La premisa de tratar de asociar aspectos de mi existencia con algún hecho artístico que tuvo cierta influencia en mi, me depositó en un pasado cada vez más fragmentado, pensar para asociar. Ya sé, qué pasa, nada pasa, pero pedazos de emociones se trenzan, unir los lazos de lo que queda del recuerdo, pétalos, gotas, guindas, paltas, higos, nísperos, granadas, ciruelas, duraznos, limones todo en el mismo terreno 15x10 al fondo es donde se duerme, adelante donde se juega, se esquivan gallinas y un abuelo analfabeto desea pinchar la pelota.

Mi yo niño (que ya parece un yo otro) vivía en un hogar humilde pero pleno de árboles con frutos variados. Era un escenario ideal porque no me hacía muchas preguntas y podía colgarme en los árboles y el campo de la imaginación desbordaba, ignoraba las carencias cotidianas y un jardín era un infinito color, cachetes colorados, correr y trepar, empacho de palta y silencio de siesta. Era un duende en un bosque suburbano y no sabía de temores mucho menos de amores rotos. Había un árbol particular que por su ramificación me permitía trepar con cierta facilidad, un árbol de nísperos, podía acceder a los frutos inaccesibles o zamarrear y hacer una mini lluvia de nísperos maduros y hojas al caer, la potencia de jugar solo.

Después, un gran mucho después, el tiempo arrasó con algunas vidas queridas y esos árboles fueron desapareciendo. Fui creciendo y algunas preguntitas en mi fueron floreciendo y complejizadome, de manera casi inconsciente me fui arrimando al mundo de la expresión. Lo primero que tuve a mano fue el universo de las películas, empecé a alquilar películas de manera voraz me fui de manera instintiva acercando a estilos, estéticas, directores, hasta que un día di con una peli de Abbas Kiarostami, El sabor de las cerezas. Fue tal la potencia de contemplar esa pieza que quedé aturdido por la fuerza de ese relato, de cómo se contaba, de cómo asesinó la forma en la que entendía de cómo se puede contar algo, esa lentitud que a mí se me hacía veloz. La recomendaba entre amigos y un poco se me burlaban, un muchacho del conurbano ponderando una película iraní, me daba la sensación de que esa película contenía la tragedia de la humanidad, cómo podía ser que tanta sencillez fuese tan compleja. Hay una escena clave, que es cuando el protagonista escucha a un hombre, una anécdota sobre lo insoportable que es vivir por momentos y que el hombre fantaseaba con quitarse la vida, y cuando cuenta que sube al árbol descubre aromas, sabores, colores, zamarrea y caen algunas cerezas se lo lleva a la compañera y disfrutan de ese sabor, yo rápidamente lo asociaba a mis propias tristezas, a la historia de mis árboles, a que una situación tan cotidiana puede ser la riqueza de la vida, que todas esas preguntas de índole existencial están ahí para que aprenda algo, para que una certeza fuese derribada. Luego mucho más luego, cuando me animé a escribir teatro, detecto que mis relatos no se tratan de nada e intentan abordar todo. Son un poco poéticos y me doy cuenta que los personajes están un poco desesperados, un poco quieren averiguar el enigma de la vida y mientras escribo esta reflexión me viene un poema de Peter Handke que me parece que se cuela en este collage de pensamiento:

“En la copa de un árbol cortaba las cerezas emocionado/ como aún lo sigue estando,/ Era tímido ante los extraños/ y aún lo sigue siendo./ Esperaba la primera nieve/ y aún la sigue esperando./Cuando el niño era niño,/ tiraba una vara como lanza contra un árbol,/ y ésta aún sigue ahí, vibrando”.

Hoy ese árbol dador de mundos lúdicos fue arrasado, no existe más, me queda la mancha del recuerdo. Pienso en esa película y en el misterio de por qué la vi tantas veces, cómo la ficción puede humanizar tanto un conflicto interno, pienso en mi vida y en mis conflictos, y pienso en la actividad teatral y mi búsqueda de un lenguaje propio. El final de esa peli desafía con cierta meta ficción el abordaje del relato y la construcción de lenguaje, a lo mejor todo lo dicho también sea una arbitraria asociación que de tan real me sigue emocionando el sabor de los nísperos y es lo que me lleva a estos días a acordarme retazos de un relato de un tipo que se quiere matar, me refiero a la película.

Marcelo Pérez es dramaturgo, director y actor. Se formó con grandes maestros como Bartís, Fiorito y Briski. Estrenó su ópera prima como dramaturgo y director en el año 2018: Fortaleza mujer en la hoguera de lo inconcluso, en el Teatro Calibán. Algunas de las obras que ha presentado en su doble rol de actor y director son: Fando y Lis de Arrabal, Familia S.A de Briski, Psicosis 4.48 y Clandestino Maracaná. Su último trabajo Sobre la nadie y entre alaridos puede verse los viernes en Calibán, México 1428. A las 21.