Me meto en la cama. Acomodo el acolchado para que me llegue justo debajo de la barbilla. Doblo la sábana de arriba allí y la aliso con la mano. Las sábanas son suaves. Suspiro con deleite. Estiro mi pierna para tocar la de él y recién ahí lo recuerdo. Estoy sola.

La noche es larga. No puedo dormir. Me levanto. Sopeso la posibilidad de tomar un Rivotril. ¿O medio? La doctora me pidió que lo evite. Me conformo con un té de tilo. Vuelvo a la cama. Hago respiraciones para relajarme como me enseñó mi profesora de yoga. Inhalo en cuatro tiempos, retengo cuatro, exhalo en seis y me quedo sin aire dos. Lo repito varias veces. Aun así no logro conciliar el sueño.

Prendo la luz y tomo el libro más con resignación que con placer. Leo. Leo. Leo. Vuelvo a apagar la luz, acomodo la almohada. Me pongo de costado con un almohadón entre las piernas. Se me agotaron los recursos. Mi cuerpo lo sabe y por fin se deja vencer.

Estamos juntos. Contemplo el paisaje por la ventanilla. Las montañas están nevadas. Las viñas secas. El sol brilla impertérrito, pero el frío se ve. La poca gente que encontramos al costado del camino va doblada sobre sí misma para protegerse del viento.

En el auto se está bien. Pongo música tranquila. Silvio Rodríguez y su Unicornio azul. Sé que él no la escucha. Nunca le interesó demasiado la música. Total, como está tan concentrado en el camino, yo la pongo para que me haga compañía a mí. Porque él está pero no está.

Vamos subiendo la montaña por la carretera. Ya casi no se ven árboles. Sauces, álamos, pinos se quedaron atrás. Nos vieron pasar. A ambos lados del camino hay rocas y nieve. Yo no quiero llegar. El frío se me va a colar. No hay abrigo que lo pare. Nos han hablado mucho de este lugarcito en la cima. A él le hace ilusión. A mí me gusta el trayecto. Estamos conciliando.

Nos reciben con amabilidad. ¡Cómo no! No son muchos los que se aventuran hasta aquí con este tiempo. El fuego está prendido y es generoso. Hay mantas en el respaldo de las sillas. Esos dos detalles me bastan para que desaparezca mi resquemor. Vamos a estar bien.

Elijo unos raviolones de conejo con salsa Malbec. Me dicen que maridan con esa cepa, pero yo no voy a tomar. Él me mira incrédulo. ¿Cómo que no vas a tomar? Yo pienso en el camino de vuelta, en sus curvas, en la niebla que inevitablemente bajará sobre la montaña. Sonrío para no discutir. Él está molesto igual, como si le estuviera aguando la fiesta. Yo le aprieto el muslo por debajo de la mesa. Él ordena un cordero con papas al horno y se pide una copa de cabernet. Me sorprende que pida sólo una copa. Me guiña el ojo cómplice señalando que me entendió.

La comida es rica y la conversación fluye. Hay unas pocas parejas más que tampoco se amilanaron y que también se han llegado a almorzar. Me resulta la situación ideal. Se puede conversar, pero el lugar no está desierto, que es algo que suele deprimirme. Recién a la hora del postre decido sacar el tema. Yo no quiero que sigamos siendo dos. Él vuelve a lo de siempre. Si así estamos bien. ¿Qué necesidad hay de tentar al destino?

-¿Tentar al destino? -repito.

Ahí me da la estocada mortal: -Vos ya tenés cuarenta, mi amor. Hay altas chances de que salga mal.

Siento que me descompongo. No puedo comer el postre y eso que amo los panqueques de dulce de leche. Pretexto que los raviolones me cayeron fatal. Él se come su mouse y mis panqueques. Le parece que ha terminado la conversación y que ha salido victorioso. Se lo veo en su mirada. Para colmo estira el brazo para hacerme una caricia en la mejilla como diciendo “pobrecita, se te ha pasado el tiempo”. 

Yo soporto la caricia con fingida indiferencia. Lo que en realidad siento es un rechazo visceral. No es que se me pasó el tiempo, sino que para él nunca era el momento y yo le hice caso. Me dejé llevar. Mi amor por él me cegó sin dejarme ver este momento. Es claro que él no tiene la culpa por mucho que quiera arrogársela. La culpa es mía.

Le digo que quiero manejar yo porque no tomé. Me dice que sólo tomó una copa para poder manejar y además se pidió un café negro. No tiene sentido que yo maneje. Ahí si discutimos. ¿Quién se cree que es? Yo quiero manejar y punto. Sabe que mi humor tiene que ver con la conversación previa y cede. Me da las llaves de mala gana.

Empezamos a descender despacio, pero comienzo a acelerar. Estoy tan furiosa que en algún lugar tengo que poner esta rabia y decido hacerlo en el pedal. Él está callado al principio. Después me pide que me tranquilice y baje la velocidad. No lo quiero escuchar. Llegamos al llano sin incidentes. El sol logró hacerse paso entre las nubes. Ahora está bajando y me da en el parabrisas. Me dificulta la visión, pero yo acelero aún más. La ruta está resbaladiza. Cayó agua nieve durante gran parte del día. 

Alcanzo a ver el camión que está metiéndose por una transversal. Tengo el paso, pero sé que no va a parar porque los camioneros están acostumbrados a meterse. No va a frenar por un auto chiquito como el nuestro. La que tiene que aminorar soy yo. No es suficiente. Voy a tener que frenar si no quiero incrustarme en el camión que ya se atraviesa en la ruta. Aun vamos demasiado rápido, pero no tengo opción. Piso el freno. El auto patina, hace un trompo y se va a la banquina. Trato de controlarlo para evitar que vuelque. No vuelca. Nos estrellamos contra un poste. Los airbags se abren y me trituran las costillas. Fuera de eso, estoy bien. Miro desesperada a mi derecha y veo la cama vacía.

Me encojo en posición fetal. Tengo sed, pero no voy a moverme. Siento ruidos que intentan ser solapados. Me quedo quieta y respiro pausado para simular que duermo. Él se mete en la cama. Me busca con los pies fríos y yo lo dejo que se caliente con los míos. Me besa suavemente en el oído y me susurra. “Sé que estás despierta”. Pasa su brazo sobre mi cuerpo y acaricia mi vientre incipiente. Sonrío y agradezco una vez más que estamos vivos, los tres.