Antes de que Javier Milei convirtiera a la motosierra en parte de su identikit, ya lo había hecho Jedediah Sawyer en 1974. O más bien su álter ego, Leatherface: el villano de la saga The Texas Chainsaw Massacre. Esos 16 segundos en los que baila en medio de la carretera con su máquina encendida, ataviado con saco, corbata y máscara hecha con piel humana, cambió el cine de terror para siempre. Se trató de la exaltación de la psicopatía en la gran pantalla, sintetizando ese perfil de personaje cuyo desequilibrio encuentra la apoteosis en el balance entre la frigidez y el humor negro. Desde el film Psicosis hasta El silencio de los inocentes dieron cuenta de ese carácter. También Dillom, a partir del relato que hilvanó para su segundo álbum, Por cesárea, lanzado en abril y con el que debutó en el Movistar Arena el sábado (repitió el domingo).

Si bien la tapa del disco pareciera aludir a su propia traducción de Leatherface, al momento de diseñar el concepto de este trabajo el artista de 23 años se inspiró en la distorsión de la realidad de la que se valió Quentin Tarantino, en su película Había una vez en Hollywood, para recrear al célebre criminal Charles Manson. Supuso que esa ucronía le serviría a él también para esbozar a su peor representación de sí mismo, resultante de una serie de (hipotéticas) malas decisiones. Dillom es capaz de incomodar incluso a un ministro del actual gobierno porque hace, plasma y dice lo que los demás sólo se atreven a pensar. Lo que bien supo retratar en su flamante repertorio. ¿O es que nunca nadie recordó, sobre el bondi o frente a un pastizal a manera de confesionario, cómo zafó del quilombo?

Este pilar del colectivo Rip Gang decidió ir a contramano, y sin frenos, hasta el fondo de la psiquis. Invocando el trauma. O lo que el militante freudiano prefiere llamar angustia. “Este lugar se siente un poco diferente. Las paredes se volvieron transparentes. Para sentir que algo se viene no hace falta ser vidente”, canta el rapero en “Últimamente”, tema manifiesto de Por cesárea. Si en el disco funciona como guía de la expedición, al ubicarse en el inicio del track list, en esta nueva tanda de shows la canción fue incluida en el último tramo de la performance. Justo ahí se revela la primera mala decisión, cuando de la trastienda sale un niño rubio que abandona su oso de peluche, como quien deja la inocencia. Entonces el metaverso cruza al Dillom infante con el hombre para recordarle de dónde previene esta irreparable versión suya.

La propuesta del recital es un proceso deconstructivo que disecciona al psicópata. El desenlace comenzó en “Side”, trap en clave de rock, y terminó en “Últimamente”, locura de zapada en plan de hip hop piscodélico. Aunque el clímax sucedió en medio del trap “Post mortem” y “Muñecas”: oda al jazz rap acuñado por Digable Planets y MC Solaar (con el sample de “People Everyday”, de Arrested Development, de antesala). Lo que sucedió en Villa Crespo no distó de la presentación de Por cesárea en junio, en el Luna Park. Y la imaginería críptica (casi mortuoria) de esta narrativa se remonta a la serie de shows que decantaron en la masividad, en 2022, cuando un carro fúnebre y una corona con el nombre del cantante y compositor esperaban en la puerta de Teatro Vorterix.

Una vez adentro del estadio, en el bullicio de la previa, la atención se la robó el corazón que pendía en el techo. Estaba confeccionado con sacos de arpillera (los que se usan para contener granos de café), que envolvían una estructura acrílica que latía y cambiaba de colores a medida que avanzaba el evento. Enfrente, a los costados del escenario, caían retazos de tela de varias tonalidades de marrón que simbolizaban pedazos de piel muerta. Y en el medio de todo, detrás de los instrumentos, una tela blanca funcionaba tal cual pantalla de cine. Ahí los rasgos de la locura, en los que despuntaba, por ejemplo, una mano pidiendo ayuda, se metamorfoseaban con la imagen del baterista golpeando los tambores. En ese arrebato caótico, Dillom, vestido de cuero, irrumpió con guitarra eléctrica en mano.

Sin embargo, las dos horas de show arrancaron antes con el instrumental (lindante con el rock industrial) “(Irreversible)”, a la que le secundó el punk rock “Coyote”, con el músico cantante y tocando la viola. Tras sendos argumentos de Por cesárea, aparecieron los rap “Piso 13” y “Pelotuda”, de su disco Post mortem (2021). Entre uno y otro, mechó un rap más, “Mick Jagger”, incluido en su EP Ad Honorem, Vol. 1 (2023). Durante un pasaje de ese segmento, ingresó por primera vez a escena El Cuarteto Divergente, grupo de cuerdas comendado por Alejandro Terán. Apenas desaparecieron, Dillom entró con un regalo envuelto en globos blancos, lo que dio pie para el primer invitado de la noche: Juan López, referencia del indie nacional. Juntos hicieron “La novia de mi amigo”, lo más cercano a un trap espacial.

Al igual que el cordobés, quien vistió de negro con un “gorro de burro” (ese cono usado como sombrero para ridiculizar), los demás cantantes que desfilaron por el escenario fueron cómplices de la puesta estética de la performance. En tanto el nativo del barrio porteño de Balvanera reflejaba en su ropaje el delirio que lo atormenta, el resto parecían figuras sacadas de la cosmogonía crepuscular del director de cine Tim Burton. Esto lo evidenciaron Broken Carrey, que cantó “Mentiras piadosas”; al igual que Wos en el rock “Cabezas cromadas” (colaboración para disco Descartable, del también frestyler), Ill Quentin en el trap “Ovario” y Lali en “La carie”. Esta última es una canción grisácea, de tinte orquestal, que pone a relucir la tez más mustia de María Elena Walsh, al rescatar, en calidad de sample, “Plegaria desvelada”.

Ese momento de conexión entre La gran bestia pop y Dillom, como si pareciera una recreación de El jorobado de Notre Dame, fue una muestra de la gran consistencia teatral en la que se sostuvo el recital. El músico sólo salió del relato para disculparse por su gripe y para dedicarle a Andrés Calamaro la colaboración que firmaron en Por cesárea: “Mi peor enemigo”. Ese encuentro, lucubrado desde la amplitud a la que convoca el funk rock, advierte la transformación del artista de “juglar del flow” a novel icono de la música popular contemporánea. Lo que ratificó un cierre que osciló entre el indie de “Cirugía” (con Fermín en la viola) al pop para las masas de “220”. Tras “Reiki y yoga”, el público esperaba una más. Pero no hubo despedidas. Sólo luces encendidas. Señal de que Dillom (o su personaje) ya tiene lenguaje propio.