Jesse tenía una vida hermosa, redonda y brillante como el sol. Cuando miraba el futuro solo veía todo lo bueno que podía ser. Había logrado desprenderse de sus miedos y preocupaciones. Tenía una casa, una mujer y una hija. “Nos sentábamos en el jardín y había tiempo para todo, para lo que fuera. Me gustaría que adivinaras y sintieras esa luz, como de mañana, en los párpados.”

Así inicia Jesse Ball su novela Cuando comenzó el silencio (Ed. Sigilo), con una especie de carta al lector, con su firma y una ubicación en tiempo y espacio: Chicago, 2012.

“Pasó algo que no pude prever, dice, ella se quedó en silencio, sencillamente dejó de hablar, y esa vida se terminó. Me aferré a ella, a esa vida, aunque ya no existiera, y traté de entender todo lo posible sobre el silencio, sobre quiénes guardan silencio y por qué. Pero se había terminado.”

En esa necesidad irremediable de empezar de nuevo, comienza una especie de viaje. Un viaje real, buscando gente, lugares, historias. Y un viaje espiritual, o mental, buscando entender, en principio va a decir, “entender algo que nadie puede entender, que nadie puede explicar. Quería saber cómo evitar las dificultades impredecibles del futuro”, aunque sabía que eso que buscaba era absurdo. Comienza un viaje como un antropólogo, buscando los fragmentos de esa vida, de esa mujer, esa que se volvió una extraña de un día para el otro, y quizás, un viaje buscando sus propios fragmentos como una forma de recobrarse a sí mismo.

“Viajé a lugares, hablé con la gente; una y otra vez me encontré con un muro (…) pero en mi búsqueda, encontré el caso de Oda Sotatsu, lo que derivó en el libro que ahora tienes en tus manos. Me da gusto ofrecértelo y espero que pueda hacerte algún bien.”

En tiempos de fascinación narcisista, en donde la existencia se define por cantidad de views y seguidores, la necesidad de escribir y publicar, muchas veces, puede quedar impregnada por cierta tonalidad, que lleva a homologar escribir con mostrar. Esta tendencia al espectáculo atraviesa todos los rincones de nuestra existencia. Y el algoritmo pide publicaciones, frecuencia diaria en tus historias y un carrete con fotos para que sea más atractivo. De lo contrario, nadie podrá verte ni saber de vos, y eso podrá dejarte en el olvido. En tiempos como estos, volátiles como esporas, Jesse habla de su escritura como una ofrenda. Una escritura que seguramente fue trabajosa, en términos del cansancio, hastío y dolor. El autor decide entregarla a cada lector, al que le habla y convoca desde su primera página, esperando que le haga algún bien. Alguien así, solo merece mi amor incondicional.

Y esto no va a parecerse a una reseña, esto es, en todo caso, mi declaración de amor a esta escritura, porque como lectora y humana que soy, agradezco este trato y esta entrega. Agradezco sentir esa calidez, como de mañana en los párpados, esa que me conmovió a lo largo de esta novela.

Jesse construye una quimera narrativa en donde comienza hablándole al lector de su propio drama, y cómo éste lo conecta con otra experiencia trágica: La historia de Oda, un vendedor de hilos que firma una confesión de un crimen que no cometió: las desapariciones de Narito, (un hecho policial, en el que desaparecen ocho personas sin dejar rastros, en una pequeña ciudad de Japón) y luego de esa manifestación guarda silencio hasta el día de su sentencia a muerte en la horca.

Esta máquina extraña, que arma y desarma lo que podría presentarse como una novela policial, muestra su trabajo de investigación de una manera no acabada: entrevistas, cartas, fotos, notas en donde Ball le habla de forma directa al lector, presentando sus reflexiones, sus dificultades al momento de narrar, su especial cuidado por las formas en las que va a tratar esta historia, a sus protagonistas y sus sobrevivientes.

Plantea desde sus inicios, al menos dos paradojas. La primera, una necesidad de entender y al mismo tiempo su dificultad, ya que estamos delante de un material que no se deja dominar fácilmente por la razón: la condición humana. Y la otra, en relación a una búsqueda de la historia a sabiendas que ella no va a coincidir con una única versión de los hechos. De esta manera, la novela realiza un trabajo de descomposición de la idea de verdad.

Hay varias versiones de lo que pasó esa noche, está la versión que salió en los diarios, otra es la versión que contó la familia y una tercera, la de Sato Kakuzo, uno de los artífices de la confesión. Esta última, contempla la grabación de la reunión en la que Oda firmó la confesión como resultado de una apuesta. Fue entregada en formato de cinta y reproducida por Jesse Ball, quién dice haberla escuchado muchas veces y en cada ocasión encontrar algo nuevo: Uno tiene la impresión de que puede distinguir la vida, la vida de verdad, de sus simulacros por el hecho de que la vida de verdad constantemente engaña y revela, y nunca deja de hacerlo.

Después de haber leído tres veces el libro, podría decir que este es el efecto que tiene esta escritura, en cada lectura se puede leer algo que no se leyó en la anterior. Como si hubiera dejado cosas escondidas, pasajes secretos, indicios, señales que solo se pueden rastrear luego de haber pasado muchas veces por el mismo lugar.

Entonces, está la novela policial, atacada de forma permanente en sus formas y leyes, deconstruida y vuelta a construir, pero al igual que el accionar del niño sobre un juguete, a veces se desarma y en ese segundo tiempo, el de volver armar, se encuentra con la certeza de que jamás podrá quedar igual. Parecido a los efectos de la escritura sobre uno.

En esa reconstrucción del hecho policial, su trabajo investigativo, de archivo, va derivando hacia la reconstrucción o recuperación de la historia de Oda Sotatsu. Entrevista a sus familiares, amigos, periodistas, carceleros. Y la novela comienza a tomar el lugar del testimonio. Pero lo central, no será el testimonio del crimen o del no-crimen, en esta novela derridiana, no hay centros. Es una escritura que produce pequeñas desarticulaciones, y los testimonios de los involucrados comienzan a ser relatos de vida, amorosos, fraternos. Fragmentos de la infancia de Oda, su relación con su hermano, la forma en que fue cuidado por sus padres, la preocupación de estos por su hijo, la relación amorosa de Oda y Jito Joo. Cosas pequeñas de una vida. Y es ahí que Ball hace algo con su escritura que se parece al trabajo de un joyero, incrustando piedras preciosas sobre un metal en apariencia duro y poco maleable.

Joyas como estas, extraídas de una larga carta de Jito Joo a Jesse Ball:

(*) “Quería que supiera sobre mí. También le dije la verdad. Le dije: No vi nada que fuera digno de mí hasta que te vi acostado en esta celda. Le dije: Yo no soy mi entorno ni mi destino y tú no eres lo que diga nadie. Diré cosas y tú puedes interrumpirme, pero nadie más. Seré oradora y hablaré de todos los temas como una radio diminuta oxidándose en una vitrina. Me inventaré los objetos y los hechos más insignificantes del mundo. Los confundiré, los mezclaré como en un frasco y los iré sacando en momentos inesperados. Ese será el límite más diminuto de nuestro amor: es tanto lo que puedes esperar de mí.”

(*) “La tercera parte de mi vida fue cuando me dijeron el significado de mi vida. Conocemos el peso de algo cuando ese algo es lo suficientemente fuerte para soportar su propio significado, para escuchar que le digan su propia verdad, y aun así permanecer.”

En esta máquina extraña el autor construye parajes en donde encontrarse con el lector, y a medida que esta escritura se despliega, este último irá tomando un lugar en la trama, de pronto será convocado como un testigo, en otras, como compañero, un interlocutor imaginando, quizás un amigo. No podría decir si es solo el cambio en la voz narrativa, creo (y en todo caso esta es mi apuesta) que es el afecto de Jesse puesto en esta escritura lo que produce este efecto de implicación, incluso de contagio, de forma tal, que es el lector el que comienza a sentir esa misma necesidad: entender, unir piezas, completar la historia.

Y la escritura avanza y retrocede, se despliega y repliega, y uno tiene la sensación de que estamos, en simultáneo, hablando de distintas tragedias: la de las desapariciones de Narito, la muerte y la injusticia de la que fue víctima Oda Sotatsu, del impacto que tuvo en sus seres queridos, pero también de esa especie de desaparición de quien fue la mujer de Jesse Ball, y de pronto de la desaparición de Jesse mismo.

Hacia el final, ese motivo de escritura, esa necesidad de entender comienza a sufrir transformaciones. Entender ya no estará puesto en función de prever daños en el futuro, tampoco un intento de dominio a partir de la razón, entender comenzará a parecerse a contemplar, luego será revelación, cuando en la voz de Sato Kakuzo, la novela nos devela una forma de rebelión política, poniendo en cuestión, entre otras cosas, el lugar de la confesión y el ideal de justicia.

De esta manera Ball va invitando al lector a escuchar las historias sin intentar forzar coincidencias ni encastres, al encuentro con el otro sin emitir juicios condenatorios ni de valor. La vida sucede y la mayoría de las veces, es inexplicable.

Jesse Ball, Cuando comenzó el silencio, traducción de Virginia Rech, Sigilo, 2023, 248 págs.