Entre la historia y la literatura, Manuel Dorrego sigue siendo un fantasma que recorre la Argentina. Es el otro –el otro de Lavalle, el otro de Rosas-, el fusilado que vive en la conciencia de la elite al menos hasta 1853, el militar heroico y alocado (El Loco Dorrego) que, sin embargo, no muere en el campo de batalla contra el enemigo de nuestra independencia, sino que, como víctima indudablemente sacrificial, habilita la violencia política en esta dulce tierra: a partir del fusilamiento de Dorrego, se genera un extraño consenso acerca de cómo dirimir las diferencias internas. Y, sin embargo, su causa era racional y moderada. Hasta Sarmiento y Mitre lo reconocieron así. Y muchos años después, el historiador Tulio Halperín Donghi señalará que la ejecución sin juicio militar ni ordinario de Dorrego, marcará el quiebre de “la tradición amable de la política revolucionaria porteña”.

Todas estas facetas de quien fuera héroe de unas cuantas batallas y gobernador de Buenos Aires aparecen iluminadas y escandidas una y otra vez en un volumen notable de Ediciones Bonaerenses: Manuel Dorrego entre la literatura y la historia, compilado y prologado por Guillermo Korn. Antología, biografía poliédrica, trabajo singular y exhaustivo de rescate, archivo de archivos, el libro se propone guiar a los lectores por una multiplicidad de “entradas” pero armando un relato tan polifónico como cronológico. Está compuesto por cuatro partes que abarcan, la primera, desde el nacimiento en 1787 hasta 1820, cuando culmina su exilio en Baltimore, Estados Unidos; la segunda y más vertiginosa abarca desde su regreso a Buenos Aires hasta el fusilamiento, el 13 de diciembre de 1828 en la localidad de Navarro; la tercera está compuesta de poemas de distintas épocas e intenciones, incluyendo algunos anónimos, que giran alrededor del fusilamiento y su figura ya vuelta mito y mártir, en tanto la última parte se dedica a reconstruir los efectos ulteriores de todos estos acontecimientos a partir de 1829, cuando se cumple un año de la muerte de Dorrego, exhuman su cadáver y muchas autoridades, incluyendo eclesiásticas, que lo habían abandonado a su suerte, le rinden unos ostentosos honores.

Estamos frente a un trabajo de inspiración eminentemente viñesca en sus afluencias, pliegues y meandros que nunca permiten que nos extraviemos aun en los momentos de máxima apertura conceptual y estética, sobre una figura eminentemente borgeana. Porque Dorrego queda en la memoria histórica y lectora como aquel hombre que nace para cumplir un designio inexorable ligado al coraje y, no menor, a la exaltación de una razón que termina desbordándose a sí misma, como si la frágil entelequia llamada Provincias Unidas (“¡Unidas!”, subrayó Sabato en las páginas que le dedica a Lavalle y al fantasma de Dorrego en Sobre héroes y tumbas) hubiera sido una invención, o una excusa, para que en tan incierto territorio tuviera lugar el sacrificio de un hombre llamado Manuel Dorrego un día nublado y caluroso de 1828. Para que se cumpliera un destino.

Pero la lectura de los testimonios y crónicas de historiadores y protagonistas de esa historia, desmienten parcialmente a Borges. Todo parece una lenta y enmarañada trama invisible en la que la grieta y la maldición van tiñendo de sangre cuerpos y almas. Hay causas específicas y otras más contingentes y nebulosas para que la historia desemboque en ese enfrentamiento de dos hombres fuertes de las guerras de independencia. Es una constelación en la que por detrás se retira de escena Rivadavia y por delante aparece sigilosamente Rosas. En textos de -entre muchos otros- Gabriel Di Meglio, Lucía Gálvez, Pedro Orgambide, Ema Cibotti, David Peña, David Viñas, Raúl Fradkin, Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Ortega Peña, José Pablo Feinmann, Daniel Moyano, Tulio Halperín Donghi, con testimonios, crónicas, cartas y bastante dramaturgia, asistimos a la reconstrucción de un verdadero drama histórico que no es tragedia porque no fueron los dioses los que le soplaron al oído a Lavalle que lo fusile a Dorrego sino hombres de carne y hueso como él, políticos porteños que desde la muerte de Moreno se habían enviciado con la intriga y la conspiración. Y, sin embargo, textos como el de Fabio Wasserman postulan que, cuando le tocó ejercer el poder político, Dorrego implementó “una política moderada”. No es en la dicotomía civilización o barbarie que transcurre y se remata esta parte de la historia argentina, sino en una interna de la elite donde los hombres de acción podían ser espadas sin cabeza, como se le atribuye a Lavalle, o locos pero instruidos y pragmáticos, como Dorrego y su federalismo “racional”. Igualmente, esa racionalidad y esa moderación de poco le sirvieron a la hora señalada.

El otro aporte notable de este libro proviene del campo de la literatura, entendida como algo más que escenas, diálogos y reconstrucciones arquetípicas de la novela histórica. Quizás, la parte más sorpresiva de Manuel Dorrego entre la literatura y la historia sea la sección de poemas, un aporte desde la épica anónima y los intentos de capturar la tragedia argentina en versos y remolinos de sentido; una lírica desgarrada y solemne acorde con los tiempos (muy destacable “Pequeña patria” de Vicente Zito Lema) y, desde la perspectiva antológica del libro, una aproximación a la hipótesis de que la poesía tiene mucho que decir acerca de la Historia, más de lo que se suele creer o aceptar.

Diseminadas en las otras partes del volumen, las entradas literarias suelen mostrar un apego a los hechos verdaderos, pero siempre hay un ímpetu por ir más allá, indagando en los dilemas del primer gran episodio de la patria fusilada. Quizás, las páginas desoladas que le dedicó Ernesto Sabato en el último capítulo de Sobre héroes y tumbas al éxodo de los soldados huyendo a todo galope con la cabeza de Lavalle, perseguidos por Oribe (“Nunca Oribe tendrá la cabeza”) para alcanzar Bolivia, resumen el sentido más profundo de todo este capítulo de la historia al que cuesta sacarle un mínimo de moraleja. Lavalle muerto y putrefacto el cuerpo hasta que lo descarnan, “el alma de Lavalle advierte las lágrimas de Danel y reflexiona así: sufres por mí, pero deberías sufrir por ti y por los camaradas que quedan vivos. Yo no importo, ahora. Lo que en mí se corrompía, tú lo estas arrancando y las aguas de este río lo llevarán lejos, pronto ayudará a una planta a crecer, quizá con el tiempo se convierta en flor, en perfume. Y me conforta que guarden el corazón. ¡Tan lealmente me ha acompañado en la adversidad! Y también la cabeza, sí. Esa cabeza que aquellos doctores dicen que nada valía. Quizá lo dijeron porque me repugnaba aliarme con extranjeros o porque esa larga retirada les pareció absurda y sin objeto, porque no me decidí a atacar a Buenos Aires cuando teníamos sus cúpulas a la vista; esos intelectuales que no sabían que en aquellos días en que volví a ver los campos en que fusilé a Dorrego me atormentaba su recuerdo, y más ahora que veía que el pueblo de la campaña estaba con él y no con nosotros, cuando cantaba: Cielo y cielo nublado por la muerte de Dorrego…”

 

Juego de espejos, fantasmas entre fantasmas y el arranque de la historia alucinada como una modalidad que marcaría, además de esa visión poetizada de héroes y tumbas, las líneas históricas que reverberan más acá o más allá de Dorrego en textos de Enrique Molina, Sara Gallardo, José Pablo Feinmann, Andrés Rivera, Libertad Demitrópulos, Ricardo Piglia. Excesos de angustia y terror, fragmentos de una Argentina en pedazos cuyas astillas ahora se incorporan magistralmente a este libro coral, colectivo y sediento de comprensión como debería ser la Historia.