En los fogones de antaño se contaba que el longevo mapuche don Maripil, Diez Almas, tenía tantos años como el mismo fuego. El hombre era un pikunche, un Gente del Norte que se había criado a pura cordillera, pampa húmeda y meseta. No recordaba para nada el año de su nacimiento y cada vez que miraba el río del cielo nocturno le hablaba a la luna. Si estaba llena, penaba con ella su dolor de luna herida. Le pedía por buena salud y buenos alimentos.

Maripil había caminado gran parte de su vida desde Mendoza. Dicen que atravesó la provincia de Buenos Aires un poco a pie y otro poco en su caballo. Hubo quien recordaba que en sus últimos años de vida casi no se le oía la voz al hablar, por lo bajita que era, que veía poco y nada. Pero cuando recordaba su mente se iba lejos. No solo en el tiempo, también volvía sobre sus pasos hasta la zona de Cuyo.

“El abuelito mapuche está muy grande y ya delira”, decían algunos que lo conocieron allá por 1945 asentado hacía muchos años en Las Lajas. Es que Maripil cuando hablaba no dejaba de repetir “cuando San Martín cruzó cordillera, yo ser de lanza”. Quién sabe si no era cierto que Diez Almas lo había visto al mismísimo prócer. No había forma de probar y su epew, su relato, quedó haciendo eco por los mojones cordilleranos.

La historia escrita cuenta que, en el Fuerte San Carlos, donde se realizó el parlamento de San Martín con las Primeras Naciones para llevar adelante su misión libertadora, hubo jinetes montados en caballos mansos, tenían su pelaje decorado con distintos motivos y colores pintados, amansados a puro susurro.

Maripil aseguraba haber sido “kona”, que en el idioma de la nación mapuche es una persona que tiene la virtud de la inteligencia, la valentía de luchar por causas justas lanza en mano. Así fue considerado el general San Martín por los principales caciques con los que se reunió en el gran parlamento, antes de liberarnos de los españoles. Un hombre que había tenido trato y que conocía los usos y costumbres de los originarios no podía sino consultar, pedir permiso y ayuda para lograr la emancipación.

El mensaje que le envió a Juan Martín de Pueyrredón fechado, el 10 de septiembre de 1816, expresaba la necesidad de verificar la expedición con los pehuenche (pewén: árbol sagrado, che: gente) para que les permitieran el paso por las tierras que habitaban y que también proveyeran al ejército “con ganados, caballadas y demás que esté a sus alcances, a los precios o cambios que se estipularán: al efecto se hallan reunidos en el Fuerte de San Carlos el Gobernador Necuñan, (Águila Ligera) y demás caciques, por lo que me veo en la necesidad de ponerme hoy en marcha para aquel destino”.

San Martín fue recibido con honores. A las ocho de la mañana llegaron al lugar las mujeres con sus niños con obsequios para el general. Los longko llegaron escoltados por sus weichafe, sus guerreros. Los kawel, caballos pintados con círculos azules, blancos y rojos en sus articulaciones. representando la unión y la vida. Hombres y animales galoparon en círculos y hasta danzaron de un modo sorprendente. El Fuerte tiraba cada seis minutos un cañonazo y todos lo celebraban con gritos festivos, llamados afvfvn.

La ceremonia de apertura duró unas cuantas horas, ya que luego de que todos aplacaban los gritos era, el turno de otra tribu y así hasta pasado el mediodía. En todo momento una compañía de granaderos a caballo y doscientos milicianos se mantuvieron formados. El comandante de la frontera había preparado una mesa cuyo tapete era un paño del púlpito de la capilla. Todo dispuesto para una jornada histórica. El intérprete fue Inalikan (Ina: cerca, Likan: Plata), un fraile franciscano nada menos que de origen pewenche.

A pesar de que los cristianos habían llevado bebidas para ofrecer, los caciques se negaron a aceptar porque necesitaban tener el pensamiento claro, era un momento para discutir sobre asuntos importantes para varias de las naciones presentes. Por suerte contaban con un buen traductor, que supo comunicar el aprecio y la admiración del general San Martín hacia ellos. Todos escucharon en silencio la palabra de un hombre con buenas convicciones, pero sobre todo creíble y honesto. Luego el más anciano de los caciques propuso consultar la opinión de cada uno. Como era a la usanza originaria, hablaron sin interrumpirse el tiempo que cada cual consideró.

Se acordó en el parlamento que las Primeras Naciones mapuche-pewenche daban permiso al general San Martín para pasar su ejército desde Mendoza a Chile por el paso de El Planchón. A su vez se comprometían a guardar secreto sobre esta expedición a fin de que el enemigo no lo supiera y no se preocupara en defender el paso.

Las wixalve (huitralfe), las tejedoras, habían ya diseñado el makuñ para San Martín. En el telar de cuatro palos tejieron con fibra de camélido hilado a huso. Pieza con mucho valor en su laboreo, tejido en un solo paño. Sus ñimin, sus dibujos, dicen mucho sobre el portador. En las franjas o “wirin”, el color verde simboliza la naturaleza, las hierbas sanadoras, el rebrote y el ciclo natural de la tierra en sus estaciones. El color negro la tierra, de donde proviene el alimento, a quien se le ofrenda cada solsticio. El azul es el color de la sabiduría, esa que llega antes del amanecer durante el pewma, el sueño. En ese momento los kuifikeche, los antepasados, transmiten su conocimiento. En un tejido el color azul es el de una autoridad, al igual que el símbolo del rewe escalonado. El rewe es el lugar más importante, las escaleras que suben a los distintos estados de conciencia. Por eso rewe significa lugar de la pureza. Las rayen, las flores de copihue se conocen como la flor del corazón, que florece en forma de campana de febrero a junio. Sana las tristezas y fortalece el espíritu. También en el poncho está la constelación de orión y el símbolo antropomorfo de rodillas. Fue una prenda de enorme valor simbólico, un regalo para alguien especial.

El cruce de los Andes y la campaña libertadora del general San Martín quedaron en la oralidad de las Primeras Naciones. Las historias que contaba Maripil con lujo de detalles sobre aquella hazaña parecían sacadas de una película. O quizás el anciano longevo habría tenido acceso a los archivos y correspondencia del general, aunque no sabía leer ni escribir. Las personas que se acercaban hasta su ranchito con piso de tierra aseguraban que ya no tenía la suficiente lucidez como para saber lo que decía. El hombre que había caminado desde Mendoza, había pasado por Buenos Aires hasta llegar al sur y allí en el medio del campo vivía con una bandera argentina, descolorida, amarrada a un mástil de ciprés.

Poco después de su fallecimiento en 1945 el doctor Aldo Vetsfalio Casas, de la localidad de Las Lajas, realizó un estudio óseo sobre su cuerpo. El mismo arrojó una edad aproximada a 155 años. Quedará la duda siempre sobre la legitimidad de los resultados, de ese estudio que el doctor Casas realizó varias veces para corroborarlo, obteniendo el mismo número, siempre. 

Quién sabe si Diez Almas no había hecho trampa y había renacido tantas veces como su nombre después de acompañar a nuestro gran Libertador. Se lo recuerda en los nguillatún, las ceremonias mapuche, mencionándolo diez veces mirando al cielo estrellado. Es lo que solía hacer él, que le gustaba nadar en ese “río del cielo”, el wenú leufú, la vía láctea que protege las almas de los fallecidos, sin importar cuántas sean siempre que sean libres.