Cada vez que Mauro Cruz hace una pintura siente que está tirando una flecha, que hay algo que primero se tensa y después sale disparado. Quizás, la intensidad de ese recorrido que hace la idea hasta que se convierte en imagen es lo que define cómo se va a haber la obra, una vez que está terminada. Esta filosofía iría un poco en contra de esa hipótesis que tiene Francis Ford Coppola sobre los artistas y el carcaj con el que llegan al mundo. En Un puñado de flechas, el último libro de María Gainza, la narradora de una de la historias cuenta que se encontró con el director de cine en Buenos Aires y que en ese encuentro le dijo: “El artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas. Puede lanzar todas sus flechas de joven, o lanzarlas de adulto, o incluso ya de viejo”. Para Cruz esos palitos filosos y puntiagudos no son limitados, sino todo lo contrario. Eso podría convertirlo en un artista superior a Coppola. O al menos uno con más suerte.
En Oro en la penumbra, su actual exhibición en la Galería Sendrós, Cruz exhibe un conjunto de catorce pinturas. Las imágenes no parecen contener la velocidad de una flecha cuando sale disparada, sino la quietud de cuando se clavan en el blanco y quedan inmóviles. Cada obra recorre un paisaje de la pampa húmeda. En algunas aparecen capillas y hasta estampitas; otras, son sólo un horizonte infinito. La fe y la naturaleza se entrecruzan en esta serie de obras que le devuelven al espectador tierras oscuras, con algunos destellos de luz. Este artista parecería estar dando su propia definición de fe: pequeñas manchas de luminosidad en medio de un territorio plagado de sombras.
A diferencia de otros pintores religiosos y relativamente contemporáneos, como podría ser el caso de Santiago García Sáenz, las imágenes de Cruz no apelan a la ingenuidad; es la institución religiosa la que se levanta con todo su esplendor y su firmeza en este conjunto de obras. Esa solidez se ve en las diferentes capillas que aparecen en alguno de los cuadros: allí están la parroquia de San Lucas –ubicada en la Ciudad de Buenos Aires, en medio de la Plaza Houssay–, la ya inexistente capilla flotante que circulaba por el delta del Tigre y la iglesia de Nuestra señora del Buen Consejo, el único edificio de la muestra que no se ubica dentro de la provincia de Buenos Aires. Estas construcciones se levantan para evidenciar la huella que el catolicismo dejó en estas tierras. Pero siempre que se levanta un poder, también se levanta alguien que lo contradice. En este sentido, Cruz incluye en su muestra algunas otras pinturas con dos íconos populares que pertenecen a creencias paganas: San La Muerte y el Gauchito Gil. De todos modos, sea cual sea el credo, el acto de fe está en todos lados y la devoción se presenta en ambas direcciones porque las flechas de los creyentes siempre apuntan hacia el más allá, hacia un plano inmaterial y metafísico en el que se espera encontrar algún tipo de calma.
A la sensación de no future que hay por las calles hoy en día, un pintor marplatense de 33 años le responde con un grupo de pinturas religiosas. La obra de Cruz se resiste al desánimo generalizado con obras que buscan respuestas a través de rezos y velas que se prenden debajo de los árboles. Esta defensa de los relatos metafísicos parecería combatir ese vacío que dejaron aquellas certezas que, en un pasado, fueron sinónimo de estabilidad y que hoy no son garantía de nada; por ejemplo: ser profesional para ganar bien, poder acceder a una casa propia, tener un trabajo registrado. Cualquiera sea el relato, el camino de la fe sólo ofrece seguridad y confort porque de eso se trata ser creyente, de tener un sinfín de justificaciones para cada cosa que pasa, de entregarle el devenir del destino a algo que no se puede ver, ni tampoco tocar. Hoy, las computadoras se rompen por culpa de mercurio retrógrado o una persona consigue cambiar su auto gracias a la buena predisposición de San La Muerte o la Difunta Correa.
El paisaje bonaerense funciona como el escenario donde todas estas creencias existen. La pampa húmeda es una tierra sin fin, capaz de albergar cada una de estas capillas e incluso fantasías oníricas donde los caracoles parecen iglesias y las cruces se hacen con pedazos de huesos. Ese mismo paisaje es el que contiene un puñado de fuegos fatuos que iluminan la noche en el campo. Este fenómeno de la naturaleza aparece cuando se inflaman ciertas sustancias que se desprenden de materiales orgánicos en descomposición: por eso pueden verse en cementerios. Sin embargo, en el universo de las creencias populares, se dice que los fuegos fatuos son manifestaciones de almas en pena que deambulan sin descanso, de aquí para allá, porque no pudieron acceder al cielo por culpa de sus pecados. Así como Cruz ofrece, en alguna de sus obras, la posibilidad de salvación, su pintura también es el recordatorio de que en la religión existen los castigos.
Todos los escenarios que se presentan en Oro en la penumbra están plagados de silencio. Parecen esos audios de WhatsApp mal grabados, los que no emiten sonido cuando se los pretende hacer sonar. Aquello que esconde cada una de estas pinturas son oraciones que los creyentes se dicen para sí mismos, con la cabeza gacha y respetando a la deidad que tengan delante. Las telas contienen la seriedad de la religión y el secreto de las plegarias. El horizonte, las cruces y las iglesias, son los testigos de pecados inconfesables y de pedidos desesperados. Son la búsqueda de una respuesta y la esperanza de una solución. Son un acto de fe. Son parte de la religión.
Oro en la penumbra se puede visitar de miércoles a viernes, de 14 a 18, en la Galería Sendrós, Wenceslao Villafañe 584. Hasta el 21 de septiembre. Gratis.