Escritos y publicados en la Argentina en los años que anunciaban el advenimiento del peronismo, y durante el auge de este movimiento, se ha dicho que los cuentos de Ficciones y El Aleph, encierran claves históricas. Tomás Eloy Martínez y Rodolfo Walsh señalan en El jardín de los senderos que se bifurcan y en La muerte y la brújula, la urdimbre de los siniestros tejidos de los servicios de inteligencia argentinos que reproducían el esquema del espionaje internacional.
En El jardín de senderos que se bifurcan, el protagonista-investigador mata, en La muerte y la brújula, el detective Lönnrot es asesinado, finales fatales guiados por “claves” de nombres o letras. Asesinado y asesino son dos caras de la misma moneda, apenas articuladas por la precaria y mortífera relación con el semejante, el “otro”, la imagen especular y terrible, sin medición, proclive al narcisismo destructivo, al exterminio del “otro”, origen del borgeano horror por los espejos. Caín y Abel de nuevo. La lucha fratricida se instaura en el gran campo de batalla que es el universo. Estos dos cuentos explican, a pesar de adentrarse en un territorio que va más allá de lo inmediato y aparente, la realidad social e ideológica argentina de la década de 1940.
Eloy Martínez en su novela Santa Evita (1995), cree ver en la intrincada trama de La muerte y la brújula el funcionamiento del espionaje y contraespionaje que se realizó en la Argentina luego del golpe de estado de 1955 que derrocara a Perón para instaurar un régimen militar de facto, y a causa del cual se llevó adelante una de las afrentas más crueles e infames del anti-peronismo: el robo del cadáver de Eva Perón. También aludirá Eloy Martínez a un “jardín” en Italia donde Evita es enterrada con un nombre falso.
Los asesinatos en ambos cuentos son crípticos mensajes, propios del mundo de la inteligencia bélica o del hampa. En La muerte y la brújula el detective se encamina hacia el centro de un arduo laberinto. Ese centro es la clave de su vida (y de su muerte). El investigador cae enredado en la sutil telaraña que sus propios pasos han urdido (como en el Poema conjetural), desde la niñez, en un periplo fatal, donde el Minotauro es el reflejo del propio ser con su parte de razón y de bestia. Como en La casa de Asterión (El Aleph) o en El laberinto (Atlas, 1984), el héroe encontrará a su Minotauro aguardándolo en corredores y galerías.
De este modo puede leerse en la ficción una abrumadora realidad individual y social que reproduce un entramado donde la muerte va junto a la trampa, como en el truco, ese juego de naipes criollo que acepta la mentira y el engaño.
En Siete noches (1980), Borges habla de las pesadillas (efialtes para los griegos, íncubus para los romanos, alp para los alemanes). En “La muerte y la brújula”, la casa de la quinta Triste-le-Roy aparece como un laberinto de espejos y como una pesadilla.
La casa y la quinta de Triste-le-Roy recuerdan la extraña Casa Colorada del cuento There are more things (El libro de arena, 1975) que constituye el escenario siniestro de lo posible y lo extraño, el espacio desconocido del universo que nadie ha visto en su totalidad (como en “El Aleph”). Estas casas, estos lugares domésticos, pueden ser considerados dentro de lo que Freud denomina “lo siniestro”, en el sentido del término alemán “unheimlich” que también puede evocar un determinado sector estético y que está próximo a lo espantable, angustiante, espeluznante. (Cfr. Freud, S., Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1973:2483-3505). Sin duda estos aspectos perturbadores condicen con la idea que posee Borges acerca de las pesadillas, como grietas del infierno, grietas por donde se atraviesa al universo de lo real, aquello que no puede ser puesto en palabras, como señala Lacan.
En una de las conferencias que reúne Nueve ensayos dantescos (1982), El noble castillo del Canto IV, el mismo Borges considera que la palabra alemana “unheimlich” para expresar el horror se traduce mejor en castellano con la palabra siniestro.
La quinta Triste-le-Roy representa el lugar de aquellos angustiantes sueños y recuerdos de la infancia, a menudo encubridores. Esa construcción de estilo neoclásico presenta en su lujosa y compleja ornamentación lo desconocido y atroz. Pero como en las pesadillas que Borges refiere en Siete noches, el espacio del cuento se dibuja con minuciosidad en un mapa que marca el periplo del investigador por las calles de Buenos Aires. Y no solamente la geografía concreta y material, sino una geografía simbólica donde los cuatro puntos cardinales indican los pasos de una investigación única y trascendental. El misterio revelado como en la tragedia de Edipo lleva al límite final: la mortalidad. Y ese límite se sitúa en el sur, donde se articula la última letra del tetragrámaton, o el nombre de Dios.
La clara referencia al Riachuelo, al sur de la ciudad de Buenos Aires, se completa con la alusión a Avellaneda, en la Gran Buenos Aires, donde se asentaron numerosa fábricas que dieron origen a una clase obrera muy importante. El sur, cifra de la barbarie, es lugar en el imaginario borgeano de infames curtiembres que arrojan basura al río, de bandoleros y caudillos del hampa. Desde Avellaneda llegaron las columnas proletarias que el 17 de octubre de 1945 apoyaron a Perón, y que entraron en la capital ante los ojos asombrados de la burguesía porteña que los llamará despectivamente “descamisados”, término que usará luego Eva Perón para referirse a los trabajadores como aclara en La razón de mi vida (1951). El sur, Avellaneda, tiene en La muerte y la brújula la connotación negativa que las clases acomodadas atribuyen a los obreros. Como en la Fiesta del monstruo, desde el sur, desde ese suburbio fabril y popular llegan, para escándalo de la oligarquía argentina, los vientos siniestros, el barro de la historia que enlodará las torres ideales resguardadas por cifras y letras.
*Bellone, L. y Gutiérrez A. R., “Novela, mujeres y política en Jorge Luis Borges”, Madrid, Ed.Verbum, 2021.