Las uvas de la ira
Abdulhamid Kircher tenía 17 años cuando se reencontró con su padre. En el medio, había pasado una década: su padre había estado en prisión en Alemania por tráfico de drogas e intento de asesinato. Para escapar de ese trauma (papá Sedat no era un tipo afable, justamente) Kircher y su madre se habían mudado de Berlín a Queens, en Nueva York. Cuando el joven fotógrafo y Sedat se reencontraron, Abdulhamid pasó los veranos viajando entre Alemania y Turquía (el país natal de su padre), documentando el vínculo que iban construyendo y, al mismo tiempo, revelando secretos arraigados en múltiples generaciones de su familia. “Muchas de las relaciones que he construido a lo largo de los años provienen de la fotografía”, dice Kircher, fan de Diane Arbus y de la fotografía callejera. “Cuando conocí a mi papá, estaba muy obsesionado con tratar de profundizar en cada pequeña situación por fuera de cualquier mandato moral. Podía fotografiar a la novia de papá en la peluquería o pedirle a él que me llevara con sus amigos que fumaban crack. Todo lo que me interesaba era sumergirme en esos mundos sin importar cuán sórdidos fueran porque, bueno, de algún modo la belleza estaba ahí”, cuenta. Ahora, Abdulhamid tiene 28 años y un libro nuevo: Rotting from within (algo así como “pudriéndose por dentro” pero también “entrometiéndose desde adentro”). Y es que eso es lo que el fotógrafo hace a lo largo de unas cuatrocientas imágenes: asistir a la decadencia de su padre pero también, a la decisión bien personal de Sedat de hacer las cosas a su modo, con cierta honestidad brutal. Fue en esos momentos que Kircher comenzó a conectar aspectos del carácter de su padre con el suyo propio. “La pudrición interior es ese aspecto incontrolable de vos mismo que proviene, de algún modo, de tu padre”, explica el fotógrafo. Esas capas quedan expuestas a lo largo del ensayo: las fronteras entre lo turbio y lo luminoso son porosas y por eso mismo, muy interesantes. Los amigos, las amantes, los abuelos paternos de Turquía, los viajes por la ruta, el modo en que se desmorona la salud de Sedat dejando a flor de piel su esencia vulnerable construyen un relato visual que habla de quienes están a un lado y otro de la cámara.
Libros venenosos
Los libros de la época victoriana, encuadernados en tela y de colores brillantes, podrían ser, en verdad, cápsulas venenosas que el tiempo ha tenido a buen resguardo. Eso es lo que asegura una investigación publicada por the American Chemical Society. El estudio comenzó en 2022, después de que los bibliotecarios de Lipscomb, Jan Cohu y Michaela Rutledge, se acercaran al departamento de química de la universidad para pedir que fueran testeados una serie de libros cubiertos de tela de los siglos XIX y principios del XX de la Biblioteca Beaman de la escuela. Así descubrieron en varios de ellos un compuesto de arsénico conocido como acetoarsenito de cobre. Este pigmento verde esmeralda se utilizó en las prendas de vestir de la época victoriana. También, en las portadas de libros de tela. Tiene sentido ya que, se sabe, antes de la existencia de tintes sintéticos, los colores se fabricaban con químicos tóxicos. Por eso, por ejemplo, los pintores tenían tantos problemas para conseguir óleos de ciertos colores como el blanco o el azul, hechos a base de plomo. Todo esto llevó al lanzamiento del Poison Book Project, un esfuerzo de investigación colaborativo que utiliza fluorescencia de rayos X y otras técnicas para revelar pigmentos tóxicos en libros de todo el mundo. Una de las características del proyecto es que deben estudiar color por color. Por ejemplo, actualmente, el equipo está trabajando para identificar tóxicos en libros derivados de pigmentos amarillos.
Anillos únicos y discretos
En el borde de nuestro sistema solar, los astrónomos han descubierto una serie de anillos orbitando en torno a un planeta diminuto y helado. Estos anillos, ubicados alrededor de Quaoar, un planeta enano del tamaño de Plutón que orbita más allá de Neptuno, son únicos. Y es que orbitan mucho más lejos del planeta que los anillos de Saturno, por ejemplo, y, por lo tanto, plantean desafíos a las teorías actuales sobre la formación de anillos. El asunto, además, es que los anillos se dejaron ver apenas durante un ratito y jamás hubieran podido ser percibidos en épocas donde la tecnología era menos sofisticada. El descubrimiento estuvo a cargo de un grupo de expertos de la Universidad de Sheffield y para eso, fue necesaria una cámara de alta velocidad extremadamente sensible montada en el Gran Telescopio Canarias (GTC), el telescopio más grande del mundo, con un diámetro mayor a los diez metros. Dado que los anillos son demasiado pequeños y débiles para observarlos directamente, los investigadores los detectaron a través de un “ocultamiento”, un fenómeno en el que Quaoar bloqueaba la luz de una estrella de fondo mientras orbitaba alrededor del Sol. Aunque este evento duró menos de un minuto, fue precedido y seguido de manera sorpresiva por dos caídas de luz. Según los expertos, esto indica la presencia de un sistema de anillos alrededor de este planeta. Estos sistemas de anillos son bastante raros y están presentes sólo alrededor de un puñado de planetas, incluidos Saturno, Júpiter, Urano y Neptuno.
Amigos son los amigos
El cuadro estuvo 200 años escondido. Hace un tiempo, fue hallado en la casa de una mujer fallecida en Weimar, donde Goethe vivió mucho tiempo y subastado de manera reciente en Dresden por 280 mil libras. La pequeñez del cuadro (de apenas 50 centímetros) contrasta con su poder mefistofélico para resurgir de las cenizas y exhumar, una vez más, la historia del intelectual alemán pero también, la de un joven fan que devino su amigo y que no es otro que el autor del cuadro: Carl Gustav Carus. En ese óleo se ve a Fausto caminando junto al diablo en dirección a la ciudad, dos sombras apenas contra un cielo anaranjado y violáceo. De hecho, la obra se llama Sunset: on Goethe’s Faust y pasó al olvido luego de ser expuesta fugazmente en 1837. La creatividad de Carus era expansiva y adelantada a su época. Nacido en 1789 en Leipzig, fue médico, psicólogo, biólogo, filósofo y pintor. El encuentro con Fausto, el libro, le voló la cabeza y lo llevó a crear cuadros e incluso, a escribir una serie de cartas en torno a este mito. “Estoy convencido de que en el preciso borde entre el intelecto y la sensibilidad que nos brinda la naturaleza, se encuentra la llave del arte verdadero, que es a su vez, la llave del amor verdadero”, escribió en una época donde la racionalidad cartesiana estaba fuera de discusión. Carus era cuarenta años más joven que Goethe pero esto no impidió que intercambiasen correspondencia y que Goethe se tomara muy en serio la obra de su amigo. De todos modos, Carus se tomó su tiempo antes de hacer el primer envío postal: parece que empezó a escribir bocetos de cartas en 1815 y solo se las envió en 1822. La morosidad tuvo sus frutos: en 1830, una de las respuestas de Goethe se transformó en el prólogo de Nueve cartas sobre la pintura de paisajes por las cuales Carus es famoso hasta ahora. Esos textos no solo hablan de pintura sino también de ciencia e incluso esbozan teorías en torno a la psique y el alma que serían consideradas precursoras de las de Carl Gustav Jung. Una de las últimas cartas de ese volumen describe la atmósfera de un jardín de Dresden un día de febrero de 1823: “El sol se había puesto. Contra el cielo amarillo apagado del atardecer, una amplia banda de nubes grises de nieve, de tono uniforme, se extendía hasta el horizonte. La vista lejana estaba envuelta en tonos marrones, verdosos y violetas”. El cuadro ahora exhumado bien puede tener dialogo con este cielo, tanto como se puede pensar que las dos sombras no son otros que Goethe y Carus.