porque estalla por los aires el relato racista de nuestra conformación como Estado Nación.