Hace poco más de dieciocho meses, Coldplay arrancaba una extensa gira por todo el mundo para presentar A Head Full of Dreams, su último disco, con el que Chris Martin le puso el moñito al duelo por el fin de su matrimonio con la actriz Gwyneth Paltrow. Y en los shows la premisa parecería haber sido muy similar a la del propio álbum: cantarles a quienes quisieran escuchar que esos tiempos de tristeza, de pena, de desamor, habían terminado para siempre jamás. Así fue que, a lo largo y ancho del planeta, cientos de miles de fans pudieron asistir a estos conciertos en los que esa alegría redimida exudaba por cada poro de la propuesta escénica del cuarteto: iluminación sobrecargada, fuegos artificiales, papelitos, pulseras de leds en las muñecas de toda la asistencia, pelotas de colores, gorro, bandera y vincha... Todo, todo, todo, todito, todo el tiempo y, en la mayoría de las oportunidades, al mismo tiempo. Así fue el show que Coldplay ofreció durante el último año y medio en una gira que eligió venir a cerrar con dos fechas en la Argentina, en el mismo lugar donde había empezado: el Estadio Unico de La Plata. La primera de ellas, el martes pasado.
Pero esta vez, Coldplay estaba frente al hecho de que la consabida espectacularidad del show podría ya no causar la sorpresa buscada ante los diferentes trucos que se sucedían y encimaban a medida que pasaban las canciones: ya todos sabían que las pulseras iban a encenderse de colores relampagueantes en combinación con los del escenario para el comienzo con A Head Full of Dreams, o que iban a tornarse amarillos para iluminar “Yellow”. Y también el asunto de las luces, los fuegos y los papelitos una y otra vez... Entonces, a los cuatro músicos no les quedó otra que acompañarla (jamás reemplazarla) por golpes al sensible corazón del público argentino, que recibió un mimo tras otro, caricias al ego nacional, en forma de gestos grandilocuentes del maravilloso Chris Martin al que, hay que decirlo, la separación le ha hecho muy bien y haría la felicidad de cualquier suegra.
Así fue que, tras la andanada inicial de éxitos incombustibles de sus primeras producciones (pasaron “Every Teardrop Is a Waterfall”, “The Scientist” y una versión de “Paradise” con remix final megabailable incluido), el cuarteto abandonó el inmenso escenario y se trasladó a uno de los dos subsidiarios, pequeñas islas carentes de parafernalias, donde hicieron los primeros temas en clave un poco más íntima. Ese registro se les dio muy bien, quizá por el contraste de lo que venía sucediendo, quizá porque en el fondo Coldplay no deja de ser una banda de canciones que en algún momento decidió convertirse en una banda de estadios. Lo cierto es que, luego de un par de temas de “el disco de divorcio” Ghost Stories, de 2014, Martin se quedó solo en ese breve escenario y, antes de comenzar con “Everglow”, se dirigió al público en español para dedicar el tema a los cinco argentinos fallecidos en el reciente atentado en Nueva York, a quienes mencionó por nombre y apellido.
De vuelta en el escenario principal, una ajustada “Clocks” recordó al estadio de dónde venían esos cuatro y qué era lo que los había llevado adonde llegaron. Porque el despliegue estético/tecnológico solo no podría sostener un espectáculo que, en definitiva, es el de una banda de pop rock. Martin, el guitarrista Jon Buckland, el bajista Guy Berryman y el baterista Will Champion tienen la espalda suficiente para plantear y para bancar un show de estas características, está claro. La pregunta es de dónde surgirá la voluntad de borrar todos los matices que sí existen a través de su discografía. En este set, parecerían tener solamente dos posiciones: exceso o despojo. Nada en el medio.
Pero el paroxismo, sin dudas, llegó con la esperada y respetuosa versión de “De música ligera”, de Soda Stereo, con la que la banda venía coqueteando en las pruebas de sonido en Brasil, y que sobrevino en forma de explosión tras el bloque “Viva la Vida”/“Adventure of a Lifetime”. “Gracias totales”, arrojó Martin al finalizarla. Aquí no hicieron falta las pulseras, los fuegos artificiales ni los globos de colores. La música (¡el rock!) fue suficiente para completarlo todo.
El último de estos gestos de cariño argentinista de la banda llegó hacia el final, con el cuarteto apostado en el segundo escenario alternativo, al fondo del estadio. Allí, luego de despacharse con una versión acústica de “In My Place” cantada por Champion, invitaron a subir a dos violinistas y un bandoneonista y estrenaron... un tango. Sí, un tango llamado “Amor Argentina”, con letra en castellano ad hoc y cierto tufillo musical a “Sin documentos” de Los Rodríguez, por si a alguien le quedaba alguna duda de que estos señores fueron moldeados con la masilla del golpe de efecto y la satisfacción garantizada.