“Hay una especial satisfacción de ver que existe gente joven que está dispuesta a ir a contracorriente de las modas actuales, sobre todo las tecnocráticas, que están directamente relacionadas con el empobrecimiento de la cultura y del lenguaje”. Eso dice Emilio Rollié, docente a cargo del Seminario de Introducción al Sánscrito de la UNLP, cuando le preguntan por qué y cómo da clases de sánscrito, y cómo llegó a ser el primer profesor que lo dicta en esa Universidad, aplicando, además, un método propio de enseñanza, adecuado a las circunstancias particulares de sus cursos: la restricción de tiempo. “Estudiar sánscrito es una experiencia fuerte y casi surrealista”, afirma al recordar sus inicios en el estudio de esa lengua antigua. “Después uno se acostumbra y ya le parece normal, como pasa con todo, tenés que tomar distancia. Es como con la escritura que usa el sánscrito, la llamada escritura Devanagari: al principio te parecen dibujos raros y hermosos; pero después te vas familiarizando hasta que lo asimilás del todo, y para revivir lo extraño que te parecía antes tenés que girar la hoja y poner la escritura patas para arriba”.

--De una u otra manera, para un lector actual, los textos sánscritos parecen un lenguaje inventado por Tolkien. ¿Cómo define al sánscrito y cuál es su importancia?

--Voy a responder al estilo de Buda en el conocido Sutra del Diamante: si hubiera tantos mundos como las arenas del Ganges, y en cada uno de ellos un Tolkien escribiendo, no llegarían a crear ni un pequeño fragmento de lo que es la literatura sánscrita. El sánscrito, lo mismo que las lenguas clásicas occidentales, griego y latín, tienen una importancia imposible de exagerar para la literatura y para los estudios literarios. Porque son lenguas que llegaron a convertirse en el vehículo expresivo de una cultura en su momento más elevado, el momento del máximo desarrollo de sus capacidades, cuando se crearon las obras que pasaron a ser fundacionales, parámetro de medida, objeto de imitación y también de negación, para las formas culturales posteriores. En el caso del sánscrito, la idea de clasicismo debe entenderse en su más plena dimensión. Se puede mencionar, por ejemplo, el hecho de que es la única lengua cuyo nombre no proviene del nombre de un pueblo, del lugar en que se hablaba, como “griego” o “latín” o “castellano”, sino de la gramática misma: “sánscrito” significa “elaborado”, y se refiere a la lengua a la que se ha dado la terminación, el nivel de perfección necesario para expresar lo mejor de una cultura en la forma más precisa y elegante. La literatura sánscrita, que es de una abundancia cientos de veces superior a nuestra literatura clásica, es un modelo de exquisitez y refinamiento en la poesía, de rigor en la filosofía y en los innumerables tratados técnicos, como los de gramática, leyes, yoga, ciencia del amor, etc., de ingenio e inventiva en los cuentos y en la épica, así como también una fuente inagotable de espiritualidad, abarcando todos los géneros posibles dentro de varias de las religiones vivas más importantes del mundo como el Hinduismo y el Budismo.

--¿Cómo empezó a interesarse por el estudio de esa lengua y cómo llegó a elaborar una gramática?

--A finales de 1996 un amigo me consiguió la fotocopia de una gramática de sánscrito. Se trataba de una gramática excelente, en castellano, además, con una exposición muy clara de los hechos del lenguaje y, lo que fue de capital importancia, una serie de ejercicios, selección literaria y vocabulario. A partir de ahí, mientras empezaba a trabajar, haciendo suplencias, y estudiaba para recibirme, me puse con el sánscrito de manera intensiva. Pasé días enteros sin despegarme de los papeles, semanas para dar con el sentido de una oración, sin exagerar. Después de eso, cuando ya había conseguido cierta solidez en el dominio de la lengua y tenía además una visión definida del objeto de estudio, me acerqué a la cátedra de Rosalía Vochuk, en la UBA, y allí cursé un seminario de sánscrito védico. Hasta que en el año 2000 Lía Galán, profesora de Latín, donde ya era ayudante desde 1998, se propuso dar un curso de Extensión Universitaria, o sea, un curso más abierto al público general, y me invitó a dar un curso de sánscrito. Hay que decir que, aunque yo contaba con algunas credenciales, no estaba en absoluto preparado para dar un curso. Pero igual acepté. Y fue importante para mí en varios sentidos, como, por ejemplo, empezar a darme cuenta de que había que enseñar con otro método una lengua que presenta un escollo de dificultad inusitada, en relación con griego, latín y todas las demás lenguas, para iniciar los estudios: me refiero a una fonética de frase en la que cerca de la mitad de las palabras cambian su sonido cuando se encuentran, lo que se refleja en la manera de escribirlas, razón por la cual hay que estudiar decenas de reglas sólo para poder buscar esas palabras en el diccionario (probablemente muchos lectores habrán notado que, por ejemplo, se dice “namas te”, pero también “namah shivaya” y “namo buddhaya”). El caso es que, unos dos o tres años después empecé a dar con regularidad cursos de sánscrito de un cuatrimestre, invitado por la misma profesora, como actividad del Centro de Estudios Latinos. Más tarde, en el 2012, pasó a ser Seminario optativo para la Licenciatura en Letras. En aquellos años iniciales empecé a crear material para una gramática, que finalmente publiqué en 2016, y a decidirme por un método práctico para la enseñanza, método que apunta a que en unos pocos meses (el curso nunca fue de más que un cuatrimestre) el estudiante pueda acercarse a un texto original, sin detenerse en el análisis exhaustivo de innumerables reglas gramaticales. En ese tiempo forjé otra importante credencial para presentarme como profesor de sánscrito: haber trabajado un par de años en la biblioteca de Fernando Tola y Carmen Dragonetti, sin duda los referentes más importantes de los estudios sánscritos en Latinoamérica.

--Y la convocatoria, ¿atrajo alumnos?

--Siempre tuve alumnos, en general de Letras, y a veces de Filosofía; y también gente que no pertenecía a la Universidad ni tenía ninguna relación con ella, como profesores de yoga o personas simplemente interesadas en acercarse desde un estudio serio a la cultura de la India antigua. Inicialmente yo no había puesto como requisito ningún conocimiento previo sobre gramática de lenguas de este tipo, como el latín o el griego, pero a partir de la experiencia de muchos años me di cuenta de que eso no funcionaba, ya que terminaban abandonando el estudio, por demasiado dificultoso. De todas maneras, a las clases de la Universidad Pública puede asistir cualquier persona, y en este estudio es más necesario que el conocimiento teórico, una actitud de valentía ante algo desconocido y difícil y, sobre todo, mucha disposición para la práctica constante.

--Cuando se habla de sánscrito, ¿se puede hablar de lengua muerta?

--Cuando se habla de semejante masa de literatura, dicho en general, de producción escrita, extendida en un período que abarca desde por lo menos el año 1000 a.C. hasta el siglo XV de nuestra Era, está claro que hablar de lengua muerta no es del todo adecuado. La lengua sánscrita, como el latín, es una lengua muerta en el sentido de que ya no se habla, ya no hay comunidades que la utilicen como vehículo para la comunicación en la vida cotidiana. Dejando de lado que eso tiene sus matices, porque sí hay comunidades o grupos de hablantes modernos que las utilizan en su vida diaria, y aun cuando nos remitamos a lo ya escrito (lo que no cambia y se busca transmitir siempre igual), no se puede decir que se trate de lenguas muertas: cuando uno va a los textos, es decir, sale del terreno sin tiempo de los estudios lingüísticos, se encuentra con un tipo de vida enormemente variado: un autor que usa tales estructuras y expresiones que otro autor no usa, un vocabulario ligeramente diferente, sentidos diferentes al que dan otros a las mismas palabras, inclusive formas excepcionales, no apoyadas por la corrección gramatical. Y todo eso se acentúa si estamos frente a la producción de un período largo de tiempo y de muchos géneros. De manera que lo de lengua muerta es relativo. Además, desde una perspectiva más amplia que la estrictamente lingüística, decir que una lengua está muerta cuando los sentidos que portaban sus palabras están vigentes, tienen una vida activa y compleja en una sociedad y una lengua viva, es algo que hay que relativizar. Desde un punto de vista estricto, sí, se puede decir que el latín está muerto porque dejó de usarse en la comunicación diaria de la vida, y lo que pasó a ocupar su lugar, las lenguas neolatinas, como la nuestra, ya son formas de lenguaje que un romano no entendería, así como un hablante de castellano no entendería si escucha hablar a un romano. Pero con una mirada más amplia se puede decir que el latín está vivo en muchas formas, llamadas castellano, italiano, francés, etc. Tampoco sería del todo erróneo decir que tiene cierta vida cuando, en el ámbito de la ley, el derecho, la ciencia y la política se usan a cada paso palabras y frases latinas. Y así, infinitos ejemplos.

--El yoga, por ejemplo...

--Exacto. Si bien el sánscrito es una lengua mucho más ajena a nuestra cultura que el latín, ya desde hace más de un siglo que elementos de la cultura india antigua están pasando masivamente al mundo occidental, y con esos elementos o, mejor dicho, como portadoras de ellos, vienen palabras sánscritas. Hoy en día todo el mundo está familiarizado con palabras como “karma”, “yoga”, “mantra”, “chakra”; y mucha gente no sólo usa esas palabras cotidianamente, sino que está comprometida con las realidades de la esfera sánscrita que nombran, ya sean conceptos aislados, disciplinas o prácticas. Ese es el caso de los profesores y estudiantes de yoga, una disciplina cada vez más extendida entre nosotros, y no necesariamente modernizada; todo lo contrario: observando el principio de tradición, extremadamente fuerte en la cultura sánscrita, los que enseñan yoga tratan de presentarlo como una práctica ancestral, tal como era en la antigua India. Y con esa práctica vienen muchísimas palabras y frases con las que se nombran posturas, ejercicios, etc. Lo mismo puede decirse en otros ámbitos, como la lingüística. Pero en el ámbito de la religión esa forma de vida puede sentirse con una gran fuerza y con una difusión popular equiparable a la del yoga. Así, siguiendo con la comparación con el mundo grecorromano, una diferencia clave está en el hecho de que hoy ya no hay creyentes devotos de Zeus, Júpiter, y toda la multitud de dioses y diosas que recibía culto en la antigüedad; son deidades que desaparecieron, que ya no tienen un lugar en el corazón de la gente. Lo contrario sucede, también ya desde hace más de un siglo, con deidades de la antigua India: como viene sucediendo desde hace milenios, las religiones viajan de oriente a occidente, y Krishna, una forma del dios Vishnú, tiene infinidad de devotos; y lo mismo Buda (aunque no es una divinidad). Y con esas religiones vinieron muchísimas palabras y frases sánscritas, como “krishna”, sin ir más lejos, que significa “negro”, o “buddha”, que significa “despierto, despertado, iluminado”. De todo lo anterior se desprende que cuando una persona lee un libro de literatura sánscrita, como el Panchatantra, las Upanishads, el Mahabharata, Shakuntalá, etc., si bien lee una traducción, hay muchas palabras que por ser familiares a nosotros directamente no se traducen (además de por tener un sentido muy complejo), sino que se dejan así y se anotan a pie de página o algo parecido; y pueden aparecer sin necesidad de comentario alguno, demás está decirlo, en medios como diarios y revistas. Y, apareciendo así, como sánscrito mismo, no nos causan sorpresa. Porque en parte ya son también de nosotros.

--¿Y cómo es el procedimiento de su enseñanza?

--Primero selecciono un texto y extraigo un fragmento que más o menos estime que puede llegar a trabajarse en 10 o 12 encuentros de dos horas. Y acá hay que mencionar una gran ventaja de la literatura sánscrita como material para la enseñanza: a diferencia de lo que pasa con nuestras lenguas clásicas, en donde la sofisticación del estilo llegó a ser muy alta y, a la vez, moneda corriente, en esta otra hay grandes obras, de las más importantes de su historia literaria, como la Bhagavad Gita, por ejemplo, que son de una extremada sencillez en el lenguaje y expresan los sentimientos y las ideas más profundas en un lenguaje simple y directo. Eso significa que el profesor puede empezar con un texto extraído intacto de un libro de primera importancia y usarlo para enseñar. Y así no sólo se está introduciendo material de gramática, sino de filosofía, religión, de los pensamientos más profundos de los hombres. Una vez elegido el fragmento literario, lo translitero, es decir, lo paso de la escritura original a una forma basada en la escritura latina con ciertos signos agregados a algunas letras para reproducir sonidos que en castellano no existen (los signos diacríticos científicamente aceptados, que se ven, por ejemplo, en la forma correcta Śiva -en vez de Shiva-). El paso siguiente es deshacer todos esos cambios fonéticos que mencioné antes (lo que se llama sandhi externo) y, además, separar todas las palabras que en la escritura original aparecen unidas (por diversas causas: porque hubo un cambio y dos letras se fundieron en una, o simplemente porque esa escritura tiene ciertas costumbres diferentes a la latina). Finalmente preparo el vocabulario de todo el texto y lo agrego al final, no disponiéndolo por orden alfabético, que en sánscrito es diferente al nuestro, claro está, sino por orden de aparición de las palabras en el texto. De esa manera se puede traducir sin necesidad de usar un diccionario, lo que significaría una dificultad extra, sobre todo porque el material lexicográfico al que se puede acceder más fácil y económicamente está en inglés y francés. Entonces ya hay un material listo para trabajar en clase, elaborado de manera tal que es posible la traducción de un breve fragmento sin tener la necesidad de estudiar un número enorme de reglas abstractas.

--¿Y cómo son esas clases?

--Si en un momento alguien se asomara a una de estas clases, probablemente encontraría un parecido con la escuela primaria: el profesor avanzando en un texto minuciosamente y haciendo preguntas con monotonía, y los alumnos respondiendo monótonamente; y después escribiendo, siempre mirando bien en la gramática para dibujar cada letra adecuadamente. O, mejor todavía, podría encontrarle alguna semejanza con el scriptorium de una abadía medieval, con varios jóvenes esforzándose por copiar y hacer trazos prolijos. Digo mejor porque esta comparación trae a la imaginación un contexto de edad oscura, sumergida en la ignorancia. Lo cierto es que en una clase así se siente por momentos la conciencia de estar haciendo algo que vale la pena, porque es una contribución a la conservación del conocimiento que la humanidad viene atesorando desde hace mucho. Eso es la pura verdad también en una clase en la escuela primaria, o donde sea; pero cuando uno se acostumbra necesita realidades más fuertes para reaccionar y darse cuenta. Por supuesto que la tecnología con la que contamos actualmente tiene muchos aspectos positivos y brinda ventajas enormes en relación, justamente, con la posibilidad de acceso a los textos. Hoy, por ejemplo, se pueden leer por internet montones de libros de literatura sánscrita que es difícil conseguir en librerías. Pero ya se sabe que ese acceso superabundante no es del todo positivo. Para mí, una de las enseñanzas más grandes de la literatura antigua es que, no teniendo ese acceso, esa superabundancia de posibilidades, de datos, de comodidades, hubo personas que llegaron a un grado de conocimiento nunca igualado. Ese es el ejemplo que nos dan las lenguas clásicas. Ahora, en cambio, se discute sobre la inteligencia artificial, una simple computadora sofisticada con una capacidad mucho mayor que las anteriores de acumular y relacionar datos. Pero no se entiende cómo se puede llamar inteligente a algo que carece de sentimientos. Persiste una mala interpretación, a mi juicio, de qué cosa es la inteligencia.