“Los espectadores se pasman, cuando pasa el tren”. Esa frase seca, desprovista de todo contexto, es la primera que figura en los famosos Diarios de Franz Kafka, en un día indeterminado de 1910. Obviamente, remite al film fundacional L' arrivée d'un train à La Ciotat, de los hermanos Lumière, que Kafka sin duda debía haber visto ya muchos años antes, pero que seguía presente en sus pensamientos. Por testimonios de su amigo Max Brod y de su discípulo Gustav Janouch, se sabe que el señor K era un espectador asiduo de cine y sus diarios los corroboran. En 1913, escribe: “20 de noviembre. He estado en el cine. He llorado”, dice de un melodrama de la época. Y de una comedia, señala: “Diversión sin medida”. Kafka, quién diría.

El autor de La metamorfosis murió de tuberculosis a los 40 años, el 3 de junio de 1924, y ni siquiera llegó a ver muchas de las grandes obras maestras del cine mudo, pero esa carencia no impidió que el cine impregnara su obra. Y que a su vez el cine la hiciera suya. “Hay un cine kafkiano sin Kafka”, escribió Guillermo Cabrera Infante, que a su vez afirmaba: “El cine, como Kafka, sueña por nosotros. Y Kafka soñaba en forma de cine. Su viñeta ‘Quién fuera piel roja’, muestra que Kafka también conoció el Oeste de niño: el escritor en el barrio judío de Praga anhelaba la vasta llanura, el caballo y el arrojo de un bravo que, como en las paradojas del Zen, pierde primero los estribos, luego las riendas y finalmente su misma montura, pero no en la exótica pradera sino en la marisma familiar y cercana”.

El cine también podría haber sido un primer disparador incluso de textos más famosos, como El castillo, que Kafka inició en 1922, el mismo año que se estrenaba en cines de Europa la genial Nosferatu, de Friedrich Wilhelm Murnau. Hay consenso en que el castillo de Friedland, cercano a un pueblo en Montañas de los Gigantes, donde el escritor intentaba recuperarse de sus problemas de salud, puede haber servido de inspiración a la novela inacabada. Pero el investigador alemán Peter-André Alt, en su obra Kafka und der Film (2009), no deja de advertir las poderosas similitudes entre los inicios simétricos de la novela y de la película. Un agrimensor en el texto y un agente inmobiliario en el film son convocados por un misterioso conde que vive en un castillo apartado y llegan –en medio de feroces tormentas- a sendas posadas donde son examinados con extrañeza y hostilidad por los lugareños, que tratan de disuadir a los protagonistas de permanecer en la zona. Las coincidencias quizás acaban allí, pero no dejan de ser significativas.

Parece pertinente entonces que el fascinante ciclo “100 Kafka 100 - Dieciséis films alrededor de Franz Kafka, en el año centenario de su muerte”, que el Goethe-Institut –junto a infinidad de embajadas y organismos culturales- presenta a partir de este martes en la Sala Leopoldo Lugones, se inicie con la versión de El castillo (1997), la película dirigida por Michael Haneke, inédita en Argentina, con la excepción de un par de exhibiciones en el Festival de Mar del Plata. Aunque realizada para la televisión austríaca, se trata de uno de los mejores trabajos del director de La cinta blanca, protagonizado por el extraordinario actor alemán Ulrich Mühe, el recordado espía de La vida de los otros, aquí en la piel del atormentado agrimensor K.

Fidedigna al texto original al punto de concluir allí mismo donde el escritor dejó la obra inconclusa, la versión de Haneke elude las estilizaciones expresionistas que tantas veces el cine asoció con Kafka. Con sequedad y crudeza, Haneke describe el sinfín de obstáculos burocráticos, a cuál más angustiante y absurdo, al que es sometido K en ese pueblo pequeño pero que no deja de ser un laberinto infinito, del cual no parece posible salir ni avanzar.

Como en la novela, Haneke recurre a un narrador omnisciente pero cuyo punto de vista coincide prácticamente con el del protagonista, por lo que en la película algunos de los diálogos de K se superponen con la descripción del narrador, de voz grave pero neutra. El sonido está estupendamente utilizado en función dramática: el constante ulular del viento y la nieve, la insistente campanilla de un viejo teléfono que nadie responde, la ridícula música alpina que súbitamente propala –y súbitamente deja de propalar- la radio de la posada van crispando el relato, que parece transcurrir en una noche eterna, sin comienzo ni fin, donde el erotismo latente en las relaciones de K con las mujeres del pueblo no deja de ser un elemento más que suma angustia existencial al protagonista.

Anthony Perkins en "El proceso", de Orson Welles

“Parecería que Kafka alcanzó su culminación en el cine con El proceso, de Orson Welles, película en la que Welles confesó haber adaptado la novela ‘con bastante libertad’…”, escribió Cabrera Infante sobre un título que no podía faltar en el ciclo. Y que, por supuesto, no falta, en una versión restaurada en digital 4K de la película original de 1962. Pero Welles –se ensaña no sin razón el escritor y cinéfilo cubano- “cometió un crimen sin perdón y para el que el castigo vendría antes que el veredicto: redujo toda la ambigüedad de la novela a la desaforada realidad de una pesadilla”. Para el autor de Cine o sardina, “ya al inicio de la película Welles con su voz ominosa anunciaba: ‘Se dice que la lógica de esta historia es la lógica de un sueño… o de una pesadilla’. Cuando, si se entiende a Kafka, la historia tiene una lógica teológica. Si K no es el inocente culpable, su proceso, que nunca llegará, cobra sentido para Welles pero no para Kafka. De cierta manera una película muy anterior de Orson Welles, La dama de Shanghai, resulta más kafkiana que El proceso.”

Un caso ejemplar de cómo ser fiel a un texto y, al mismo tiempo, encontrarle nuevas lecturas y hacerlo propio es Relaciones de clase (1984), versión de la novela inacabada de Kafka El desaparecido, también conocida como América, según la difundió Max Brod. No podía esperarse menos de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, dos nombres que “cifran como ningún otro lo que puede entenderse por ‘modernidad’ en el cine. Con ellos volvimos a aprender sobre la relación del sonido con la imagen, del texto con el plano y de la naturaleza con la cultura. Y todavía más, con ellos aprendimos sobre la relación del cine con la política”.

Estas palabras del crítico Roger Koza expresan de manera cristalina la lectura que los Straub-Huillet hicieron del periplo de Karl Rossmann, alemán de origen burgués que a comienzos del siglo pasado se ve obligado a emigrar a los Estados Unidos debido a un escándalo familiar. Sin apartarse ni un ápice del texto, encuentran allí una alegoría de la sociedad capitalista y de sus relaciones de jerarquías y de clase. “El título llama la atención; pero si la película hubiera hablado descaradamente sobre las relaciones de clases, entonces no la habríamos llamado así”, explicó Straub. “Precisamente porque no lo hace, el título es bueno.”

Con una límpida fotografía en blanco y negro del francés William Lubtchansky –colaborador habitual de Jean-Luc Godard, Agnès Varda y Jacques Rivette, entre otros grandes del cine-, Relaciones de clase es una película de época que no esconde su rodaje en escenarios contemporáneos y que transcurre en los Estados Unidos aunque –salvo el plano inicial de la Estatua de la Libertad- fue filmada en Hamburgo. Todo es inequívoca, esencialmente alemán en el film.

Ese procedimiento de distanciamiento brechtiano es tan evidente en Relaciones de clase como en toda la obra de Straub-Huillet, que le piden a sus actores –aquí están, entre otros, los legendarios Mario Adorf, Laura Betti y el cineasta Harun Farocki- que no “interpreten” sus textos sino que por el contrario los reciten, como si se tratara de una partitura bien definida. A los Straub-Huillet les gustaba citar en particular un texto de Brecht que dice: “Desenterrar la verdad bajo los escombros de la evidencia, vincular de manera visible lo singular a lo general, fijar lo particular en el gran proceso, tal es el arte de los realistas”. Siguiendo esa línea es que hicieron de la novela onírica de Kafka un film sorprendentemente materialista.

 

 

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