El descanso de la escalera que llevaba al altillo era, a pesar de estar atestado de libros, el lugar perfecto para sentarse los sábados a mirar y escuchar cómo su papá tocaba el fagot. Desde allí se veía ese cuarto que, a diferencia de otros altillos era luminoso, así que hasta allí llegaba Malena a los siete años de su edad, con sus ojos marrones enormes, las piernas flacas y la pollera acampanada.
Malena se asomaba al mundo desde La Plata, en el barrio Parque Alberti, “en una casa llena de libros. En las escaleras, en los cuartos, en el altillo. Libros, música y palabras, muchas palabras. Mucho arte. Y sol en los ventanales”.
Malena escribe, “pero en realidad quería ser actriz. Soy actriz”, dice mientras recuerda su primera vez en un escenario a sus diecisiete años “aunque empecé a estudiar antes, a los trece. Mi vieja era profesora de historia del teatro, en la escuela de teatro de La Plata, y ahí fue el inicio hasta que a los quince empecé con que para ser actriz tenía ir a capital”.
A los trece años es muy difícil imaginar el mundo. Un mundo que se dirime frente a los ojos entre la felicidad del éxito absoluto al alcance de la mano y donde todas las masacres posibles, también están al alcance de la mano. Un mundo lleno de redes y fotos y memes. Un mundo lleno de exitosísimos personajes ignotos y peligrosamente factibles, que muestran, una vez más, que el éxito vive donde la iluminación brilla. La vieja y conocida frase que le canta a las luces del centro.
Ahora los grandes ojos marrones de Malena Rodríguez se ausentan del ruido del bar, miran la taza de café y cambia el gesto y recuerda con una media sonrisa que “al final llegué al centro y fue violento. Fui ´la provinciana’ desde esa falsa estatura que a veces usan los porteños. Y el teatro al que le di un compromiso total, también me pareció excesivamente rudo. Quizá lo fue la experiencia en su conjunto. Hacés todo porque la obra lo pide, si tenés que estar a las tres de la mañana en cualquier lugar, estás y el sacrificio es un extraño placer que me agotó”.
Sin duda sintió de cerca la lucha de clases de las que tanto hablaba su papá durante los almuerzos familiares mientras explicaba las bases dialécticas del marxismo que ejercía.
“De mi mamá, sus ojos. De mi papá las manos enormes, fuertes, pero delicadas sobre su fagot. De mi casa el descanso en la escalera del altillo y la manta a cuadros naranja y verde para el invierno. De la vida, la pandemia, donde me encontré con las palabras”. Así recorre los mojones de su vida, de donde hoy aparecen textos propios de una ferocidad conseguida viviendo.
Párpado
un terciopelo sanguíneo
apaga el mundo.
piel
este borde
lunado por el tiempo
este guardián
de animales dormidos
a la espera
de la medianoche.
Son dos fragmentos de Plateado y negro, su libro próximo a salir por Aguaviva, un proyecto editorial que la entusiasma y la ocupa y la aleja de la chica que terminó sus estudios en un colegio católico contrario a las convicciones políticas de su familia, y que dejó un reguero de anécdotas que aun sobreviven entre carcajadas.
“La pandemia conmigo fue como con mucha gente: la inactividad me obligó a pensar: ¿quería ser actriz? Sí. ¿quería retomar 'esa’ experiencia? No. Y comencé a escribir. Ya venía curtida y eso tenía que servir para algo. Encontré en la escritura una herramienta poderosa. Dejar de ser la actriz del proyecto de alguien. Poder armar el propio cuento fue la soga de la seducción. De la poesía a la dramaturgia sucedió en una tarde porque escribir fue como una respuesta a la claustrofobia. Subía a la terraza, escribía cosas horrendas durante la pandemia. Eran unos fragmentos espantosos y sin orden ninguno”. Y entonces, claro, se puso a estudiar dramaturgia.
Malena habla prefigurando lo que va a decir. Pre explica, para que nada pueda ser mal entendido, y aclara que “vivimos tiempos horribles, desde lo social, desde lo humano, desde lo político ni que se diga. Tiempos donde todo se mezcla de manera tan brutal como incomprensible”. Y ahí anida Zoom, la obra de teatro a la que “todavía le falta un hervor” porque en sus cuatro escenas (Campo. Ruta. Ciudad. Cuerpo.) entra todo, desde su infancia en el campo con abuelo gaucho de facón a la cintura hasta la cuestión social, con este nuevo mundo extremadamente tecnológico, donde las relaciones se vuelven incompresibles y sólo podrían encontrar descanso en el “espacio publicitario” si no fuera porque eso está atravesado -en la obra y en la vida- de manera tan permanente como perturbadora. Para muestra, tres líneas: ”Llegaste al espacio publicitario. Si no querés que tu obra tenga un espacio publicitario tendrías que pagar una actualización. El teatro no subsiste hoy sin espacios publicitarios. Son necesarios para que la gente se distienda de la ficción. Ya no toleramos tanta ficción. Tenemos realidad de sobra ¿no?”
Y es una pena que a estas alturas sea un lugar común decir que la realidad es un espejo del arte, cuando efectivamente lo es.
Así, mientras sueña con tsunamis que cambian todo de color y la vida parece complicarse hasta la histeria, Malena seguirá rayando hojas a mano para dejar testimonio de la época que nos toca transitar, porque “mirá, yo creo que la escritura, además de permitirme contar lo que pasa en distintos lenguajes, son cosas proyectadas cómo esos discos que alguna vez se lanzaron al espacio, pero que quedan aquí. No van al infinito. Son capsulas lanzadas al futuro”.