"Quizá la vida sea eso, un sueño dentro de otro,/ quizá la vida sea el tercer sueño concéntrico/ del que uno despierta cuando se muere". Marco Denevi
Solía merodear por los alrededores de mi casa y a veces me había pedido una limosna. Dormía en las entradas de algunos edificios y un día, al llevarle comida, le pregunté su nombre y mascullando un castellano defectuoso me respondió: Haelohim.
Un viernes a la noche, cuando convocábamos a un Ágape para hablar de la situación política, se largó un aguacero que no daba miras de amainar. Sonó el timbre… Era Haelohim, no dijo de dónde venía ni tampoco se lo preguntamos.
De la manera más natural, lo invitamos a entrar y a dejar sus cosas, que a decir verdad no eran muchas. Lo tratamos como si lo conociéramos desde siempre, pero ahora, que no repararemos la trama, doy por sentado que fue un error, un error no fatal, pero error al fin.
Algo en sus gestos, en su rostro nos convenció de que poseía los atributos necesarios para confraternizar y de común acuerdo con mi mujer le permitimos bañarse y ocupar la pieza del altillo.
La situación del país era delicada y debíamos imponernos ciertas conductas. Pero, bueno… la noche y la inseguridad en las calles nos hicieron compadecernos, pese a que no tardó en revelar una conducta inapropiada.
No cesaba de decir incoherencias, para colmo confesó que le gustaba lo que pasaba porque odiaba la indiferencia de la gente. Quizá porque lo vi abrir una de las persianas que da al afuera, al día siguiente, hecho que le habíamos prohibido y que motivó nuestra reconvención, a la noche soñé con un beduino que deambulaba en el laberinto de la Medina, cuyo rostro era parecido al del Haelohim.
En uno de los barrios de la periferia, tocaba una puerta. Un anciano abría, extendiendo un manojo de llaves y dijo: se han mezclado y no sabemos cuál es la correcta. Sólo puedes elegir una y ya sabes a lo que te arriesgas. El beduino probó una y la puerta se abrió.
Nuestra ciudad a la vera del río se extendió ante mis ojos y decidí dirigirme hacia ella, cuando el anciano me advirtió. “No te guíes sólo de lo que ves. No todo lo que aparece es inocente, además puede ser un espejismo… Ante la ausencia de Dios nadie sabe lo que merecemos”.
Una multitud con pancartas y herramientas contrariaba la conveniencia de salir. Unos gritaban: Lo que no se ve no existe. Otros hablaban de libertad, y yo, intuitivamente, sabía que en un futuro cercano esos elegirían nuestros destinos. La ignorancia suele hacer alianza con destinos funestos.
En ese momento, la angustia me despertó; el sueño me pareció tan real que me desconcertó. Pensé en planear un relato que situara en Jordania, para abstraerme del afuera.
Llevaba meses aguardando que todo pasara y encerrado como estaba no sabía que ocurría. Me costaba advertir lo que ocurría en nuestro país, salvo cuando la multitud se aglomeraba mostrando una decisiva inclinación a Thanatos.
Por lo demás, me atenía a lo que decía la radio. Esperaba las horas propicias del atardecer cuando la emisora superaba las interferencias y transmitía el informativo que irradiaba las medidas dispuestas; la TV no me interesaba.
Unos pocos años de gobiernos de derecha bastaban para corromper casi todo. Los periodistas de las corporaciones, entrenados por la superficialidad de las redes y favorecidos por las falsas noticias, desestimaban cualquier saber en aras del clamor de las masas.
La gente repetía lo que escuchaba y se resistía al trabajo de indagar la verdad o falsedad de los enunciados. Intentando contrarrestar todo eso, Enrico, un jubilado docente, muy amigo mío, vino una tarde y me propuso reuniones periódicas para tratar lo que nos interesaba. Rápidamente acepté.
Uno exponía un tema y luego se discutía. Así nació el Ágape que se consolidó con quince profesionales del medio, lo que puede presuponer una suerte de aristocracia intelectual, pero todos compartían la necesidad de la inclusión para apartar la necedad del privilegio.
Yo reconocía la secreta ambición de restituir el libro y la importancia de la lectura, como el medio idóneo de expandir la memoria y la imaginación aunque consideraba que eso también constituía un privilegio, ya que la escritura exige un aprendizaje. Para justificarme, me repetí una y otra vez, que quienes se ocupan de intercambiar ideas para acceder a una comprensión compartida, son siempre los menos.
De esas cavilaciones me sacó Enrico, al hablar de la imagen, en la primera reunión del Ágape. Mencionó a un obispo nestoriano, Sanajas de Hierápolis, precursor de los iconoclastas, que llevó al cisma de Oriente y Occidente.
Enrico insistió en que era necesaria una exhaustiva revisión de las imágenes, que el poder ensalzaba porque entendía que los siglos eran el resultado de una serie de variables determinantes. Ser, Nada, Dios, Azar, Necesidad, Culpa, Redención, Logos…Libertad…
Cuidando rigurosamente el protocolo, casi clandestinamente, nos reuníamos en una que otra casa. Una de las premisas de nuestras reuniones era que cualquiera podía hablar de un tema que prefiriese, sólo tenía que anticiparlo.
Recuerdo que una noche, pensé en plantear el tema de Crátilo y una interpretación bastante personal acerca de los textos de Platón. A la mañana siguiente, me despertó una suerte de desazón. Mi mundo se alejaba por las circunstancias actuales que parecían irreversibles y que nos acechaban con una consistencia inesperada.
Digamos que hacían tambalear mis propósitos e incluso muchas de mis convicciones. A los días, justo en el solsticio de diciembre, la restricción casi total subrepticiamente se generalizó. Había poco para alimentarse y los servicios elementales comenzaban a ser inaccesibles, sin embargo el mundo de la imagen prevalecía y ahora se unificaba bajo las oscilantes elecciones de las muchedumbres cambiantes.
El peligro que se adentraba desde el afuera hacía cambiar las coordenadas habituales, como pocas veces había acontecido. En esos momentos, muchos que estaban de nuestro lado, comenzaron a predicar la imposibilidad de cambio en el orden social, con lo cual entendí que esa certeza corresponde a un pensamiento conservador. Incluso cabe pensar que aseguran la imposibilidad de cambio porque lo desean.
Son predicadores de la verdad. Resistir a esa convicción era para mí una actitud ética, sin por eso favorecer a los que estaban del otro lado, a los impugnadores de cualquier protocolo. El mundo y nuestra vida presentan un perpetuo pasaje, y en mi sueño el beduino atravesaba grandes extensiones desérticas hasta fundar Petra en un paisaje hostil. Nunca sabemos a ciencia cierta qué se puede esperar.
A veces la reiteración de un mal, a veces la aparición de inventos desconcertantes que cambian para siempre las épocas. Al despertar recobraba el sentido de un enunciado de Heráclito. Si no esperas lo inesperado, no ocurrirá.
Esa noche volví a soñar con el beduino. Yo me despertaba y al abrir las persianas de mi escritorio esperando que llegara el ritmo acostumbrado de la calle, me sorprendió la extensión de arena infinita y un repentino sofocón por el aire caliente que me hizo cerrar bruscamente las persianas.
No desperté, pensé, el sueño me está jugando una mala pasada, pero la vigilia me imponía la condición ecuánime de lo real. Salí al patio, el jardín, la escalera y el altillo donde el resentido mendigo ya no estaba, bajé hasta el mínimo pasillo que daba a la puerta de calle.
Me percaté de que estaba solo y un cierto temor que se fue acrecentando, me hizo titubear al apoyar mi mano sobre el picaporte con la intención de salir.