El gobierno de Nicaragua expulsó del país a los sacerdotes Leonel Balmaceda y Denis Martínez, que habían sido detenidos el 10 y 11 de agosto pasado. El primero de ellos fue apresado en la iglesia de Jesús de Caridad en La Trinidad (diócesis de Estelí) donde actuaba como párroco. Martínez era formador en el seminario interdiocesano Nuestra Señora de Fátima de Managua actuando por delegación del obispo Rolando Alvarez, exiliado en Roma desde enero después de haber sido detenido y posteriormente desterrado del país centroamericano.
El cura Balmaceda fue apresado el sábado 10 de agosto por la Policía Nacional en el municipio de La Trinidad sin que se explicaran los motivos de la medida. El sacerdote Denis Martínez también fue aprehendido por la Policía Nacional en Matagalpa, donde residía. De acuerdo a la información aportada por medios digitales nicaragüenses otro sacerdote, Danny García, párroco de la iglesia de San Juan Bautista en Matagalpa, también salió del país tras ser liberado por la policía que lo había privado de su libertad el pasado 15 de agosto.
Según informó Vatican News desde 2018 hasta la fecha son 245 los religiosos católicos expulsados de Nicaragua, incluidos tres obispos y el nuncio apostólico (embajador del Vaticano) Waldemar Sommertag. A su vez los obispos Rolando Álvarez y Silvio Báez junto a catorce sacerdotes fueron declarados “traidores a la patria” por el gobierno de Daniel Ortega y se los despojó de la nacionalidad nicaragüense.
Las relaciones diplomáticas entre el Vaticano y Nicaragua se encuentran actualmente suspendidas y la Santa Sede sigue sin designar un embajador para sustituir al expulsado nuncio apostólico, el obispo Sommertag. El Papa Francisco tampoco accedió al pedido del gobierno para nombrar nuevos obispos en las diócesis católicas de Estelí y Matagalpa, después que los titulares de esas jurisdicciones eclesiásticas fueron detenidos, permanecieron presos y posteriormente expulsados del país.
El 9 de febrero de 2023 el gobierno nicaragüense desterró hacia Estados Unidos a 222 políticos que se encontraban detenidos. En ese grupo estuvieron incluidos ocho sacerdotes católicos. En la ocasión se le ofreció al obispo Rolando Álvarez, que en ese momento estaba con arresto domiciliario, formar parte del grupo enviado al exterior, pero el prelado se negó a aceptar esa posibilidad. Con posterioridad Álvarez fue trasladado a una cárcel de máxima seguridad y un día después de que se negara a salir del país un tribunal lo sentenció a 26 años y cuatro meses de prisión y lo privó de por vida de la nacionalidad por encontrarlo culpable de “traición a la patria”.
Una negociación posterior entre el Vaticano y el gobierno nicaragüense hizo posible que el obispo Álvarez saliera en enero último rumbo a Roma donde se encuentra actualmente, si bien sigue ostentando el título de obispo de Estelí y desde el exilio y a la distancia continúa ejerciendo su tarea religiosa. Como parte del mismo acuerdo fueron expulsados también con destino al Vaticano el obispo Isidoro Mora, quince sacerdotes y dos seminaristas nicaragüenses que permanecían presos.
En el contexto de una gran tensión con la iglesia, el gobierno de Daniel Ortega clausuró además siete estaciones de radio católicas y simultáneamente volvió a acusar al obispo Rolando Álvarez de incitación “a realizar actos de odio contra la población”.
El enfrentamiento entre el gobierno y la iglesia en Nicaragua se remonta a 2018 cuando una reforma a la seguridad social impulsada por Ortega desencadenó protestas ciudadanas que contaron con el apoyo de representantes católicos y organizaciones sociales. Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos la represión desatada por el gobierno en esa ocasión dió como saldo 355 muertos, aproximadamente 2.000 heridos y 1.600 detenidos.
La iglesia nicaragüense tuvo un activo rol en respaldo de los manifestantes, denunció violaciones a los derechos y la catedral de Managua sirvió de refugio temporario especialmente para estudiantes que participaron de la revuelta y desde allí se recolectaron alimentos y dinero para apoyar la protesta. El cardenal Leopoldo Brenes justificó públicamente el levantamiento popular y criticó la violenta represión de las fuerzas de seguridad.
Como respuesta el presidente Daniel Ortega lo acusó a él y varios obispos de participar de una trama para derrocarlo y los calificó de “terroristas”. A partir de ahí el gobierno también prohibió gran parte de las manifestaciones públicas católicas, actos religiosos y actividades callejeras de devoción popular como las procesiones.
Respecto a la situación de la iglesia católica en Nicaragua el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), organismo que reúne a los obispos de toda la región, denunció “asedio” y “acoso constante” a obispos, sacerdotes y religiosos y atropellos contra el pueblo del país centroamericano.