Cortejado por Cannes desde su segunda película de ficción, Involuntario (2008), el realizador sueco Ruben Östlund alcanzó su primera Palma de Oro este año con The Square, film prototípico de su visión del mundo y sus preferencias cinematográficas. Östlund, de quien tres temporadas atrás se había estrenado en nuestro país la previa Force Majeure (2013), que ya había obtenido en el festival cannoise el premio mayor de la segunda sección en importancia de ese evento, la paralela Un Certain Regard. En otras palabras, a esta altura Östlund ya es un auteur internacional de primera fila, al que de aquí en más se disputarán los otros festivales de cabecera y cuyas obras (las películas de estos autores se llaman “obras”, más que películas) tienen exportación asegurada a todo el mundo. ¿Qué clase de autor es Ruben Östlund? Uno de la liga Michael Haneke, para decirlo rápido. Esto es, alguien que observa el mundo contemporáneo con una mezcla de amargura, distancia, crueldad y corrosión.
“Desconfía de tu prójimo como de ti mismo”, parece decir la secuencia inicial, en la que una chica pide ayuda con desesperación en una plaza pública, perseguida por un presunto agresor violento, y finalmente el hombre que acepta acercarse a dar una mano –frente a la indiferencia de todo el resto de los paseantes– termina despojado de celular, billetera y documentos, gracias a la genialidad dactilar de una bandita de punguistas. De inmediato se suma otro de los temas de The Square, la oposición entre la dura realidad y el arte bien pensante, cuando este hombre, un curador de museo llamado Christian (“cristiano”, para sumar corrosión) discute con unos publicistas el marketing de una obra de nombre “The Square”, presentación multimedia que hace foco en la posibilidad de convertir un pequeño espacio urbano en una suerte de utopía convivencial. Curiosamente, la obra es atribuida a la artista argentina Lola Arias (“Arías”, según la pronunciación sueca), que en verdad es actriz y dramaturga, y que jamás aparece en la película, como tampoco la propia obra.
Recordando alguna película del dúo Mariano Cohn & Gastón Duprat (El artista, básicamente), Östlund hace del mundo del museísmo y las artes plásticas el centro de su ensayo sobre la impostura, el doble discurso, la hipocresía, la animalidad y criminalidad latentes incluso, en el episodio que sirve como colofón. Mundo hermético y para esos pocos que son “como uno” (capaces de salir disparados cuando se anuncia que un coctel ya está servido), siempre pendiente de sus espónsors de alta gama y preocupado por no herir las leyes del consenso, alrededor de ese centro Östlund hace orbitar ciertos satélites narrativos, vinculados con la figura de Christian. Por un lado está la relación de éste con el otro mundo, el de la clase desposeída, la Suecia pobre de inmigrantes y monoblocks, al que Christian llega en plan más o menos bélico, intentando recuperar las pertenencias robadas y aconsejado por uno de esos personajes que en estas situaciones siempre aconsejan para mal. Terminará enfrentado con un pobre chico de origen musulmán, empujado gradualmente a su parte más oscura, la de blanco dominante. La otra relación problemática es la que establece de modo casual con una chica (la gran Elisabeth Moss), que para su desgracia resulta querer algo más que sexo de una noche.
Östlund es la clase de narrador a quien le interesa dar una visión del mundo, y parecería que para esto no hay nada mejor que multiplicar historias, como en más de una ocasión lo hizo el propio Haneke, o como diez o quince años atrás lo hacían Alejandro González Iñárritu y otros aseveradores seriales. El realizador sueco también lo intentó en films previos y vuelve a hacerlo ahora. Más allá de que una visión del mundo puede ensayarse desde la más pequeña de las historias, sin necesidad de multiplicaciones, lo cierto es que lo de Östlund es menos asertivo y menos punitivo que lo de Iñárritu y sus secuaces. Aunque viendo la película es difícil evitar la sensación de que “ah, está hablando de esto y de lo de más allá”. ¿El tema por sobre las historias? Digamos que The Square camina ahí, por ese riesgoso filo. Y si de filos se trata, Östlund se cortajea todo en una escena en la que comete uno de esos golpes bajos que ningún artista debería cometer jamás.