Lo dicen en el club, en la fila del almacén, en su casa. En la primaria, en la secundaria y hasta en la facultad. Lo lee en todas las redes sociales, lo escucha en la radio y lo ve por televisión. Lo dicen sus padres, sus tíos, y sus abuelos. Pablo, con los oídos saturados, acumula en su cabeza un sinfín de frases como "ésta es la generación de cristal", "los pibes de ahora no están preparados para la vida", o "se piensan que pueden tener todo".
Él tiene 23 años. Nació en pleno "corralito". Creció escuchando historias de gente que perdió los ahorros de toda su vida, esos que se habían ganado con miles de horas de esfuerzo, sacrificio, llanto y dolor. En ese momento, se estimaba que en Argentina morían de hambre 55 chicos por día, producto de las decisiones de políticos que aparentemente no eran una generación de cristal, que estaban preparados para la vida, y que "no querían todo".
La madre de Pablo tuvo una infancia durísima. Su padre, el abuelo del pibe, trabajaba todo el día sin parar. Durante la mañana era chofer de colectivo, y a la tarde remiseaba. Su rotura de ojete era el motivo suficiente para pegarle y gritarle a la mujer porque a la comida le faltaba sal. En la mesa no se hablaba. Sólo él comía dos platos, y elegía cuál de los cuatro canales de televisión se miraba. Era retrógrado, anticuado, chapado a la antigua. Todas excusas para justificar la violencia, el desamor, el miedo, y la carencia.
El tío de Pablo, hermano de su madre, se cansó de esa situación y a los 14 años estaba en la calle. Entendió que por aquel entonces el precio de defender sus ideas podría ser la muerte, y sin embargo luchó sin parar. Lo secuestraron, torturaron y mataron. Fueron los genocidas, los mismos que decían que cristo vence, y que los argentinos eran "derechos y humanos". Pablo nunca entendió por qué su tío eligió ese camino, pero siempre respetó la soltura con la cual afrontó sus decisiones.
Para la mamá de Pablo todo eso fue mucho. Ni bien pudo se independizó, pero los achaques la acompañaron de por vida. Tenías fobias, ataques de pánico y todo tipo de trastornos. Eso sí, repetía los patrones del desprecio de su padre cuando prendía la tele y repetía que "los psicólogos son un invento para sacarte plata". Los trastornos de la madre acomplejaron su infancia, pero Pablo entendió, como la gran mayoría de su generación, que el secreto es no repetir. Su padre trabajaba en el Estado, y vivía renegando por su salario. Sin embargo, fue el que le sembró una pequeña semilla cuando le aconsejaba que "de grande hacé lo que más te guste".
En la secundaria conoció una amiga que iba al psicólogo, y ella se lo recomendó. Él asistió y encontró un lugar donde es escuchado, aconsejado y cuestionado desde un costado constructivo. Cosa distinta le pasaba con los profesores, que en tres días querían que aprendiera los ejes cartesianos, cuando a él no le interesaban en lo más mínimo. Los docentes querían que lo aprendiera ya. Que leyera cuatro hojas, lo practicara diez veces y rindiera la prueba. A él eso lo angustiaba, porque no entendía ni compartía la necesidad de tragarse cosas que le chupan un huevo. Cuando dibujaba en el aula lo retaban. Le decían que nunca encontraría trabajo, y que la vida se gana de otra manera.
En marzo de 2020, cuando se alistaba para comenzar la carrera de bellas artes en la Universidad Nacional de La Plata, la pandemia lo encerró en su habitación. No vio más a sus amigos ni a sus amigas, no tocó la piel de la persona que le gustaba, ni pudo ir a la cancha a ver a Gimnasia de La Plata. Lo encerraron a él, a su madre, y a los trastornos del pasado que hacían estragos en ese presente. Ocho meses de cuarentena pura y dura. Cursadas online, videollamadas y jueguitos. Los meses posteriores al confinamiento fueron duros, difíciles de afrontar, porque todo estaba a medias. Pablo se enteró que los del Gobierno se vacunaban entre ellos, y se enojó. A medida que se enteraba las cosas que pasaban en la quinta de Olivos optaba por reírse, y pensaba "¿Éstos me van a decir lo que tengo que hacer? ¿Todos en la vida me van a decir qué hacer?".
Todavía no pudo irse a vivir solo. Comprarse un auto es una utopía. Trabaja en un kiosko para ganarse uno mangos por la mañana y continuar la carrera por la tarde, aunque se dio cuenta que bellas artes no es para él. Todavía no sabe qué le gusta, pero sí sabe qué cosas no le gustan.
No le gusta que la sociedad esté regida por valores de hace doscientos años, ni que en la escuela enseñen lo mismo para todos, porque los alumnos no son iguales. No le gusta que haya gente que en televisión habla de la Constitución, cuando hay un Presidente como Javier Milei, que se la pasa por los huevos adelante de todos y sigue su rutina como si nada. No le gusta escuchar a los políticos de traje y canosos, que integraron todos los gobiernos de la democracia y que nunca aportaron una solución.
Así como no le gustó que el ex presidente Alberto Fernández dijera que "venía a terminar con el patriarcado" y luego golpeara a su mujer, tampoco le cabe que en el nombre de "la libertad" se le cerquen todos los caminos de la vida. No le gusta el abuso policial en la cancha, que vivenció de primera mano cuando mataron a "Lolo" Regueiro en 2022, y que atraviesa cada vez que va a un recital. No le gusta que le hablen en el nombre del trabajo digno, porque con el sueldo que cobra la línea de indigencia lo mira desde arriba. No soporta que hablen del esfuerzo, porque todos los días ve gente que arrastra el carro de sol a luna, y es la que peor la pasa.
Sin embargo, a Pablo lo que más le jode es la falta de autocrítica de parte de la gente que es más grande que él. No compra con esa farsa de que la culpa la tienen siempre los demás, y entiende que un país mejor sin unidad es imposible. Su canción favorita es una de Babasónicos, llamada "Vacío". "Si luchamos, esta vez que sea a favor/ Si perdemos, esta vez que sea otra cosa/ Si volvemos a luchar, no me lo digas/ (Dejemos de pelear entre nosotros)/ Dejemos de pensar contra el vacío y despertemos en él", dice el tema.
Él, en su cabeza, tiene ideas que hoy parecen utópicas, pero cada día la gota cae más fuerte y quiere animarse a intentar. Sabe que hay lugar para lo que dicta el alma. Quiere decir lo que le parece sin que nadie lo compare con el pasado. "Yo cuando tenía tu edad...", es el comienzo de oración que lo saca de las casillas. Él sueña con un mundo mejor, y sabe que es posible. Pablo y muchos más no creen en la explotación en vano, sostienen que los derechos pueden pasar de discurso a realidad, y creen que el individualismo no puede darse pisando las cabezas ajenas. Está cansado de las momias, de las estatuas en vida, de los bustos con brazos y lengua. Pablo y su generación tienen otras visiones, otras ganas, otros métodos. Y miran para adelante más que para atrás. Capaz se equivoquen, pero eso lo dirá la historia. Y, en todo caso, al menos sabrán pedir perdón.