Días atrás recordé que hace unos tres años, en estas mismas páginas, escribí un artículo cuyo título era “La batalla contra la cultura”. En aquella nota intenté mostrar que la derecha no desarrolla una batalla cultural sino una batalla contra la cultura. La diferencia entre una y otra no es menor, y conocerla es determinante para saber qué decisiones tomar sabiendo quién está enfrente. Poco después escribí sobre lo que llamé la subjetividad olvidada; quise plantear que de tanto estudiar la subjetividad neoliberal, habíamos omitido estudiar la subjetividad popular. A su vez, alertaba del riesgo de quedar intrusados en nuestra subjetividad por aquella otra que, curiosamente, tanto habíamos analizado.
Desde aquel momento hasta el presente la realidad fue ratificando aquellas intuiciones, con un creciente agravamiento allí donde sea que miremos; y la gratificación intelectual por el acierto de unos pocos discernimientos, de inmediato se amalgama con el dolor y la angustia ante la magnitud de la destrucción.
Entonces ocurre que uno dice “tengo sentimientos encontrados”, la cual es una curiosa expresión. En efecto, cada vez que la escucho, sé que enuncia un trozo de nuestra ambivalencia afectiva, aunque no puedo evitar pensar que quien la profiere ha encontrado un sentimiento.
El primer significado de la frase pone de manifiesto una contradicción; mientras que el segundo sentido exhibe la pista para su resolución. Esto es, qué hacemos con el displacer que sentimos ante las propias contradicciones.
Hoy, los propagandistas de la derecha utilizan ideas de Gramsci sobre la batalla cultural, como si no hubiera ya demasiados signos de que todo está dado vuelta. Y entonces pienso algo más sobre mis sentimientos encontrados: quizá hayamos invertido el remanido aforismo gramsciano, y al tiempo que ostentamos un optimismo de la razón, nos invadió un pesimismo de la voluntad.
La ausencia de liderazgos definidos, la falta de claridad sobre un programa rector, el nivel de fragmentación y un grado inquietante de desaliento y desorientación son los trazos que describen la situación actual de la acción en la oposición.
Sin embargo, desde la razón, desarrollamos argumentos, explicaciones, pronósticos y hermenéuticas con aceptables niveles de agudeza y detalle pero que, por ahora, no se traducen en hechos. En suma, qué hacer, es la pregunta que hace más de un siglo ya se planteó Tolstoi, aun antes que Lenin.
Una vez más, no hay batalla cultural, sino una intensa batalla contra la cultura. En mi libro El malestar en la cultura neoliberal planteé los siguientes interrogantes: ¿es válido hablar de una cultura neoliberal? ¿Cultura y neoliberalismo son términos que pueden reunirse o, más bien, se autoexcluyen? Según pensaba Freud, resulta notable que siendo imposible que los humanos sobrevivan aislados, sientan como opresión las renuncias que la cultura exige para preservar la convivencia. También advierte que los mismos logros culturales de la ciencia y la técnica pueden utilizarse contra esa misma cultura. Así ocurre, de hecho, cuando se eligen las cuentas de un Excel por sobre la vida de todos nosotros. En suma, hostilidad e individualismo son dos enemigos de la cultura. Agreguemos que Freud sostuvo que lo esencial de la cultura no son los bienes, sino que el fundamento de aquella es la renuncia pulsional, es decir, el privilegio de la ternura y la restricción del narcisismo. No está de más, entonces, recordar su conocida sentencia: “una cultura que deja insatisfechos a un número tan grande de sus miembros y los empuja a la revuelta no tiene perspectivas de conservarse de manera duradera ni lo merece”.
La retórica y las políticas del actual gobierno son violentas. Del mismo modo que lo son los periodistas afines, los trolls y gran parte de sus votantes. Y es necesario subrayar que son únicamente violentos. Bajo determinadas condiciones, la violencia puede ser instituyente, pero eso no ocurre cuando la violencia se reduce a la pura destructividad. Podemos decirlo así: si en la batalla cultural, hay más batalla que cultura, nada habrá de renuncia pulsional, ni salida del individualismo ni de la omnipotencia narcisista. Por caso, fue designado un ministro de desregulación. ¿Acaso, ese nombre, “desregulación”, puede designar algo parecido al bienestar? Un sujeto, una máquina, o un sistema que no esté regulado, solo supone caos, quiebre y disfuncionalidad.
Entre la reunión de diputados con represores, el intento de asesinato a CFK, la pretensión de bajar la edad de imputabilidad y la retención de alimentos y medicamentos hay un hilo conductor; y si no lo hay, debemos construirlo para entender y para saber actuar.
Nuestros pronósticos yerran, pero no porque carezcamos de lógica, sino por imaginar que nuestra lógica siempre está vigente. Cuando supimos que a Milei lo apodaban el “loco”, creímos que la extrañeza que lo caracteriza se le volvería en contra. No fue así. A pesar de eso (o gracias a eso) ganó las elecciones y aun conserva un buen margen de apoyo social. Pensamos que si hacía ciertas cosas su gobierno se derrumbaría, y nada de eso ocurrió. Es decir, no logramos predecir bien; posiblemente porque tratamos de razonar con el criterio de la batalla cultural y no el de la batalla contra la cultura. Un presidente que se identifica con Moisés, que se supone merecedor del Premio Nobel y que dice de sí mismo que es el máximo exponente de la libertad a nivel mundial, está lejos de proponer una restricción del narcisismo.
La aprobación de la Ley Bases fue un paso más hacia la catástrofe. Sin embargo, nos habilita a construir una hipótesis trágico-optimista, ya que hablamos de sentimientos encontrados. Trágica, por el daño que producen las políticas del gobierno; optimista, pues desde allí resurgirá la potencia de la resistencia. La hipótesis, entonces, es la siguiente: con la Ley Bases aprobada, Milei tendrá menos argumentos para decir que le ponen palos en la rueda; y sus votantes tendrán menos argumentos para desmentir la realidad. La violencia descripta, a su vez, cuando es solo destructiva, invariablemente conduce hacia la autofagocitación. Cual Pirro, el rey de Epiro, algún día Milei tendrá que decir: “Con otra victoria como esta estoy perdido”. Una vez más, todo el escenario es trágico, pero permite encender, entonces, el optimismo de la voluntad.
Recordamos pocos hechos históricos del nivel de criminalidad que tuvo la Shoá. El ideario del nazismo, es cierto, se impuso por un tiempo en parte de Europa; sus consecuencias, ya lo sabemos, fueron nefastas. Sin embargo, al cabo, no perduró como cultura, como lógica social, pues aquella ideología, volvemos a decirlo, no constituyó una batalla cultural, sino una batalla contra la cultura. En síntesis, la ultraderecha siempre y en todos los casos es una forma de la regresión política y por esa razón nunca podrá decantar como desarrollo cultural.
La derecha, entonces, batalla contra la cultura, y en ese marco entendemos que parte de su triunfo ocurrió porque fuimos intrusados por ella. Hay numerosos ejemplos y señales de dicha intrusión, pero hay un signo que resulta fundamental y cuya construcción viene trabajando la derecha desde la última dictadura militar. Me refiero a un estado anímico, singular y colectivo, que podemos llamar desgano, el cual se manifiesta en jóvenes y adultos, en quienes son dirigentes políticos y en quienes no lo son, en trabajadores y desocupados, etc.
El desgano, o la desvitalización cívica, es otro modo de enunciar el pesimismo de la voluntad. Consentir el abandono de ciertos conceptos (como revolución, izquierda y derecha, entre otros), asumir la desesperanza respecto de un proyecto transformador, aceptar que lo único por hacer es que un Estado asista a los más vulnerables, o contentarnos con repudios y declaraciones en redes sociales, cual si allí se cifrara algo más que una infecunda descarga y el adormecimiento de las propias conciencias, son algunos de los síntomas. Debemos reconocer que hemos interiorizado de tal manera la violencia padecida que desistimos de la capacidad performativa de nuestro lenguaje.
No soy el único que percibe sentimientos encontrados, entre la indignación rabiosa y la angustia estéril, entre la deducción razonada y la parálisis motriz, entre las convicciones y los pronósticos.
Se impone, pues, encontrar ese sentimiento que nos rescate de la contradicción, del encierro paradojal, y estimo que el primer paso será no quedar impotentes por atribuir a la derecha una omnipotencia sin fisuras.
Los errores son inevitables, y estar preparados para identificarlos y aceptarlos no exige que nos entreguemos a la autoflagelación. El desconcierto, por su parte, se impone con diversos argumentos: porque algo del mundo ha cambiado antes de que nos diéramos cuenta o porque confundimos expectativas con recuerdos.
Al parecer, hemos aprendido una lección: ya sabíamos que en política no hay metas definitivas, pues siempre hay más por hacer y por lograr, el techo puede ser cada vez más alto. Lo que no teníamos tan claro era que no hay un piso logrado, una base que, una vez construida, permanezca perenne. La eternidad no forma parte de los asuntos humanos; la civilización es capaz de las más sublimes creaciones, pero nunca quedará garantizada su permanencia.
Sin duda, resulta propicio citar una frase de Borges si de hipótesis trágico-optimistas y de sentimientos encontrados se trata: “Quizá la Ética sea una ciencia que ha desaparecido del mundo entero. No importa, tendremos que inventarla otra vez”. Y, por qué no, concluir con aquello que Homero escribió en La Odisea: “Los dioses tejen desventuras para los hombres, para que las generaciones venideras tengan algo que cantar”.
Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista.