Los sábados desayuno con un radioteatro de gauchos que me impresiona. Hablan perdidos en la inmensidad de La Pampa, se oye el viento y el galope del alazán; un relincho, un llanto y más cosas.

Entonces aparece mi madre. No entiendo bien el drama gauchesco de la radio, pero me gusta todo, el sonido, el tornado, el malón....En cambio, el drama de mi madre me aburre bastante. Me mira muy seria y menea amargamente la cabeza. Nadie (y aquí hace una pausa), nadie se había dado cuenta hasta ahora mismo. Falta exactamente una semana para el cumpleaños de quince de mi hermana y yo no tengo vestido para la fiesta. Con todos los preparativos -los sé de memoria; en esta casa sólo se habla de salones de fiesta, de souvenirs, de tarjetas y de servicio de lunch, de bebidas, de disc jockey, de fotógrafo y de decoración, de depiladoras y de peluqueras-... a nadie se le ocurrió que yo no tenía vestido. Mi madre observa con gesto oscuro mi atuendo habitual, de pantalón y zapatillas, y me anuncia que ahora mismo nos vamos al centro a comprar la tela y a pedirle “de rodillas” a la modista que me haga un vestido para el próximo sábado.

Los sábados a la mañana voy a la clase de mecanografía de la academia Branly. Se lo digo a mi madre, pero la excusa no funciona: estamos en vacaciones de invierno y no tengo academia. Mi única actividad es la misma desde hace días; usar los mismos pantalones y las Flecha y salir de inspección por el barrio. Si me canso o me aburro, voy a la panadería y me siento en un banquito al lado del mostrador y observo a la gente que entra y sale. Pero eso se acabó; es una vergüenza. Hay niños que en vacaciones de invierno hacen cursos especiales, adelantan las tareas, repasan ejercicios. Podría ir algunas tardes a Rosita, la maestra particular del barrio.

Miro la ropa que me acaba de poner mi madre sobre la cama: el pantalón elegante de pana y los zapatos. Tengo que ponerme eso. Me huelo debajo del brazo, porque mi madre me ha dicho que al menos me lave esa parte. Desde el baño oigo un grito de mi hermana y otro de mi madre. Y las dos pasan por delante del dormitorio y siguen discutiendo. Ahora a mi hermana no le gusta el color de su vestido de quince. Alguien le dijo que ese rosa viejo no le quedaba bien. No quiero ese vestido, repite. El problema es que ya está casi terminado, que se lo probó tres veces, que cuesta un ojo de la cara y además no hay tiempo. Pero mi hermana afirma que los quince años es un gran momento en la vida, el más importante. Los momentos importantes de la vida de una chica son el cumpleaños de quince y el casamiento. (Esto se lo oí decir a su amiga de pelo virulana). Mi hermana quiere venir con nosotras al centro a comprar otra tela. Seguro que la de ella -la mía, de la que no tengo idea- es mejor.

La prueba de vestidos es un asunto muy largo y aburrido. Y hay que volver a la siguiente semana. Es interminable. La tía mayor, la hermana de mi madre, llevará una cosa ancha -acampanada- recubierta por una gasa. La cuñada de la tía mayor (que no es familia directa pero es como si lo fuera), que es algo beata, se pondrá un vestido negro y blanco, porque sigue de medio luto. Ya no recuerdo por quién. Mi madre un vestido azul eléctrico liso, pero con las mangas cubiertas por completo por piedras brillantes. Un trabajo por el que la modista se quema las pestañas. Lo he visto todo, desde el momento que recibió esas telas que un vendedor extendía con solemnidad en medio de la sedería a esos cortes con papel y tiza hechos por esta mujer a la que no se le escapa más que una sonrisa, que no dice mucho y tiene la espalda medio jorobada, seguro que de tanto coser. El último día que fui a la prueba se me ocurrió la pregunta: ¿usted viene a la fiesta?

Más tarde, gracias a mí, la prima mayor tuvo que sentarse con el mapa de la distribución de las mesas. Adónde podían poner a la modista, se preguntaban, en qué mesa: ¿la de la familia? ¿la de las amigas? ¿la de la parentela que vemos poco? ¿con los de Buenos Aires o los de Entre Ríos? Qué es una fiesta, me pregunto, qué es toda la gente que uno quiere, ¿es ese mapa de cuadrados o círculos rodeados de nombres, todos escritos con lápiz para, como hizo la prima con la goma de borrar, sacar a uno de una mesa y llevarlo a otra? Así de fácil, cualquier noche, cuando todo el mundo esté durmiendo, puedo hacer lo mismo y sentar a la modista junto un tío abuelo que suele tocar el acordeón a piano.

Mi madre ya no puede más y se va al teléfono de su dormitorio para llamar a la tía o a la prima mayor.

Es el momento: agarro mi bolso golf (creo que le queda algún que otro petardo ahí dentro) y meto un pañuelo, una revista o dos de Archie, un pebete que quedó de mi desayuno y también el monedero, porque algo de dinero tengo (en parte de la rifa que organicé), y me voy a la calle. Es un día frío pero hay sol, un día para correr y dar vueltas a la manzana. Si yo fuera Tom Sawyer me iría al río a pescar. Camino rápido y no miro atrás, paso por delante de la macetería, cruzo la calle y rodeo la esquina de la pizzería. Todo es alegre, eléctrico, me gusta. Para mi rifa de la canasta que estoy organizando voy a pedir también la colaboración del pizzero, que incluyan dos o tres empanadas de carne.

Estoy en la verdulería, esperando a Flequillo, que está ayudando. Flequillo es muy responsable y hasta que el padre no le hace una seña no deja el trabajo. Ya está, podemos irnos al centro, o adonde queramos. Pero el padre de Flequillo aprovecha un descanso -en la verdulería y en la gallinería al lado siempre hay gente los sábados- y me pregunta si tengo permiso para ir al centro. Digo que sí, y que además es importante: es por la fiesta de mi hermana. El hombre asiente, pero sigue mirándome no muy convencido. Cerca de nosotros, al lado del taller mecánico de Venenito, están los amigos de Flequillo, entre ellos el hijo del carnicero que me saluda con mueca torcida. Me tiene miedo, seguro, porque hace una semana le escuché en la carnicería que decía que no podían llevar a Flequillo a la cancha, no había lugar en la camioneta. Pero el domingo lo vi salir, lo miré fijamente cuando salían y había espacio. Botón y cobarde. Sabe que yo sé.

Así que ahora, mientras Flequillo ha ido dentro a cambiarse y yo sigo esperando sentada en un cajón de fruta, converso sin parar con el padre de Flequillo. También hay una señora mayor a la que alguna vez ayudo con la bolsa en la panadería, o en el almacén. Calculo que mi madre todavía estará en el teléfono y mi hermana encerrada en el baño. Si además intervienen las tías, o la prima mayor, la cosa puede alargarse.

Sí, le digo, tenemos una fiesta de quince a la que Flequillo está invitado, por supuesto. Esto lo digo bien alto. Aunque mi hermana no es amiga de Flequillo yo acabo de decidir que está invitado. Además, continúo, será una fiesta muy grande. Y esto quiero que lo oigan bien el hijo del carnicero y sus amigos. Habrá mucha gente, será en uno de los mejores salones de Rosario, y por eso vamos a tener mucho cuidado con los colados.

La verdad es que ya podría callarme la boca, bajarme del cajón de tomates e irme con Flequillo, bastante sorprendido por la fiesta de quince a la que irá el sábado que viene. Los colados, le explico al padre -pero sobre todo me interesa que me oiga el hijo del carnicero y sus amigos- son un problema. Se visten bien todos los sábados, incluso se perfuman. Son profesionales. Salen a la calle y hacen el recorrido por todos los salones de fiesta, incluso alguno con un paquetito con un pequeño perfume o un jabón, para que se vea que llevan regalos. ¿Y qué hacen después los colados? Bueno, no son tontos. No llegan al principio de la fiesta, sino cuando ya han servido comidas y falta poco para el baile. Ahí aprovechan el momento del vals y entran directo a arrasar con todos los canapés y lo que encuentren.

El padre de Flequillo asiente, bastante sorprendido; pero de repente veo que mira más allá de mi persona. El hijo del carnicero me sonríe malicioso. Diría que triunfante. No pienso mirar atrás.

Entonces un poco más adelante veo el Fiat 600 verde de Venenito que se asoma lento del interior del taller mecánico. Dicen que es un loco del volante. Lo miro a Flequillo y a continuación me abro paso entre los futuros colados, antes de que Venenito arranque.