“El Grito” es un cuadro del pintor Edvard Munch. La imagen muestra un sujeto en un puente pasarela, o sendero. El marco que brinda el paisaje transmite un desamparo abrumador, una extrañeza esencial propia de alguien que ha perdido el contacto con los objetos del entorno. La presencia de dos personas atrás, a lo lejos, no hace más que enfatizar esta ruptura a la que el tono rojizo y ondulante del cielo le agrega el carácter de irreversible. De hecho, la pasarela traduce una secuencia sin límites, un sin salida cuya continuidad refleja esa reproducción de lo Mismo, propio de la locura. Un desarreglo sin embargo que, lejos de convocar al ámbito de las estructuras psicopatológicas, denuncia el rasgo más propio del ser hablante, allí donde la lengua reclama al partenaire capaz de generar la historia de una ausencia. (Somos hijos de hijos de hijos). De esta manera, el artista le hace gritar a la tela lo irremediable de un silencio por el cual, sin embargo, hablamos. Un llamado esencial. Esas palabras que, por instalar un corte, hacen de la desesperación una experiencia. En definitiva, ese Otro cuyo deseo hace posible la realidad de un cuerpo, si por cuerpo entendemos el refugio de la transmisión entre generaciones que alberga el Nombre. No sin razón se ha dicho que “El Grito” representa la angustia existencial que aqueja al ser humano. Esa íntima desgarradura de la cual un sujeto se rescata a partir de las marcas simbólicas donadas por el entorno. Un grito que se hace oír.

Matías Darroux Mijalchuk --nieto recuperado 130-- pone en primer plano el lugar que al deseo del Otro le cabe a la hora de establecer una filiación. “Gracias por no dejar de buscarme” dijo este hombre que hace cuarenta años --cuando contaba con cuatro meses de edad-- fue abandonado en la calle a metros de la hoy exEsma (el mismo predio hoy declarado patrimonio de la humanidad) para luego ser entregado. Es que, de acuerdo a la perspectiva psicoanalítica, no contamos con una iden­tidad autofundamentada. Nos identificamos a un rasgo --un Nombre-- que viene de ese Otro cuyo deseo nos trajo a la vida. Así, lo que resuena desde el fondo de los tiempos es un hueco que testimonia nuestra inconsistencia existencial: si quieren, ese vacío que se incorpora en el banquete totémico. Desde esta perspectiva no hay crimen más perverso que la privación del nombre. La marca que atestigua nuestra ligazón con el Otro es nues­tro más íntimo tesoro, el pasaporte de nuestro ser social. La cifra que nos acoge como sujetos de la palabra.

Hoy “El Grito” de Munch atruena en nuestro país. Fiel a la empresa de des-subjetivación y pauperización simbólica necesaria para transformar a las personas en meros engranajes de la maquinaria neoliberal, el presidente libertario que conduce los destinos de nuestro país ha decidido eliminar el organismo que busca a los niños y niñas apropiados durante la dictadura. Un crimen de lesa humanidad por el cual cientos de personas continúan sin saber su verdadera identidad. Nos interesa destacar que no son pocos los que llaman a la actual administración “el gobierno de los hermanos Milei”, es decir personas amparadas por el mismo nombre. Sin embargo, la crueldad de los hermanos Ni Ley ingresa en el orden de los monstruoso, sin que tal calificativo suponga afán de espectacularidad alguna. Asimilamos aquí lo monstruosos a todo aquello que atenta contra la ley fundante de la civilización.

De hecho, eso que llamamos Patria es consecuencia de la Ley --de la palabra que constituye un deseo-- cuya vigencia impide que una criatura sea presa de la barbarie. Al respecto, en su texto “El manto de Noé” el psicoanalista Philippe Julien señala: “En efecto, la patria es la descendencia social y jurídica que proviene de los padres fundadores; y ser ciudadano es formar parte del linaje de los padres. (...) esta paternidad instauradora de un lazo social, en tanto que éste es determinado fundamentalmente no por la sangre sino por la palabra”[1]. Por eso mismo, el ser hablante no conforma una especie. El nazismo fue, entre otras cosas, el experimento de transformar al ser hablante en especie al intentar eliminar la Diferencia que nos constituye. Sin embargo, el canon libertario desprecia al Padre y a la Patria.

Al mentar un pasaje de los hermanos Karamazov, Lacan recuerda la ingenua suposición según la cual --cito--: Si Dios no existe entonces todo está permitido. Para el psicoanalista francés se trata de lo contrario. Dice Lacan: bien sabemos los analistas que si Dios no existe, entonces ya nada está permitido”[2]. En otros términos: la eliminación de la Ley, es decir, de la instancia simbólica del Padre y de la Patria es el estertor último de la deshumanización. Sin embargo, varias veces “El Grito” fue robado --esto no es metáfora-- y tantas otras rescatado.

Si ese llamado esencial constituye el acto por el cual una comunidad adquiere la dignidad de tal, las Abuelas de Plaza de Mayo con su lucha han hecho oír su reclamo de justicia en todos los rincones del planeta. No podrán borrar todo lo conseguido hasta ahora. El Grito continúa. Siempre.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.

Notas:

[1]PhilippeJulian, “El manto de Noe”, Buenos Aires, Alianza Editorial. p. 18.

 

[2] Jacques Lacan (1954-1955) El Seminario: Libro 2, “El Yo en la Teoría de Freud y en la Técnica Psicoanalítica”, Buenos Aires, Paidós, 1998, p. 196.