Parece que no pero sí: la reforma laboral, aún en los artículos que no versan sobre pasantías y proyectos para inserción laboral de los jóvenes, está enfocada en ellos. En un mundo donde la tendencia global es de casi un 20 por ciento de desempleo juvenil –en Argentina es el doble y en algunas zonas de África, el triple– y la exigencia del universo de empleadores es “buena presencia y experiencia”, donde la docilidad y la flexibilidad multitarea son virtudes destacadas, esta reforma laboral –o ese borrador que circula hace semanas y pronto llegará al Congreso– aparece como una hoja de ruta que ha trazado el Gobierno en conjunto con los sectores empleadores.
Con un fin simpático –“generar empleo” en un mundo donde no sobra– y otro menos audible –“mejorar la competitividad de los empresarios para generar empleo”, es decir otorgarle beneficios al empresariado–, la reforma tiene un par de banderas más o menos visibles cuyos fines permanecen oportunamente silenciados. Al fin y al cabo, nadie se quedaría sentado a la espera de un trabajo en el que prometen azotarlo durante doce horas. Tampoco la ley –su borrador– presupone eso, claro. Es que, como dijo el titular de la Unión Industrial Argentina, Miguel Acevedo, “ya nadie espera hablar de trabajo esclavo ni de flexibilización laboral”. Se sabe: es tiempo de eufemismos y sometimientos más sutiles.
Junto a la UIA y el Gobierno, que evita hablar de precarización, de ajuste o de retrocesos en materia de derechos laborales, se pararon entidades que nuclean a empresarios rurales, bancos e incluso pymes. Del otro lado se alzan voces de académicos, de la Izquierda y algunos sectores del anterior gobierno. Y en el medio, la CGT, una central de trabajadores en puja: de un lado dicen que está todo acordado y que son leones domados que cuidarán su pedazo de carne (los fondos de las obras sociales); del otro, que no dejarán pasar la reforma. Y por lo bajo, se tejen encuentros y arreglos: muchos dirigentes sindicales reconocen la necesidad de ir a un cambio en convenios de trabajo que han quedado anticuados: la ley de trabajo es de 1976 y la mayor parte de los convenios por sector de 1975. Al cierre de esta edición, por caso, se supo que la UOM de Tierra del Fuego, la cámara de fabricantes argentinos de terminales electrónicas (Afarte) de esa provincia, el Gobierno nacional y el fueguino habían acordado la eliminación de paritarias en el sector hasta 2020.
Bajo la mentada modernidad se esconden puntos no tan modernos: suprimir el pago de horas extras mediante un banco que permita que un día trabajes seis y otro diez, revitalizar las pasantías y prácticas laborales –que pagan menos, tributan menos, son más flexibles en horarios y tiempos de duración–, aumentar la jornada laboral –justo cuando a nivel mundial se cumplen 200 años del comienzo de la lucha por la de ocho horas–, reducir drásticamente el pago de indemnizaciones por despido, defender la tercerización y la subcontratación. Es un perfeccionamiento de lo ensayado en los últimos años. Y su legalización y, precisamente, blanqueo: los empresarios serán perdonados en multas económicas y sanciones penales si blanquean a sus trabajadores en el año siguiente a la sanción de la ley.
Hay algo que sobresale: con el desarrollo tecnológico y científico se amplió exponencialmente la capacidad productiva de la Humanidad. Es decir que hay más alimentos, y mejores; más medicamentos, y mejores; mayor desarrollo en casi todos los sentidos, y hacen falta menos personas para las mismas tareas. Con todo eso, no se explica por qué sería necesario el aumento de la jornada laboral. Tampoco se explica el hambre en el mundo, pero no perdamos el foco.
La reforma tiene otro polo: el sistema previsional argentino, que implica que trabajadores activos sostengan a los pasivos. Los sostienen mal –cada vez más jubilados sobre población activa–, y el déficit fiscal in crescendo en el país parió una reforma tributaria y previsional que promete financiar a empresarios –y provincias– a costa de desfinanciar una vez más la Anses. Equilibrado eso con un recorte en aumentos a jubilaciones y pensiones, ahora actualizados por inflación. A todo eso se le añade el alejamiento de la edad jubilatoria, que resulta un ajuste fiscal por otros medios.
¿Y qué rol tienen los pibes que ingresen a este mercado laboral? El de precarios, inexpertos, flexibles, polifuncionales, en la carrera por una formación que nunca alcanza, y siempre dispuestos. Siempre contentos de tener, al menos, una paga mensual, son reemplazo efectivo para trabajadores “más costosos” y añosos. Eso para los trabajadores estables, y sin contar la nueva figura del trabajador autónomo económicamente dependiente que impone esta reforma laboral: un artilugio legal para evitar que los monotributistas que le facturan casi el ciento por ciento a un solo contratante puedan reclamar ante esa relación laboral encubierta.
Todos los caminos conducen a Roma, siempre que Roma sea la baja del costo laboral. La mano invisible del mercado, una alegoría fantasmagórica que acuñó Adam Smith y que ocultaba la regulación estatal –en acciones y omisiones– hacia uno u otro sector, queda al desnudo. Aquí y ahora, el Estado y el mercado se estrechan la mano. Y las reformas planteadas muestran, a todas luces, para qué.