Solo en el año 2024 las cinco principales corporaciones tecnológicas planean invertir unos 400.000 millones de dólares en desarrollar sus IA Generativas (IAG). La cantidad es sideral y, de seguir la tendencia, aumentará en los próximos años. Como referencia de la cifra puede tomarse el proyecto Manhattan que desarrolló la bomba atómica y gastó cerca de 25.000 millones (actualizados) en los 3 años que duró. 

En ese momento Estado Unidos (EE.UU.) concentró recursos nacionales en producir la bomba antes que Alemania: en caso de no hacerlo, argumentaban, podrían perder la guerra. La carrera actual por desarrollar una IAG que se utilice masivamente tiene también como objetivo ganar una guerra comercial al interior de los EE.UU. y, a nivel geopolítico, con China como contendiente. Por eso, el volumen inédito de la cifra no solo tiene que ver con los costos de un proyecto ambicioso, sino también con la necesidad de hacerlo antes que los demás: en el ámbito tecnológico el que llega primero suele quedarse con todo debido a la tendencia al monopolio en este ámbito, algo que suele llamarse "efecto de red".

Ya hay voces que se levantan diciendo que es imposible que semejante inversión pueda recuperarse. Por otro lado se están alcanzando límites energéticos con efectos concretos y muy peligrosos.

¿Valdrá la pena?

La historia reciente de la tecnología está plagada de exageraciones. Ya pasaron la fiebre de blockchain y su prole de NFT, criptoactivos, Stable coins, etcétera. Poco queda de las promesas desmesuradas salvo algunos ganadores y muchos perdedores. Algo similar pasó con el Metaverso anunciado por Mark Zuckerberg con bombos y platillos,  que ya fue dado por muerto.

La experiencia invita al escepticismo, pero la IAG es otra cosa: la sociedad quedó impactada con el estreno de ChatGPT y otras herramientas de IAG recientes. La evidencia de su poder es clara. Lo que falta saber es si eso permitirá ingresos proporcionales a las inversiones realizadas.

Nick Srnicek explica en "Capitalismo de plataformas" que las tecnológicas buscan crecer primero y ganar después. El modelo proviene de la actividad pionera de empresas como Google que desarrollaron su algoritmo de búsqueda y luego (a regañadientes) comenzaron a vender publicidad. El riesgo es alto, como demuestra la tasa de mortalidad de las startups, pero el que acierta hace saltar la banca. Por otro lado, las brutales cifras de inversión funcionan como acicate para atraer a otros que no quieren quedar afuera. Así se genera un círculo virtuoso que puede llegar a buen puerto. O inflar burbujas.

El uso de IAG se ha masificado entre usuarios finales, pero a nivel empresario es poco lo implementado. Según la Oficina de Censo de los EE.UU. solo el 5 por ciento de las empresas usaron IA en los últimos 15 días de mayo pasado. Para peor, en algunos casos conocidos de uso, los resultados mostraron que las promesas no están a la altura de la realidad y debieron volver atrás. Eso le pasó, por ejemplo, a McDonalds cuando utilizó una IA para tomar pedidos y ésta comenzó a sumar productos aleatoriamente, como grabaron unos clientes. Otras veces las empresas exageran su uso de IAG para parecer más modernos o justificar despidos que, en realidad, tienen otras causas. Desde una mirada más macro, tampoco hay señales (¿aún?) de aumento significativo de la productividad.

Es un momento de transición y, se puede argumentar, todavía no está claro el impacto futuro de esta tecnología. La cuestión no es que la IAG es un engaño total sino que la desmesura de las promesas dificulta visualizar qué se esconde detrás del humo. Insistamos: esto es lo que ocurre habitualmente con las nuevas tecnologías en busca de inversiones. En algunos casos, como se dijo, no quedó nada. En este es temprano para decir cuánto se hará realidad. De momento, también es cierto, hay implementaciones de pequeña escala con resultados positivos. La pregunta que sigue abierta es si alcanzará para recuperar la inversión.

El temita ambiental

Otro gran problema de esta carrera loca es el límite energético y el consiguiente impacto ambiental. Buena parte de la inversión va a hardware, el cual queda obsoleto en poco tiempo y deja cantidades de chatarra. El otro gran costo es ambiental porque entrenar las IAG requiere grandes cantidades de energía. Según la Agencia Internacional de la Energía, en 2026 la IAG consumirá lo mismo que una economía desarrollada como Japón. Algunas ciudades en EE.UU., como Salt Lake City, suspendieron el cierre previsto de centrales termoeléctricas a carbón para satisfacer la demanda creciente de nuevas granjas de servidores.

Como explicaba Elon Musk, la demanda de energía de la IA se multiplica por diez cada 6 meses, algo que "no puede continuar en ese alto rango para siempre o excederá la masa del universo". Microsoft prometió generar energía gracias a la fusión atómica (una tecnología por demás esquiva) en 2028. Sam Altman, CEO de OpenAI está iniciando su propia empresa para construir centrales nucleares. Ante los problemas que genera una tecnología estos empresarios solo imaginan nuevos negocios y soluciones tecnológicas.

La utilidad es incierta pero los efectos ya son concretos, sobre todo el crecimiento de la demanda energética en un planeta que reclama lo contrario. Por otro lado, la idea de competir en proyectos de esta escala para que termine habiendo un solo ganador implica un derroche brutal de recursos (si es que alguien "gana"). Para proyectos de este volumen resultaría razonable reducir la competencia con una fuerte coordinación estatal, más parecida a lo que ocurre en China. De hecho, cabe preguntarse si semejante derroche no resultará un lastre excesivo que termine limitando las posibilidades de los EE.UU. de ganarle al país asiático.

En definitiva la mayoría de los expertos coincide en que la IA tiene un potencial significativo aunque no está claro si es proporcional a la inversión que se está realizando. Obviamente el problema no es la IAG en sí, sino una lógica financiera que utiliza promesas desmesuradas para apalancar los proyectos.

Pero posiblemente la pregunta más básica y que ya nadie se hace es qué sentido tiene gastar muchos recursos escasos en producir artificialmente lo que más de 8.000 millones de seres humanos en el planeta ya tienen de nacimiento: inteligencia. El dinero que se gasta en esta tecnología tendría un impacto mucho mayor educando y estimulando ese recurso que remplazándolo con costos siderales y resultados inciertos.