El pasado es el lugar en el que siguen pasando cosas, escribió Rodrigo Fresan en su libro “La parte soñada”. En los sueños el pasado no es lo ya acontecido sino lo capaz de seguir sucediendo, e incluso mutando, sufriendo metamorfosis. El pasado es inestable, es por ello que una de las batallas en las que estamos es la que combate al negacionismo.
Ahora bien, el sueño es además el lugar en el que las cosas empiezan a pasar. Lo sabemos quienes nos dedicamos al oficio de psicoanalistas, y lo sabemos todos quienes soñamos.
Soñamos porque vivir es hacerlo en el permanente e irresoluble destiempo. Quiero decir, soñar y saber vienen después, siempre después de haber vivido. La infancia, por otro lado, es esa patria añorada u odiada o ambas cosas, a la que no podemos dejar de regresar, siempre en el filo de la imposibilidad. Badiou, por otro lado, ha escrito que “acontecimiento es aquello que permite que un inexistente se ponga de pie”. Es una forma exquisita de decir que los sueños hacen existir cosas, y asumir una dignidad. Hace unos años escribí un libro llamado “Sueño, medida de todas las cosas”, hoy agregaría que también el sueño es la medida de lo inmedible. Lo inimaginable.
Esa condición con la que nacemos, y que es propia, intrínseca a la condición humana, la de existir en el desacople de lo ya vivido y lo por pensar, por saber, por entender, elaborar, es la que nos hace soñar, y es la condición de la que está fabricado todo arte, cuando se propone (lo sepa o no) capturar algo de lo inefable. El sueño es lo que nos transforma en compositores de una obra privada en la que conjugar nuestros saberes y nuestras ignorancias, nuestros enigmas, alterando toda noción de temporalidad ligada a la cronología.
El enigma, tanto como los deseos, se revelan en el sueño. Todo sueño reúne dos aspectos: uno que ilumina, junto a un punto ciego, un punto en el que convergen algunas oscuridades. Una niña a la que atendí años atrás lo dijo en palabras maravillosas, maravillada ella por lo que sus sueños le muestran: “el sueño es esa linterna que decide qué oscurecer y qué iluminar”. Javier Cercas, escritor español, define a ese punto ciego para referirse a la escritura de las novelas, pero podemos llevar esas mismas palabras al territorio del soñar. Cercas dice que el punto ciego es aquel en el que en apariencia no se ve nada, sin embargo, es el punto –precisamente- que designa un inédito punto de vista, es un punto, escribe él, a través del cual la novela, ciertas novelas, “ven”. Y hacen ver. Cercas señala que gracias a esa oscuridad la novela ilumina, es gracias a ese silencio que la novela se torna elocuente. Esas novelas a las que Cercas hace mención, las grandes novelas que constituyeron a la novela moderna, como por ejemplo Don Quijote, Moby Dick, El Castillo, iluminan no en tanto “aclaran” algo nuevo sino porque logran plantear una pregunta que modifica radicalmente un punto de vista. Es así que un punto ciego es en verdad el punto de una ceguera visionaria, de una oscuridad radiante.
Volvamos a los sueños, que por estos días y meses nos asedian con terrores y guiones de pesadilla, tanto en la vida nocturna como en nuestra vida diurna, en la plena vigilia.
Los sueños, tanto los singulares como los colectivos, también poseen –o mejor dicho instauran- un punto ciego (no lo que Freud denominó ombligo del sueño, para referirse a un punto de lectura e interpretación irreductible), que es aquel a través del cual seremos capaces de situar algún punto de vista originario, en el mejor de los casos. En particular, los sueños colectivos, esos que nos están haciendo tanta, tantísima falta por estas horas feroces, esos que la marea verde, por ejemplo, supo soñar, supimos soñar, esos que alguien alguna vez nos vino a proponer con su flamante bastón en la mano. Esos sueños, de potencia incalculable, empiezan con eso. Un punto ciego. Algo que no hemos visto hasta entonces, y a través del cual –tal vez- podremos empezar a ver.