Cómo en tantas cosas, conviene empezar con Evita y su famosa etiqueta de "mis cabecitas negras". Es importante, porque es la primera vez que un líder político argentino de primera línea hace un comentario de base racial, toma un insulto y lo da vuelta, pone sobre la mesa un tabú. Ahí va el crisol de razas, el país que no ve colores. Evita no dice "criollos" ni "gauchos" ni "paisanos" porque ella es de Los Toldos, la mayor comunidad mapuche de la provincia de Buenos Aires. Y sabe cómo se habla en la vida real, las cosas que le decían a sus vecinos y las que le decían a ella.

La futura mujer del general había nacido en 1919, apenas dos generaciones después de la solución final al problema indio de Roca y en ese país que el actual presidente delira era una potencia mundial. Era un momento en que la ideología del sistema brillaba como nunca: la Argentina próspera recibiendo inmigrantes, la Argentina blanqueada y agringada, la del peso fuerte y la manteca al techo de su guaranga clase dirigente. Hasta democracia teníamos, con Hipólito Irigoyen integrando a los hijos de los gringos en el primer movimiento popular.

Lo que faltaban eran los morochos, los indios, los mulatos y sus descendientes mezclados. Literalmente faltaban, en el sentido más llano del término. La iconografía argentina no les hacía lugar alguno, excepto como un otro exótico, un objeto antropológico o un elemento de contraste para mostrar lo civilizado del sujeto en el cuadro o en la foto. Era la mucama peinando a la señora, el paisano acercando un mate al señor. Es notable: como dice la brasileña Lilia Schwarcz, "lo blanco es tan omnipotente que ni siquiera necesita ser mencionado".

Schwarcz es una antropóloga con varios buenos libros en su haber, como Brasil, una biografía, que pone la esclavitud y el racismo en el centro, y El espectáculo de las razas, sobre la eugenesia y el intento explícito de blanquear su país. Acaba de publicar un nuevo libro estudiando la construcción de imágenes y destacando lo que llama "detalles inmensos". Por ejemplo, que en los retratos coloniales y de la era imperial, los negros siempre aparecen descalzos, sea como reflejo de la miseria material en que vivían o como símbolo de subordinación social.

Quien revise la iconografía argentina va a encontrar algo similar. El indio casi no existe o aparece transformado en gaucho, esto es, domesticado. Rara es la aparición del negro, excepto algún grabado o acuarela de viajeros como Essex Vidal, atentos al toque exótico. La primera moda de la fotografía nos deja alguito más, como los retratos de lonkos de uniforme, dignísimos y rodeados de su familia. Pero en una época en la que ya se había inventado el fotoperiodismo, en que se había cubierto con modernidad la guerra de Crimea y los fotógrafos habían marchado a la nuestra con el Paraguay, llama la atención la falta de interés por nuestros paisanos los indios.

El cuerpo principal de fotos de lonkos, hombres de lanza, mujeres y chicos, se compone de cautivos de la guerra de 1879. A la foto de los héroes blancos, de Villegas al golpeador de Levalle, se le sumó una fascinación por mostrar al demonizado enemigo, el indio. Así nos quedó Pincén, al que humillaron mostrándolo con el torso desnudo y sosteniendo una lanza de opereta. Así tenemos esas calografías y daguerrotipos de gente tristísima, asustada, intentando mantener la dignidad frente a la mirada dueña del blanco. Hay que mirar con atención particular a las mujeres, saqueadas de sus platerías y en tantos casos violadas por la tropa... y después las hacían posar. Las mujeres y sus hijas, ya regaladas como sirvientas, aparecen cada tanto en algún retrato de familia: son las morochas en la punta, atrás.

Para contraste, basta ver la obra de Grete Stern en el Chaco, fotografiando a los qom y toba entre 1958 y 1964. La alemana, educada en la Bauhaus y emigrada de apuro a estas latitudes gracias al tal Hitler, parece venida de otro planeta. En sus hermosas tomas uno ve gente viviendo en la pobreza más villeras pero manteniendo su cultura. Hay gente riendo, mujeres preciosas, chicos pícaros, viejos amortizados. Hay chozas, tejidos, alfarería, herramientas hechas a mano, objetos comprados en el boliche. Hay gente real, gente que se ocupa de lo que se ocupa la gente, cosas humanas que compartimos todos.

Para lograr eso, tuvieron que pasar dos cosas. Primero, que Stern se baje del caballo y se porte como una persona normal. Segundo, que los qom y los toba superaran su desconfianza histórica hacia el huinca y le abrieran un hueco. Habrán concluido que la alemana era la excepción a la regla, que no venía a sacarles algo.

Hoy seguimos más o menos como cuando nació Evita. Es rara la cara morocha, pero realmente morocha, en pantalla, en el aviso, en el cine. La Argentina comercial y digital parece un país completamente blanco, excepto cuando hace falta un gaucho. Es un país de rubias artificiales, donde alguien que sea culturalmente indígena, que hable su lengua además del castellano y siga su religión ancestral, es a lo sumo objeto de una nota, nuevamente como una curiosidad. De hecho, seguimos pensando que aquí se habla sólo castellano, cuando el mapa lingüístico argentino exhibe casi cuarenta otras lenguas. 

Esta piedra mental impide ver el país como es y crea enormes sufrimientos para tantísimos. Quien camine una ciudad argentina, ni hablar del NOA o la región chaqueña, verá que este país no es ni remotamente sólo blanco. Cuando se habla de pobreza, raramente se distingue el clivaje racial del tema. Hay pobreza urbana y rural, hay pobreza estructural y nueva pobreza. Pero nadie la asocia con el grado de oscuridad o claridad de la piel a ver qué mapa distinto podría aparecer. No tiene importancia, diría Evita, total son cabecitas. De paso, ese es uno de los insultos racistas más comunes de los afrikaner, schwarte kop, cabeza negra...

Una activista de estos temas hizo un día un experimento. Ella contaba que cada vez que entraba en un negocio, sobre todo de ropa, era seguida por las vendedoras con ojo avizor: estaban convencidas de que iba a robar. Esta señora es de clase media, muy "bien" diría Mirta, y elegante. Pero anda con su pelo negro bien largo y sus platas mapuche ornando las orejas. El experimento consistió en que el huinca observador entrara un minuto después que ella al negocio en cuestión y viera la situación. Fueron varias boutiques y hubo un ochenta por ciento de precisión en lo que ella decía.

Este ejemplo tal vez inocente se puede repetir al infinito. Por portación de cara morocha hay detenidos y muertos, hay hoteles que mágicamente no tienen habitaciones, restaurantes completamente reservados, salarios que bajan al nivel de changa. Hay colegios regados en nuestras geografía donde todavía sientan a los más morochitos al fondo, total "no aprenden nada". 

Y también hay el privilegio blanco de ser mejor atendido, de no asustar al otro en este país donde seguimos creyendo que el que te va a asaltar no es el rubio. Y nadie parece darse cuenta, porque realmente el blanco es la norma y no necesita ser mencionado.